Cada año en
que la festividad de Santiago cae en domingo se celebra el Año Santo Xacobeo. Y
son miles las personas que peregrinan hacia el mítico sepulcro del Apóstol.
Supongo que muchas de ellas por fervor religioso. Otras, sin embargo, por
múltiples motivos profanos. Pero todas tienen común la andadura del camino y el
cambio que suponen en el hondón más profundo de su intimidad las muchas horas
de caminata, a menudo en silencio y en contacto directo con los múltiples parajes
que la naturaleza les va mostrando a lo largo de la ruta. Pero algo me llama la
atención que no ocurría con los peregrinos de otros tiempos. Se ven a muchos
hacia Compostela, a pié, en bici o en caballería, pero a ninguno desde allí
hacia sus lugares de origen. Hacen la mitad de la caminata que sus antepasados.
Hoy regresan rápidamente en los medios, seguramente colectivos, actuales de trasporte.
¿Se
les nota luego en su vida ordinaria esa transformación o incurren en el
sedentarismo mental común entre las gentes? Una amiga mía francesa tiene por
segundo apellido el castellano Rey. Al preguntarle si tenía ascendencia
española me dijo que no. El apellido rey en su patria sustituía al que tenían
antes los que habían hecho el camino de Santiago. Era el reconocimiento popular
hacia esa gesta extraordinaria que suponía entonces el haber culminado uno de
los mayores itinerarios culturales europeos. Y un antepasado suyo, por línea
materna, lo había hecho.
La
vida humana, toda, es un caminar. Me refiero a quienes son protagonistas de la
misma y no se limitan a esperar a que sea ella quien les lleve de tumbo en
tumbo. Hay quienes, fatalistas, creen en el destino ciego o en la voluntad
divina como rectores absolutos de su existencia. Otros apostamos por la
libertad como la vocación más excelsa del ser humano. Puede hacerse
ilusoriamente considerándola absoluta mientras que otros, más sensatos,
advierten la resistencia que ofrece la realidad, los obstáculos, internos y
externos, que nos encontramos para ser libres. Pero son ellos los que
posibilitan nuestra libertad, lo mismo que el pájaro necesita la resistencia
del aire para poder volar. Porque es
utopía pensar que nacemos ya libres. Nacemos con esa vocación y esa posibilidad
que podemos y debemos desarrollar para ser auténticamente personas, más
personas. El camino de nuestra vida es la conquista progresiva de mayores cotas
de libertad, venciendo esos obstáculos que vamos encontrando.
Resulta
que la libertad es mucho más que la capacidad de elegir entre varias cosas.
Podemos tener una pluralidad de ellas a nuestro alcance y esto es necesario
para nuestra existencia. Pero esas opciones no suponen más que superar una
indeterminación, sin que ello implique una nueva forma de existencia. Es que la
relación con las cosas no compromete nuestra existencia, ni la libera. La
libertad más profunda y auténtica es la autorrealización del sujeto, la
elección de sí mismo, la opción por la auto-elaboración de su propia existencia,
la realización de sus posibilidades. Esa decisión fundamental en la vida de ser
humano es una actitud que se va conformando a lo largo de la vida. Es asumir la
responsabilidad de nuestro devenir dentro de la situación en que nos
encontramos. Vivir humanamente es construir nuestra personalidad haciendo
realidad lo que sólo poseíamos virtualmente al nacer. Pues, como dice Ruiz de la Peña, “ser hombre significa
disponer de sí; y sólo dispone de sí el que se hace disponible, el que se pone
a disposición”. Disposición que es una respuesta relacional, abierta a lo
definitivo.
Hay
que subrayar el carácter relacional de nuestra personalidad, es decir de
nuestra libertad. Nos relacionamos con las cosas tomándolas como medios y como
dice el profesor Coll con una doble parcialidad. “El objeto es considerado
parcialmente ya que nos interesan sólo determinadas cualidades en orden a su
utilización y prescindimos, por tanto, de todo lo demás. También el sujeto
participa en la relación de modo
parcial, deseando lo bueno y rechazando lo malo, pero en ningún momento toma
posición con todo su ser”. En cambio, a las personas debemos tratarlas como
fines en sí mismas, so pena de profanar su dignidad. De ahí, que “la relación
interpersonal es doblemente totalizadora. El tú no podría ser conocido ni
amado, si no es como totalidad. Toda consideración parcial supondría una
objetivación de la persona del otro… Y ante el tú como totalidad, el yo debe
comportarse también como totalidad Si intentara participar en el encuentro de
modo parcial, le quedaría cerrado el acceso a la totalidad personal del
otro. La persona del otro sólo nos
resulta accesible, cuando ponemos en juego la totalidad de nuestra persona”.
Es
en esos encuentros existenciales, profundos con
otras personas, es donde se despliega esa opción fundamental de la
libertad humana. No son encuentros funcionales, en los que impera el “do ut
des”, basadas en el servicio que nos prestan o prestamos a cambio de una remuneración
o contraprestación, que deben regirse por un
respeto traducido en justicia. Se trata de relaciones basadas en la pura
gratuidad, en la comunicación profunda entre dos personas reflejada en un
afecto recíproco, en cualquiera de las distintas clases de amor humano, de
pareja, familia, de amistad. Esta comunicación viene mediada por nuestra corporalidad.
Nos comunicamos a través del lenguaje,
pero, sobre todo, por la vía no verbal. Nuestra mirada, la sonrisa o su
ausencia, los gestos de la cara, de las manos y de todo nuestro organismo
transmiten mensajes continuamente. Comunicamos cosas y “nos” comunicamos,
convirtiéndonos nosotros mismos en objeto de nuestro mensaje. En estos
encuentros con esos tus que conforman lo mejor de nuestra existencia es donde
nuestro yo se realiza y perfecciona. Pero esto exige el respeto mutuo como
personas. Esto conlleva, como dice Coll “renunciar a la objetivación del
nuestro cuerpo o del cuerpo del otro. Nuestro cuerpo no es una cosa en el mundo de las cosas, sino que es acceso a las
cosas y sobre todo acceso a la relación interpersonal”. Si lo objetivamos, si lo
reducimos, por ejemplo a mero instrumento de delectación estética o apetencia
libidinosa, y no lo captamos como signo de la total personalidad, la relación
no será humanizante sino incompleta.
Es
en los encuentros plenos y gratuitos en el camino de nuestra vida, donde vamos
conquistando nuestra libertad y forjando nuestra personalidad. Lo triste es que
la educación no se plantea con ese objetivo y muchos no saben descubrirlo por
sí mismos. ¿Puede extrañar que bastantes gentes se mueran sin haber “vivido”,
sin haber encontrado el secreto de una felicidad al alcance de nuestra frágil
condición? Sólo el amor puede dar sentido a la existencia humano. O sea el
cariño recíproco entre los distintos tus que solidifica una convivencia e
incluso el sentirse amado por ese Tú, creador y salvador, que nos hace esperar en
un más allá de la misma muerte…
Pedro Zabala
1 comentario:
Muy curioso de la "la vuelta" de la que nadie habla y parece que pocos hacen; porque yo no descartaría que hubiera, en la actualidad, quien lo haga en el anonimato.
Pero sí, ni me lo había planteado y menos cómo debía ser en períodos históricos anteriores.
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