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sábado, 5 de octubre de 2019

A VUELTAS CON LA GUERRA CIVIL

Parte de la nave central del Osario de Verdún
 Todo parece confabularse para que ochenta años después de terminada la última Guerra Civil Española, la de 1936 a 1939, el conflicto recobre vida. En los últimos quince días, el Tribunal Supremo, la misma institución que durante los cuarenta años de franquismo estuvo confirmando sentencias de muerte de dudosa legalidad y ninguna moralidad, ha declarado que el dictador salga de su actual sepultura en Cuelgamuros y sea trasladado a no sé donde, un director de cine ha estrenado una película subvencionada por el erario público y con más errores históricos que un examen de Historia suspendido sobre el incidente entre Millán Astray y Unamuno durante la inauguración del curso académico 1936-1937 en Salamanca y finalmente unos politiquillos de tres al cuarto comparan la exhumación de Franco con la quema de conventos e iglesias o acusan a las llamadas "trece rosas" de "torturar, asesinar y violar", cuando ni siquiera el Consejo de Guerra que las condenó a muerte las imputó tales delitos. Son tres ejemplos llamativos que ponen de manifiesto en manos de quién está la Administración de Justicia, la Cultura y el Gobierno de este país. Saquen los españoles sus conclusiones, si es que saben y quieren sacarlas.

            En ochenta años los protagonistas de aquellos acontecimientos han desaparecido al recaer sobre ellos la inexorable ley de la naturaleza, en ochenta años nacen más de tres generaciones, con sus propios anhelos, problemas y preocupaciones y en ochenta años los temas que eran de vivo interés y fervoroso debate pasan a ser meros temas de estudio histórico pero no primera meta de una política de vivos, esto es, una política contraria a una política de muertos, pues si la política tiene por objeto el buen gobierno este debe ser sobre los vivos y no sobre los muertos. En los ochenta años que median entre 1871 (final de la Guerra Franco-Prusiana) y 1951 (firma del Tratado de Paris que constituyó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero), con tres guerras de por medio que ocasionaron millones de muertos, la enemistad entre franceses y alemanes ha sido superada y tanto Francia como Alemania se han convertido en motores de la política y de la economía europea y  si hace ochenta años los caídos en Verdún reposaban en cementerios separados, con claras diferenciaciones entre los vencedores y los vencidos, hoy los restos sin identificar que siguen apareciendo por lo que fue el campo de batalla, descansan en un osario construido, hace ochenta años, por los vencedores a su  mayor gloria sin reparar en el bando en que sirvieron aquellos que jamás envejecerán y sin que nadie se escandalice que restos germanos descansen bajo la Croix de Guerre y la bandera francesa.

            Una guerra, cualquier guerra y más una guerra civil, es una tragedia, pero no, o no solo, como se suele considerar una tragedia colectiva sino, sobre todo, constituye una suma de infinitas tragedias individuales que no puede consolar ni siquiera la victoria. La exaltación de la victoria, y, no nos engañemos, todo bando vencedor de cualquier contienda la exalta incluso con una obscenidad repugnante, tiene por objeto buscar un "sentido" a la destrucción, a  la muerte y a la deshumanización que la ha precedido porque ese "sentido" acalla las conciencias  de los vencedores, la inmensa mayoría de los cuales, aunque no lo sepan también son perdedores. Perdedores porque han perdido a algún amigo o ser querido, pero, sobre todo,  perdedores porque han visto como sus esperanzas e ilusiones son defraudadas por una minoría que, sin arriesgarse y sin mancharse de sangre y barro, son los verdaderos y únicos beneficiarios del sacrificio ajeno y de la victoria. Y que nadie se engañe porque como bien dijo el Duque de Wellington tras la batalla de Waterloo: "No hay nada peor que una victoria, a excepción de una derrota".

            Lo cierto es que no hay tragedia, por grande que sea, que el tiempo no cure. El tiempo es un médico muy curioso y muy competente: hace que  los ejércitos se desvanezcan, los ánimos se sosieguen y las causas que nos enfrentan desaparezcan, pero para eso es imprescindible que le dejemos actuar y que los dirigentes políticos y los representantes de la cultura se comporten con responsabilidad no queriendo rentabilizar las heridas impidiendo su completa cicatrización, porque de lo contrario, las heridas se ulceran, se convierte en eternas y el pasado deja de ser pasado para no dejar de ser presente con todo lo que ello implica.



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