¿Qué fue primero el silencio o la
palabra?. ¿Acaso no es la palabra más que un interludio entre dos orillas de
silencio?.¿Puede oír la palabra quien no es capaz de percibir el silencio?. Sin
la escucha, la palabra quedaría vacía, reducida a puro monólogo, a un bla, bla,
bla..., sin eco. La palabra es mucho más que el ruido, rompedor del silencio.
La palabra entraña la intención del hablante, de quien quiere comunicar. El ser
humano es tan “faber” como “ loquens”, tan manos como lengua, tan manipulador
de la materia como transmisor de ideas.
De siempre, la palabra ha servido para
nominar, para dar nombre a entes de cualquier clase. En Oriente, se pensaba que
dar nombre equivalía casi a dar vida a aquello que se nombraba. Pero esta
suerte de pensamiento mágico no parece haber desaparecido. En la lógica del
materialismo científico, nombrar algo equivale a clasificarlo, señalar un
conjunto superior del que forma parte, mostrar sus diferencias con los demás
elementos del conjunto y además reseñar los subconjuntos que lo constituyen:
creen que es la única manera de definirlo. Bastaría con cambiar el criterio de
clasificación, para identificar el ente como si fuera distinto. Con lo que a esta lógica se les escapa tanto
la singularidad individual como la interconexión total de la realidad. Ya que
todos los seres, sobre todo los humanos, somos nudos de relaciones, de manera
tal que sólo una forma holística, es decir global, totalizante, de razonar se
acerca más certeramente a la realidad.
Podemos emplear la palabra bien o mal.
Puede servirnos para favorecer al prójimo o para perjudicarlo, para alegrarlo o
para entristecerlo, para sanarlo o para herirlo. Es un instrumento de paz y
desgraciadamente, muchas veces de guerra. Sirve tanto para unir corazones como
para sembrar discordias. Se puede decir bien, bendecir, y decir mal, maldecir.
De ahí, la advertencia ética del dicho
judío: es preferible ser un maldito que el que maldice.
Además del lenguaje verbal, existe el
corporal. Con el cuerpo básicamente “NOS” comunicamos, con el habla podemos
comunicar ideas. ¿Quiénes se han irrogado el monopolio de la palabra pública y
han reducido a los demás al silencio?. Los detentadores del poder, sea éste
político, económico o religioso, que en muchos casos han confluido en las
mismas personas. Los oprimidos, las víctimas quedaban reducidas a la mudez,
salvo que usaran las voces de los amos, unas veces impuestas por la fuerza y
otras, lo que es peor, haciéndolas
suyas, interiorizándolas. Así, durante largos lapsos de tiempo hasta que
estallaban en gritos de revueltas y rebeliones, alzando nuevas palabras de
liberación. La mayor parte de las veces, estos motines fracasaban, ahogados en
sangre y con cadenas aún más graves. Pero en otras, triunfaban, seguramente
porque una facción de los poderosos rompía su lealtad originaria y se alineaba
con los oprimidos y enarbolaba su bandera, haciendo suyas sus palabras
esperanzadas. Pero al triunfar los nuevos regímenes se hicieron con el poder,
quitándole la voz al pueblo y encima le decían que era la suya, pero que sólo
podía ser interpretada por ellos.
La invención de la imprenta, la escolarización
obligatoria, los medios de difusión masivos, hicieron posible, junto al
establecimiento de un sistema de libertades, en algunas partes del planeta, que
los poderosos tuvieran más difícil ese monopolio de la palabra pública. El que
sea más difícil, no significa que les resulte imposible. La concentración
creciente de los medios de comunicación en pocas manos, la impotencia de los
Estados nacionales ante los grandes poderes económicos, un consumismo pasivo y
conformista, la ausencia de voces críticas significativas y la degeneración de
la calidad educativa pueden propiciar esta mudez creciente de las poblaciones
dentro de estas democracias meramente formales, donde los ciudadanos son
contados en la hora de depositar sus votos, para no contar luego para nada.
No podemos tampoco olvidar que en los
sistemas patriarcales la palabra pública es cosa de varones. La mujer debe
callar en lo externo: el ágora, el foro o la iglesia. Su campo de comunicación
debe ser exclusivamente el privado. Por, eso históricamente desarrolló mucho
más el lenguaje corporal y su interpretación. Hoy, las cosas están cambiando en
algunos territorios y en determinados estratos sociales. La mujer, gracias a las luchas feministas, ha
de dejado de ser muda en el espacio público. Reclamó su derecho y ha empezado a
ejercerlo en todos los ámbitos. Pero no hay que olvidar que en muchos casos se
le niega y se castiga su osadía al intentarlo. La prefieren muda, sometida.
Claro que siempre hubo mujeres rebeldes que no se doblegaron. Prefirieron alzar
su voz, aunque fuera a costa de castigos, de su aislamiento. La historia,
palabra escrita mayoritariamente por varones, intentó silenciarlas,
invisibilizarlas, reducirlas al olvido. Claro que en los últimos tiempos se
intenta, por historiadores de ambos sexos, recuperar esas memorias, no
perdidas, pero sí sepultadas por losas de desprecio discriminatorio. Una de las
manifestaciones de esas luchas feministas es la obsesión contra el lenguaje
sexista, simbolizado en la primera persona del plural que, sobre todo en las
lenguas indoeuropeas, abarca gramaticalmente tanto al femenino como al
masculino. Obsesión que casa mal con el empleo por alguna de estas féminas de
alusiones a atributos viriles como expresión de ciertas cualidades de las que
ellas serían también portadoras. Esta contradicción es, para mí, síntoma de
algo más grave: el acceso por algunas mujeres a la voz pública se ha hecho
aceptando un lenguaje que incorpora los perniciosos valores de la ideología
machista, el afán de dominio y la competitividad insolidaria.
Existe, además, otro ámbito en el que
la palabra queda reducida a una minoría, como medio de ejercer su poder sobre
la mayoría. Es la esfera de las religiones, en que una casta, especializada en
separar lo sagrado de lo profano, se atribuye el primer carácter y pretende su
intermediación forzosa entre lo trascendente y la conciencia de los fieles.
Quienes no aceptan ese papel monopolista son tachados de herejes, al menos en
vida, pues después de su muerte, algunos de estos disidentes fueron aclamados
como preclaros creyentes. Para mantener ese poder emplearon históricamente dos
armas: la amenaza de un castigo eterno en la otra vida y cuando se entrelazaban
con el poder político la posible tortura, prisión o muerte. No en Occidente,
pero sí en otras zonas del planeta, hay religiones que todavía pueden emplear y
emplean estos argumentos persuasores.
Reclamar este derecho a la palabra para
todos y cada uno de los habitantes de este planeta es un deber inexcusable de
todas las personas. ¿Como podremos llegar a serlo en su plenitud mientra haya
alguien, en cualquier sitio, condenado a un
silencio forzado?. Hay silencios
de protesta que son mecanismos de lucha, pero hay otros silencios que son
cómplices de injusticias. ¿Sabemos cuándo tenemos que hablar y cuándo hemos de
callar?.
Pedro Zabala
Hola querido Pedro. Es un articulo muy currado, se nota que tienes estudios de Sociologia.
ResponderEliminarTe felicito y comparto una gran parte de lo que dices.
Saludos cordiales