La primera lección sobre la justicia española me la
dio mi abuelo Cirilo, cuando de niño me cantaba una jota diáfana:
La Ley es tela de araña
pensada p'a los más ricos
se libran los bichos grandes
y atrapa los pequeñicos
Pronto aprendimos que, además de
pobres, los jueces tenían obsesión por meter en la cárcel a disidentes
políticos, siempre, eso sí, en nombre de la ley vigente. Legalidad, ante todo.
Estábamos en el franquismo y, de pronto, los mismos jueces siguieron aplicando
las leyes de la democracia, cuando todo ese estamento debería haber sido
enterrado en el Valle de los Caídos, junto a su caporal.
Ya en democracia, seguimos
padeciéndolos. Un día, los parapoliciales me quemaron el coche: lo rociaron con
gasolina, hicieron un reguero de 30 metros en una empinada cuesta y desde
arriba le prendieron fuego. Para no tener que pagar, la compañía de seguros expuso
al juez el evidente atentado, pero la Guardia Civil emitió un informe diciendo
que el reguero fue producido por los líquidos que se habían desprendido del coche
en llamas. “Señor Juez –le dije- los líquidos en una cuesta van hacia abajo, no
hacia arriba”, y le invité a que se personara a ver el lugar del atentado, muy
cerca del Juzgado.
-“Yo no puedo contradecir un informe
de la Guardia Civil” -me dijo por última respuesta. Desde entonces, la jurisprudencia
española tiene un caso donde se certifica que la ley de la gravedad es al revés:
los pesos y los ríos suben, no bajan. Aquel juez, con su plomiza cabeza,
también ascendió en el escalafón.
Esta anécdota es una minucia, cagarruta
jurídica irrelevante en el estercolero gigante de sentencias que los vascos y
vascas han padecido, por una judicatura hija de la ocupación militar primero y
del franquismo después. Poder sostenido, en último término, por una Policía y
un Ejército sin el menor gen democrático en su cromosoma histórico. Ya nos lo
advirtió Cánovas en el siglo XIX: “Cuando la fuerza causa estado, la fuerza es
el Derecho”. Y con ese argumento, derrotados en las guerras forales, los
vasconavarros perdimos la capacidad de juzgarnos en nuestra tierra, con jueces
paisanos. Navarra, 1841. Ayer mismo.
El resultado hoy día es un pequeño
país con miles de torturados y torturadas, que han denunciado sus horrores ante
docenas de magistrados sordos, que miraban a otro lado cuando no se reían. Luego
sus señorías ascienden, son candidatos al Premio Nobel de la Paz o nombrados ministros
de Justicia.
Jueces que mantienen las cárceles
llenas de parias o de independentistas, mientras la cúpula del poder,
encabezada por los Borbones, es un pudridero público, donde ya es imposible
seguir las tramas corruptas que engarzan a toda la casta. Una justicia diseñada
para permitir guerras; para que puedan dar a la banca el dinero de los
jubilados; para desahuciar proletarios; para castigar a los pueblos que
intentan ser libres; para permitir que el 1% de la sociedad arrample con el 90%
de la riqueza e impedir, como pedía Séneca, “que la igualdad sea el principio
de la Justicia”. Jueces en Madrid para impedir que los parlamentos de Euskal
Herria puedan emitir sus propias leyes. Y claro, para reprimir a quien
proteste, sea cerrando un periódico, deteniendo un rapero, prohibiendo ikurriñas
en los ayuntamientos navarros o pancartas en balcones sanfermineros. También para
repartir castigos ejemplarizantes como en Atsasu. Aplicando esa justicia, los
jueces son conscientes de las injusticias que cometen.
¿Quién juzga a los jueces? ¿Ellos mismos? “Quien a sí mismo
se capa buenos dídimos se deja” dice la voz popular, y bien lo han demostrado
ahora los 750 jueces que han salido en defensa de sus colegas, que se han burlado
de toda la sociedad con la sentencia de la “Manada”. Si una verdadera justicia
superior juzgara a esos jueces, sin duda lo purgarían: Dios los mandaría al Infierno,
Supermán al planeta Krypton y una Revolución a la guillotina. Pero mientras,
entre ellos se cubren, se tapan, se cooptan, dejando paso únicamente a los suyos
y marginando a jueces y juezas, pocos en verdad, que, como el recordado Joaquín
Navarro, creen más en la justicia que en las leyes. Lejos de regenerarse, la
Justicia española sigue bajando escalones de descrédito. “Con paso firme se
pasea hoy la injusticia” comenzaba el poema de Bertolt Brecht.
¿Qué
hacer? Pues mientras esperamos a dioses, supermanes o revoluciones, en nuestros
antiguos Fueros y libertades vemos una vez más, las soluciones, siquiera
parciales, a la Justicia. Como antes de 1841, necesitamos leyes propias, que
sean aplicadas por jueces del país, hasta su últimas instancias. Quitarnos de
encima todos los jueces “extranjeros”, como exigían nuestras Cortes soberanas. Y
decidir en Iruña, no en Madrid, tal como en 1866 propuso la propia Diputación
navarra a las otras tres provincias. Independentistas, federalistas y meros
foralistas deberíamos estar de acuerdo en ello. Todavía habría clases y tendría
vigencia la jota de mi abuelo, pero todo comenzaría a ser diferente.
Jose Mari
Esparza Zabalegi
Editor
No hay comentarios:
Publicar un comentario