No sé lo que pasará en otros países. Pero aquí, en nuestra España, en el Estado español que dicen los nacionalistas periféricos, nos falta mucho para llegar a la democracia. Formal sí que la tenemos, consagrada en la Constitución. Pero, a mi modo de ver, una democracia de verdad se ha de basar, más que en leyes e instituciones, en la existencia de demócratas, de ciudadanos responsables que participen activamente en la vida colectiva. Y no sólo con su voto cada cuatro años, sino día a día, a través de asociaciones que conformen una sociedad civil activa. Para empezar, un demócrata es alguien que sabe hablar, empezando claro por escuchar al otro, al que cree que piensa como él y también al que disiente. Y sólo después de haberle escuchado, le responde dándole su opinión propia o matizándola para encontrar juntos una fórmula consensuada. Y como todavía nos falta mucho para eso, porque no hemos aprendido una auténtica educación para la ciudadanía, el resultado es que no tenemos debates fructíferos, sino guirigays escandalosos, donde adjetivos descalificadores sustituyen a razonamientos serenos.
Estamos envueltos en una crisis de hondo calado. Y no vemos ni oímos debates que busquen fórmulas para acelerar cómo salir de ella, dados los innumerables daños que se están produciendo a personas y empresas. Lo que tratan sólo es de buscar culpables que haberlos haylos, empezando por el propio sistema que pedió sus frenos y corrió desbocado, apoyado por todos los que ahora protestan. Los políticos participaron en este desmadre, pero no nos convencen los que sólo muestran como solución un cambio de partido en el gobierno. Sin reconocer las raíces de la situación, sin un diagnóstico certero, todas las medidas presentadas no dejan de ser parches que podrían aliviarla, si la economía internacional mejora, pero sólo para que la crisis se presente de nuevo y agravada, al cabo de cierto plazo.
Ahora se han dado cuenta de que tenemos un problema con el tema de las pensiones. Y el gobierno lanza, cual globo sonda, la propuesta de retrasarla hasta los 67 años y de aumentar los años de cotización para el cómputo de las mismas. Ya tenemos el guirigay servido. Todos se han lanzado a la crítica apresurada. Y, en pocos casos, contemplamos razonamientos serenos que aborden la cuestión con mesura. Por ahora, el pago de las pensiones parece estar asegurado, aunque muchas de ellas sean manifiestamente insuficientes. Pero hay varias dimensiones que nos alertan de que en breves años pueden surgir riesgos. Una, demográfica: el descenso de la natalidad y la prolongación de la esperanza de vida. Menos cotizantes activos para el futuro y más número de personas cuya pervivencia después de la jubilación se alarga. Otra, el aumento del número de parados y el retraso en la edad de entrada en el mundo del trabajo. Otra, la alegría con que se han dado, sobre todo en ciertos sectores y no por efectos de despidos en empresas en crisis, prejubilaciones a edades muy tempranas. Claro que todo esto se ha visto atemperado por la llegada de familias de emigrantes que, con sus tasas más altas de fecundidad han retrasado algo el fenómeno del envejecimiento de la sociedad. Pero ahora que aumenta el paro y muchos de ellos tienen que regresar a sus países de origen, se presenta el tema con toda su crudeza.
No debemos tampoco olvidar las voces agoreras e interesadas de ciertos pronosticadores que hace bastantes años nos atemorizaban con el desplome de las pensiones públicas y postulaban planes privados de pensiones, gestionados por empresas capitalistas, más o menos ligadas al sector bancario. Lo que ocurrió en el Chile de Pinochet con el empobrecimiento subsiguiente de gran parte de sus personas mayores es el horizonte que no debemos perder de vista. Estados Unidos, el país ejemplo de sistema capitalista avanzado, nos acaba de mostrar cómo en esta crisis económica, millones de ahorradores han visto arruinarse sus expectativas de futuras pensiones.
Lo grave, para mí, es la naturalidad con que ideologías que se dicen de izquierda aceptan sustituir conceptualmente el principio de reparto por el de capitalización. El reparto es una consecuencia del valor de solidaridad: los sanos ayudan a los enfermos, los que tienen trabajo a los parados, los activos a los jubilados, los válidos a los discapacitados… Este fue el eje del Estado del Bienestar. Pero esto requiere dos cosas: un sistema fiscal progresivo y un mínimo de desarrollo económico. Y una base: la fraternidad entre todos los componentes de la sociedad, impuesta coactivamente desde el poder político y asumida mayoritariamente como valor por la base social. El principio de capitalización responde, por el contrario, a la óptica individualista, uno cotiza en su vida activa para asegurarse “su” jubilación. Y si puede elegir, por la vía privada, cuánto quiere aportar y en qué condiciones, mejor. A los que disponen de rentas saneadas parece que les conviene más este sistema (siempre que los administradores de sus fondos de pensiones no especulen a su costa). Pero para la mayoría de la población, el criterio de capitalización es nefasto.
Parece que tiene que volver a reunirse de nuevo el llamado Pacto de Toledo. Partidos políticos y agentes sociales han de pactar otras condiciones para el sistema público de pensiones. Los mimbres son estrechos y el resultado serán condiciones más duras y restrictivas. Porque lo que no se tocará serán las reglas del básicas del sistema capitalista que ahora tiene una dimensión global. La presencia del Estado en la arena económica sigue siendo imprescindible para atenuar sus efectos más nocivos. ¿Pero, es el marco territorial de los actuales Estado-nación el idóneo para dar réplica adecuada a esos desafíos?.
Estamos envueltos en una crisis de hondo calado. Y no vemos ni oímos debates que busquen fórmulas para acelerar cómo salir de ella, dados los innumerables daños que se están produciendo a personas y empresas. Lo que tratan sólo es de buscar culpables que haberlos haylos, empezando por el propio sistema que pedió sus frenos y corrió desbocado, apoyado por todos los que ahora protestan. Los políticos participaron en este desmadre, pero no nos convencen los que sólo muestran como solución un cambio de partido en el gobierno. Sin reconocer las raíces de la situación, sin un diagnóstico certero, todas las medidas presentadas no dejan de ser parches que podrían aliviarla, si la economía internacional mejora, pero sólo para que la crisis se presente de nuevo y agravada, al cabo de cierto plazo.
Ahora se han dado cuenta de que tenemos un problema con el tema de las pensiones. Y el gobierno lanza, cual globo sonda, la propuesta de retrasarla hasta los 67 años y de aumentar los años de cotización para el cómputo de las mismas. Ya tenemos el guirigay servido. Todos se han lanzado a la crítica apresurada. Y, en pocos casos, contemplamos razonamientos serenos que aborden la cuestión con mesura. Por ahora, el pago de las pensiones parece estar asegurado, aunque muchas de ellas sean manifiestamente insuficientes. Pero hay varias dimensiones que nos alertan de que en breves años pueden surgir riesgos. Una, demográfica: el descenso de la natalidad y la prolongación de la esperanza de vida. Menos cotizantes activos para el futuro y más número de personas cuya pervivencia después de la jubilación se alarga. Otra, el aumento del número de parados y el retraso en la edad de entrada en el mundo del trabajo. Otra, la alegría con que se han dado, sobre todo en ciertos sectores y no por efectos de despidos en empresas en crisis, prejubilaciones a edades muy tempranas. Claro que todo esto se ha visto atemperado por la llegada de familias de emigrantes que, con sus tasas más altas de fecundidad han retrasado algo el fenómeno del envejecimiento de la sociedad. Pero ahora que aumenta el paro y muchos de ellos tienen que regresar a sus países de origen, se presenta el tema con toda su crudeza.
No debemos tampoco olvidar las voces agoreras e interesadas de ciertos pronosticadores que hace bastantes años nos atemorizaban con el desplome de las pensiones públicas y postulaban planes privados de pensiones, gestionados por empresas capitalistas, más o menos ligadas al sector bancario. Lo que ocurrió en el Chile de Pinochet con el empobrecimiento subsiguiente de gran parte de sus personas mayores es el horizonte que no debemos perder de vista. Estados Unidos, el país ejemplo de sistema capitalista avanzado, nos acaba de mostrar cómo en esta crisis económica, millones de ahorradores han visto arruinarse sus expectativas de futuras pensiones.
Lo grave, para mí, es la naturalidad con que ideologías que se dicen de izquierda aceptan sustituir conceptualmente el principio de reparto por el de capitalización. El reparto es una consecuencia del valor de solidaridad: los sanos ayudan a los enfermos, los que tienen trabajo a los parados, los activos a los jubilados, los válidos a los discapacitados… Este fue el eje del Estado del Bienestar. Pero esto requiere dos cosas: un sistema fiscal progresivo y un mínimo de desarrollo económico. Y una base: la fraternidad entre todos los componentes de la sociedad, impuesta coactivamente desde el poder político y asumida mayoritariamente como valor por la base social. El principio de capitalización responde, por el contrario, a la óptica individualista, uno cotiza en su vida activa para asegurarse “su” jubilación. Y si puede elegir, por la vía privada, cuánto quiere aportar y en qué condiciones, mejor. A los que disponen de rentas saneadas parece que les conviene más este sistema (siempre que los administradores de sus fondos de pensiones no especulen a su costa). Pero para la mayoría de la población, el criterio de capitalización es nefasto.
Parece que tiene que volver a reunirse de nuevo el llamado Pacto de Toledo. Partidos políticos y agentes sociales han de pactar otras condiciones para el sistema público de pensiones. Los mimbres son estrechos y el resultado serán condiciones más duras y restrictivas. Porque lo que no se tocará serán las reglas del básicas del sistema capitalista que ahora tiene una dimensión global. La presencia del Estado en la arena económica sigue siendo imprescindible para atenuar sus efectos más nocivos. ¿Pero, es el marco territorial de los actuales Estado-nación el idóneo para dar réplica adecuada a esos desafíos?.
Pedro Zabala
La adopcion del sistema de CAPITALIZACION es imposible, se basa en que nosotros como trabajadores damos al Estado nuestro dinero via retenciones a la SS para que con el lo vaya metiendo en una "hucha" y nos lo de en nuestea jubilacion con ciertos intereses fruto de una inversion en deuda. Bien, todo muy bonito, pero si ello se hace ¿como se pagan las actuales pensiones de jubilacion, viudedad, invalidez, orfandad..?. Segun el Profesor Pedro Varea, se necesitaria un importe de EL DOBLE DEL PRODUCTO INTERIOR BRUTO de nuestra nacion para hacer frente a estos pagos. Es decir una quimera-, conque a otra cosa: AHORRAR, HACERTE PLANES DE PENSIONES, NO DESPILFARRAR, PAGAR MAS IMPUESTOS y HACETE A LA IDEA QUE LAS PENSIONES DE NUESTROS PADRES SON UN LUJO QUE A NOSOTROS NO NOS LLEGA. Os recomiendo el ACTUALIDAD ECONOMICA de ESTE MES DE MARZO, Esclarecedor.
ResponderEliminarY todo ello sin contar que todas las grandes mutualidades que garantizaban una pensión cuando llegase la jubilación y se basaban en el sistema de capitalización han terminado quebrando.
ResponderEliminarSalud y Amistad
Los sindicatos (oficiales CCOO y UGT) han aceptado una importante moderación salarial durante tres años –que puede llegar a la pérdida de poder adquisitivo en las empresas con pérdidas o si la inflación se dispara– con el fin de mantener el empleo. A su vez, el Gobierno ha aprobado un recorte del gasto público de 50.000 millones en esos tres años mientras se nos augura un retraso en la edad de jubilación. Pero echo de menos más ajustes de cinturón en la vida pública.
ResponderEliminarHace 15 días hablaba de las pensiones vitalicias de los parlamentarios españoles y de que los diputados podían dar ejemplo a los ciudadanos renunciando a sus privilegios tras proponer el Gobierno retrasar la edad de jubilación de 65 a 67 años y ampliar el plazo para calcular el importe de la pensión. José Bono, presidente del Congreso, se ha enfadado por el eco que ha encontrado la propuesta.
Como explicaba entonces, los diputados que al jubilarse no alcanzan la pensión máxima disfrutan de un complemento pagado por el Congreso –es decir, con dinero público– para llegar a la pensión máxima, y para ello es suficiente que hayan estado 11 años en el escaño –si han estado entre siete y 11 años, percibirán un complemento por la diferencia entre su pensión y hasta el 85% de la pensión máxima–. Entre las justificaciones ofrecidas, Bono destaca que sólo se ha necesitado pagar el complemento –1.066 euros mensuales de media– a 70 de los 3.600 políticos que han pasado por el Parlamento. Hemos descubierto que uno de los elementos para aceptar la discriminación es que los favorecidos sean pocos.
Pero los diputados no son los únicos que disfrutan de pensiones máximas independientemente de lo que hayan cotizado a la Seguridad Social. Todavía puede ser mejor la situación de presidentes autonómicos que gozan de pensiones vitalicias o de complementos a través de consejos consultivos. Siendo Jordi Pujol presidente de la Generalitat de Catalunya se aprobó el derecho a percibir una pensión vitalicia equivalente al 60% de la retribución del presidente. Como esa retribución está fijada en 169.000 euros anuales para este año, resulta que la pensión vitalicia alcanza los 101.400 euros, bastante más que la pensión máxima de un jubilado corriente que asciende a 34.524 euros. A esta pensión vitalicia tienen derecho los dos ex presidentes Jordi Pujol y Pasqual Maragall.
En el País Vasco (Ley de 30 de junio de 1981, con Carlos Garaikoetxea en el Gobierno), los lehendakaris, consejeros y viceconsejeros tienen derecho a una pensión vitalicia equivalente al 50% de la retribución del cargo que ejercieron, pero sólo se abona la diferencia entre la pensión de la Seguridad Social que reciban y esa cantidad. La ley de presupuestos del País Vasco –que es la más transparente en su información– fija 52.712 euros anuales para el “pensionista lehendakari”, 49.498 euros para el “pensionista vicelehendakari”, 46.486 para el consejero y 41.626 para el pensionista viceconsejero.
También en Andalucía se aprobó que los ex presidentes de la Junta tuvieran derecho a una pensión vitalicia por la diferencia entre la pensión que cobraran de la Seguridad Social y el 60% de la retribución del cargo de presidente –que en 2009 cobraba 81.155 euros anuales–. Pero no hagan cuentas: Chaves no la cobra porque es incompatible con un cargo público y, además, le faltan unos meses para cumplir los 65 años, dos condiciones necesarias en las tres autonomías para obtener la pensión vitalicia.
En otras comunidades no hay pensión, pero sí sillones en consejos consultivos que siguen el modelo del Consejo de Estado. En Galicia, el ex presidente de la Xunta puede estar en el Consejo Consultivo –donde se cobra una media de 81.000 euros– entre seis y 12 años. Por ahora sólo es consejero nato Gerardo Fernández Albor, que presidió la Xunta entre 1981 y 1987.
continúa...
He leído un artículo del profesor Vicenç Navarro que echa por tierra muchos de los argumentos que aducen quienes quieren meter mano al posible negocio de privatizar la SS. http://www.rebelion.org/docs/101524.pdf
ResponderEliminarEs muy bueno.
Mendiatik. Gracías por su comentario... y es que ¡¡¡Esto es lo que hay!!!. Y unos dicen que el PSOE es el que lo hace mejor y otros que el PP lo arreglará. Yo digo que lo que hace falta ya es un cambio de régimen hacia uno más participativo de democracia directa y con menos cargos públicos, menos subenciones y más control económico y financiero.
ResponderEliminarJuli Gan. Muchas gracias por la aportación, leeré el artículo que me recomienda.
Salud y Amistad