El 3 de Junio de 2019, El Cuaderno Digital, publicó una entrevista a Doña
María Teresa de Borbón Parma realizada por don Pablo Batalla Cueto que a
continuación reproducimos íntegramente.
Explicaba Stuart Hall en un ensayo clásico sobre el thatcherismo recién publicado en español que erramos de medio a
medio cuando pensamos en las ideologías políticas como sistemas coherentes;
como una arquitectura meticulosa de rigurosas coherencias, capaz, sin embargo,
de venirse completamente abajo por un par de centímetros de desvío en la
colocación de un arbotante o una dovela. Más bien es su lógica —explicaba el
intelectual jamaicano— la lógica gaseosa de los sueños; un entrelazamiento
posible de los más dispares opuestos. Sucede así con todas las ideologías,
siempre atravesadas de aparentes contradicciones a poco que uno preste
atención, pero tal vez ninguna otra de la contemporaneidad haya pertenecido a
ese mundo de lo onírico con la hermosa contundencia y pertinacia del carlismo,
decano de la política española, que en los años sesenta, transformado por una
evolución vertiginosa que sin embargo nunca rompió amarras con los orígenes del
movimiento, devino la quimera fascinante y chestertoniana de una monarquía
socialista, de una tradición revolucionaria y de una España conjugada al mismo
tiempo en singular y en plural.
Era
el soberano de este reino portentoso Javier de Borbón-Parma, hombre de hondas
convicciones religiosas y también antifascistas, que había penado su compromiso
con la Resistencia en el campo de concentración de Dachau; y su príncipe
heredero, Carlos Hugo de Borbón-Parma, quien llegó a trabajar durante varios
meses en una mina asturiana para conocer de primera mano la realidad del
proletariado español. Su hermana, María Teresa, desempeñaba también importantes
responsabilidades; y a ella y a sus hermanas Cecilia y María de las Nieves
llegó a conocérselas como las princesas
rojas del carlismo. «Nada indicaría que la niña que nació en París, creció
en un castillo del Borbonesado con las inflexibles Hermanas del Colegio del
Sagrado Corazón de Tours se convirtiera en una pasionaria», expresaba hace unos
años la introducción a una entrevista con ella en el
diario francés Libération, pero así fue.
Desde
entonces, ha corrido el agua bajo el puente. Carlos Hugo falleció hace algunos
años y los derechos dinásticos los ostenta hoy uno de sus hijos, Carlos Javier,
pero el Partido Carlista languidece reducido a una testimonialidad casi
exclusivamente navarra, desleído en un puñado de candidaturas municipalistas.
María Teresa de Borbón-Parma es en cambio optimista con respecto al futuro de
esta organización ya casi bicentenaria: el convulso presente —afirma— reclama
cuestiones que han sido la columna vertebral ideológica del carlismo desde sus
mismos inicios. En esta conversación celebrada en Gijón con motivo de una
visita a la ciudad para impartir una conferencia, rememora su trayectoria y
explica por qué. Como se decía en la ya citada entrevista para el diario
francés Libération, María Teresa
«tiene un contacto abierto y directo» y «habla con la sencillez de la gran
aristocracia: la persona que habla con ella se olvida rápidamente de que
conversa con la sobrina y ahijada de la última emperatriz de Europa, Zita de
Austria».
Usted nace en 1933 y
es hija de dos príncipes. Tuvo —imagino— una infancia aristocrática que sin
embargo se truncó bruscamente cuando estalló la segunda guerra mundial, durante
la cual su padre fue detenido por la Gestapo nazi.
No
puedo decir que tuviera una infancia aristocrática; no sé lo que es eso. Viví
una infancia muy normal. Mis hermanos y yo crecimos en el campo y, debido a la
guerra, con cierta dificultad, aunque también muy sumidos en la naturaleza. Y
en la historia: mi padre nos hablaba mucho de su experiencia vital; por
ejemplo, de cómo siendo joven había tenido que gestionar, a petición del
papa Benedicto XV, una
propuesta de paz separada entre los Aliados y Austria. También nos transmitió
mi padre su compromiso con España. Era un tema constante en él. Su detención
era algo que se podía esperar, porque la represión era tremenda. Recuerdo bien
nuestro miedo a que mi padre no regresara. Estuvo un año y medio en el campo de
concentración de Dachau y fue ejemplar en ello como en tantas otras cosas.
Después, nos contaba sus experiencias; lo que había vivido, que era tremendo;
pero jamás nos contaba cosas penosas. Más bien nos transmitía lo positivo.
Contaba por ejemplo que cuando un preso se escapaba, los nazis asesinaban a
otros diez, pero que había visto más de una vez a un preso acudir
voluntariamente a la muerte en lugar de otro por ser éste más joven o tener
hijos. También nos hablaba de un pequeño judío que se le había acercado (mi
padre tenía un carisma especial; la gente se fiaba de él) y le había
preguntado: «Señor, ¿me puede decir por qué nos odian tanto?». ¿Qué se le puede
contestar a un niño? Pues bien, él le había dicho: «Han olvidado que tú eres su
hermano; que ellos son tus hermanos. Y yo te pido a ti que no lo olvides
nunca». Ése era el tipo de cosas que nos contaba mi padre.
¿Qué significaba
España para su familia; para ustedes?
Significaba
algo con lo que estábamos muy vinculados. La verdad es que estamos vinculados
familiarmente a diversos países de Europa: a Francia, a Italia… Pero España era
el país hacia el cual teníamos una responsabilidad política. La diferencia era
ésa. Veíamos a amigos que nos traían cosas; que nos traían discos, regalos,
pero también exigencias. A nosotros nos resultaba muy interesante, como niños
que éramos, cómo aquella gente hablaba con mi padre. Era un momento tremendo,
en plena guerra civil, y recuerdo bien nuestra preocupación, como católicos,
por los asesinatos de sacerdotes que se cometían en el bando republicano. Yo
preguntaba: «¿El Gobierno es el responsable?». Y aquella gente me decía: «No,
pero deja hacer». Eso me llamaba la atención; y nuestro padre nos transmitía
que teníamos que trabajar para que eso no se volviera a repetir; que ésa era
nuestra responsabilidad como carlistas.
¿Cómo
se vivía la religiosidad en su familia?
De
una forma algo peculiar. Mi padre era un hombre enormemente piadoso; un hombre
de misa diaria. Sin embargo, era también un hombre de miras absolutamente
abiertas. No admitía de ninguna manera que se molestara a alguien en nombre de
la religión. Josep Carles Clemente,
el gran historiador del carlismo, a quien quisimos muchísimo, era agnóstico y
contaba que cuando estaba invitado en nuestra casa mi padre le pedía por favor
que le despertase para ir a misa a las seis de la mañana, momento en que Josep
Carles ya estaba despierto porque se levantaba muy pronto para trabajar; pero
que mi padre era muy respetuoso y jamás le había pedido que fuera con él. Era
muy respetuoso; y también decía cosas que hace sesenta años nadie decía. Por
ejemplo, decía que puesto que el sacerdocio era un sacramento y el matrimonio
otro, no eran incompatibles entre sí, sino todo lo contrario. Era, ya digo, un
hombre abierto, inteligente y bueno.
En
un momento dado, el carlismo experimenta una llamativa evolución ideológica
hacia el socialismo autogestionario. ¿Cómo vivió su padre, y cómo vivieron
ustedes, aquel cambio?
Naturalmente,
nosotros —mi hermano Carlos Hugo,
mis hermanas Cecilia y María de las Nieves, y yo— estuvimos
más implicados. Mi padre no podía vivir en España, porque Franco lo había
echado, así que fue a nosotros a los que tocó trabajar para que el carlismo
recuperara sus raíces históricas. Nosotros siempre entendimos que aquella
evolución, que hubo gente que no entendió, era muy lógica con respecto al
pasado de la lucha carlista y sobre todo a la reivindicación de los fueros. El
fuero, para nosotros, es el derecho de los pueblos. Para nosotros, España es un
conjunto de pueblos: por eso decíamos siempre las Españas, en plural. Y
el fuero es la identidad y la primera libertad de una comunidad. En España hubo
un divorcio total entre las aspiraciones populares y el Estado liberal
capitalista que se inició en 1833, y de ahí las guerras carlistas. Nosotros
creemos que debe existir un Estado español, pero que ese Estado no puede estar
divorciado de las identidades, la historia, las canciones, la manera de vivir,
los mitos, etcétera, de los distintos pueblos de España. Nosotros queríamos
engarzar aquel pasado con la modernidad, y a Carlos y a todos los que nos
acompañaron nos pareció que lo que mejor podía traducir en la actualidad esa
aspiración histórica, lo que nuestros ancestros habían querido, era el concepto
de autogestión. Proponíamos la autogestión en tres campos: el político, el
territorial y el económico. Pero no fue algo que le impusiéramos al pueblo
carlista, sino que lo elaboramos con él. Llevamos a cabo una enorme labor
cultural y política, vertebrada a través de cursillos de formación como los que
también hacían el partido comunista y la Iglesia. Siempre había resistencias,
claro, igual que la hubo con respecto a la estrategia de unirse a la oposición
al régimen y en muchos casos a quienes habían sido nuestros enemigos en la
guerra. Pero casi todos acabaron dándose cuenta de que aquéllos eran realmente
más amigos nuestros que el régimen franquista.
El carlismo, de algún modo, había ganado
y a la vez perdido la guerra civil.
La
perdió, sí, sí. La guerra fue enormemente trágica para el carlismo. El carlista
era un partido popular, y en absoluto podía estar de acuerdo con los que
ganaron la guerra, pero también era religioso. De todas maneras, me gustaría
desarrollar esto: el carlismo era religioso de una manera un poco especial.
Para el carlismo, la religión es un bien del pueblo; y la ha defendido como tal
bien del pueblo y no de la Iglesia institucional. Los curas que aparecen en las
obras de un autor carlista gallego al que todo el mundo conoce, Valle-Inclán, traducen bien ese
divorcio. La Iglesia jerárquica apoyaba unas estructuras inadmisibles para un
cristiano. Mi padre escribió una vez una carta a monseñor Tarancón, un prelado democrático, para
decirle que un cristiano no podía admitir un régimen como el de Franco, que era
contrario a la misión evangélica de la vida.
En el año 1957, su
hermano Carlos Hugo inicia su actividad política presentándose en Montejurra.
Sí,
sí. Fue una sorpresa, porque Franco no permitía a mi familia entrar en España,
y mi hermano tuvo que hacerlo clandestinamente. El pueblo carlista no conocía a
mi hermano y mi hermano no conocía al pueblo carlista, ni tampoco la realidad
de España. De hecho, antes de presentarse, pasó un tiempo viviendo en Bilbao,
en casa de un sindicalista carlista, obrero metalúrgico, Perico Olaortúa, porque quería conocer
la sociedad española. Para lo de Montejurra fue clave Javier Astrain (acaba de morir Ignacio, su hijo), que fue quien neutralizó las reticencias de los
líderes del carlismo navarro. Su aparición fue un momento bastante
extraordinario. Mi hermano dio un discurso que ya apuntaba a una renovación del
pensamiento carlista sin malbaratar su esencia.
A principios de los
años sesenta, el régimen accede finalmente a que entren en España.
Accede
a que lo hagamos las chicas. A mi hermano se le echó, pero con respecto a las
chicas, Franco —que no era estúpido—, dándose cuenta de que España era
profundamente republicana, tenía la ingenuidad de pensar que puesto que
estábamos promocionando una idea monárquica, podría aprovecharnos en su favor.
Nosotros también nos aprovechamos de él. Cuando llegamos a España, el saludo
carlista era «¡muera Franco!». Nosotros dijimos a la gente que debíamos ser
mucho más suaves; que había que disimular; que había que aprovechar en su
contra la relativa tolerancia del régimen.
¿Llegó a conocer a
Franco en persona?
Coincidí
con él en una ocasión. Yo estaba en un grupo que hacía entonces el servicio
social, y Franco vino en una ocasión a visitarnos. Fue la única vez que le vi
de cerca.
¿Qué España se encontraron? ¿Hubo alguna suerte de choque
entre la España idealizada que habían crecido imaginándose y la real que se
toparon?
En
cierto modo, sí: la realidad siempre desborda lo que uno ha imaginado. Pero lo
que más nos sorprendió fue el calor humano de los españoles; la manera directa
de relacionarse de la gente siendo aquélla una sociedad clasista. Una amiga mía
nórdica, que se consideraba mucho más demócrata que los españoles y seguramente
tenía razón, se sorprendió mucho en una ocasión en que nos presentamos en una
casa a la que se nos había invitado y yo di un beso a la chica que nos abrió,
que era cocinera: «¿Aquí se besa a las cocineras?», dijo perpleja. Es decir, en
aquella España, la realidad humana desmentía considerablemente la realidad
política. Aquello nos sorprendió muy gratamente, porque era exactamente la
postura de mi padre.
¿Qué significaba para ustedes la monarquía, la idea
monárquica?
Teníamos
una idea clásica de la monarquía, pero bien entendida, de que la monarquía
nunca podía ser el régimen de una clase. La monarquía, para nosotros, debía ser
un instrumento en favor de una conexión entre todas las clases y de la
promoción de la clase trabajadora. Eso, mi padre siempre lo tuvo muy claro.
Usted, ¿sigue
considerándose o sintiéndose monárquica ahora?
No,
ahora no. Como demócratas que somos, los carlistas decimos que el pueblo
español tiene que escoger. Yo no soy ni monárquica, ni republicana: soy
demócrata. Hay monarquías democráticas como las del norte de Europa y hay
repúblicas autocráticas. Lo importante es que se respete la voluntad del
pueblo.
¿Qué
aspectos positivos le ve a la monarquía?
Un
aspecto positivo es el de ser el rey el último árbitro por más que
constitucionalmente no tenga ningún poder. Se trata de un arbitrio moral; un
último recurso para algunos casos. Pero ya digo: yo no soy monárquica; soy de
lo que el pueblo quiera escoger; y mi sobrino, el jefe de nuestra dinastía,
piensa lo mismo.
1962 fue un momento
icónico para su hermano: aquel año, pasó varias semanas trabajando en una mina asturiana, el Pozo Sotón, para
conocer de primera mano la realidad de la clase trabajadora.
Sí,
sí. Carlos guardó siempre un recuerdo maravilloso de aquello: trabó verdadera
amistad con sus compañeros y descubrió la mentalidad minera, que le sorprendió
muchísimo. Los mineros —me contaba entonces— eran gente generosa y noble.
También le resultó increíble cómo un minero podía levantarse y pronunciar un
discurso vibrante, con una dicción clara y una enorme capacidad para referirse
a la historia propia y a la de España. Algunos de los amigos mineros que hizo
vinieron luego a verle a Montejurra, lo que fue un detalle maravilloso. También
me contaba que en una ocasión, en un baile popular, quiso invitar a una chica
mona que era la hija del propietario de Gallina Blanca. La chica le dijo: «Yo
no bailo con un minero». Cuando luego descubrió la verdad, a la pobre chica no
hicieron más que tomarle el pelo.
Durante
aquella década, los mineros asturianos protagonizaron largas huelgas que
constituyeron un quebradero de cabeza serio para el franquismo. Y hubo un
momento hermoso en el que uno de los líderes de tales huelgas, Lito el de la
Rebollada, acudió a Helsinki a una cumbre de intelectuales entre los que se
encontraban Pablo Neruda, Jean-Paul Sartre e Ilyá Ehrenburg, para explicar a
éstos la huelga. Hay fotografías que los muestran escuchándole con atención y
que representan bien cómo en aquellos años hubo una intelectualidad que decidió
colocarse con humildad detrás de la clase trabajadora organizada.
Sí,
sí. Decidió escuchar al pueblo. Al presidente francés actual le sucede que es
un hombre culto, inteligente y yo creo que bienintencionado, pero no tiene
ninguna experiencia popular; y entonces, cuando habla al pueblo francés, no le
escuchan, porque no tiene esa vena.
Asturias no era una
región de tradición carlista fuerte; no al nivel de Navarra o Cataluña. ¿Cómo
era el carlismo asturiano en aquellos años?
Un
carlismo muy activo, muy beligerante. Yo no viajé mucho a Asturias, pero lo
poco que vine me pareció del carlismo asturiano que estaba muy vinculado a la
tierra asturiana y muy en línea con lo que queríamos: vinculación con la tierra
propia sin comprometer la unión de las Españas. Nuestra idea es ésa: ojalá que
no nos quiten ninguna de las Españas, pero si un pueblo escoge separarse, hay
que respetarlo, porque eso es el patriotismo; el amor a los pueblos, no a un
símbolo que ya no quiere decir nada. Todo el asunto de Cataluña radica ahí.
A
finales de los sesenta, su familia es expulsada de España.
Sí.
Yo me escondo para seguir siendo el vínculo con mi hermano. Me voy a Valencia,
donde vivo con Laura Pastor y Luis Menéndez de Luarca. Fue una
experiencia interesante y a la vez divertida, porque el jefe regional carlista
de Valencia, Rafael Ferrando, me
dijo: «No salga nunca de aquí, porque la policía puede prenderla», pero yo
salía todos los días, porque me encanta el mar, e iba a las playas. Rafael me
decía: «¡La veo muy morena!». Y yo le respondía: «Sí, porque me pongo junto a
la ventana…» (risas). Me veía con mucha gente de los partidos de izquierda con
los que estábamos conectados, y entre ellos el PCE y el FELIPE.
Las relaciones con el
PCE, ¿eran siempre buenas?
Sí.
El PCE era entonces realmente un partido popular, y nosotros también. Y éramos
dos pueblos que habían luchado muy sincera y muy sacrificada mente por sus
ideas en bandos opuestos de la guerra civil, pero que a esas alturas se
respetaban. Yo me acuerdo de reuniones en las que un carlista y un comunista se
preguntaban mutuamente dónde habían estado en Teruel o en cualquier otra
batalla, y el uno le decía al otro: «Sí, estuve, y no pude contigo, porque eras
demasiado pequeño»; bromas de ese tipo. El entendimiento a nivel de líderes era
más difícil, porque tampoco compartíamos totalmente, ni mucho menos, las ideas
del partido comunista. Pero no dejaba de ser bueno. Carrillo era un hombre inteligente, y Dolores Ibárruri una mujer extraordinaria, hija y nieta de
carlistas.
Usted llegó a
conocerla, ¿no es así?
La
conocí, sí, sí. Y era una mujer impresionante; un ejemplo de dignidad. Antes,
ya me había hablado de ella José María
Valiente, que fue en un momento dado nuestro secretario general y que
había sido diputado en el parlamento español durante la República. Me había
contado que Dolores Ibárruri hablaba muy bajo y luego iba subiendo el tono, y
que era impresionante escucharla. Valiente no era en absoluto de izquierdas,
pero le reconocía eso a Dolores Ibárruri. Él —me decía— cuando tenía que hablar
en el Congreso se pasaba tres días sin comer ni dormir, aunque luego hablaba
formidablemente.
Sí,
creo que sí, que fue sincera. Por nuestra parte también lo era. El objetivo era
derribar al régimen. Nosotros hicimos una importante labor de concienciación de
la gente y de la burguesía española para superar los miedos que despertaba la
idea de un cambio de régimen. Explicábamos a la burguesía que aquél era un paso
ineluctable y que si se resistían sería mucho peor para ellos. Hubo que
trabajar muchos consensos en aquel entonces. La sociedad europea también nos
miraba con simpatía y a la vez con desconfianza; decía: «Pero esta gente, ¿a
dónde quiere ir?». Verdaderamente, queríamos ir más lejos que la democracia
europea, y esto despertaba miedo en las entidades políticas europeas, y también
en otros partidos y fuerzas de la oposición. Pero cuando el PCE lanzó la Junta
Democrática, el Partido Carlista se adhirió. Teníamos claro que lo primero era
derribar el régimen, y después ya veríamos.
En el año 1974,
abandonan la Junta Democrática de España por no reconocer el derecho de
autodeterminación.
Sí.
También nos parecía que se daba demasiada importancia a las personalidades
presentes y no a los colectivos representados. Por eso nos pasamos a la
Plataforma de Convergencia Democrática. Pero en cuanto entramos, nos pusimos
enseguida a trabajar por la unidad. Y hubo bastante pelea, porque la unidad
entre las dos plataformas era muy dificultosa, pero al final lo conseguimos con
la ayuda de todos. Yo estoy muy orgullosa de haber sido la que anunció a la
prensa mundial la unidad en París. Lo fui únicamente porque era la que mejor
hablaba francés, pero estoy muy orgullosa de haberlo sido. Dije: «Se decía que
la oposición española era incapaz de unirse: pues bien, ¡estamos unidos!». Para
mí, es un recuerdo extraordinario. Lo cuenta el documental de Victoria Prego: «Una militante
carlista anuncia…».
Usted era responsable
de relaciones internacionales del Partido Carlista. ¿Qué significaba ese papel;
cuál era su labor?
Vencer
el relativo miedo europeo y dar a conocer la realidad española. La gente en
Europa no conocía ni la dureza de la represión ni su carácter solapado:
militantes de partidos políticos que no podían trabajar en una fábrica,
abogados que perdían sus clientes, etcétera. Eso en Europa se ignoraba mucho, y
nuestro papel fue responsabilizar a Europa; decirles: «Sois una organización
democrática y estáis con los brazos cruzados. Venís a España para disfrutar de
las playas y los empresarios se aprovechan de que los salarios aquí son bajos,
pero estáis ayudando al régimen; sois cómplices, y tenéis que ayudarnos». Estuvimos
en todas partes: en Bélgica, en Rusia, en Holanda, en Estocolmo…
En 1976 se producen los sucesos de Montejurra: un
ataque de individuos de extrema derecha armados con la connivencia de la
Policía y de la Guardia Civil contra los participantes en el tradicional acto
carlista, que se saldó con dos muertos. ¿Cómo lo recuerda?
Fue
atroz y a la vez interesante: el régimen se había dado cuenta de hasta qué
punto el carlismo podía representar un puente entre las dos Españas. Mi padre
era conocido como un hombre sabio y piadoso y por lo tanto la España
tradicional podía fiarse de él, pero por otra parte, nuestro programa político
era totalmente de izquierdas. Era posible, ya digo, que nosotros uniéramos de
algún modo a las dos Españas, lo que no podía hacer ni un partido de derechas
ni un partido de izquierda radical. Nos atacaron por eso. Recuerdo que gente
que no tenía nada que ver con nosotros, intelectuales franquistas, escribían la
víspera que había que reconquistar Montejurra. ¿Qué reconquista? Montejurra era
totalmente del Partido Carlista. Nosotros tuvimos grandes dudas en la víspera,
porque mucha gente nos aconsejaba, vistas las amenazas, suspender el acto. Pero
no podíamos suspenderlo por una razón: de todos modos, el pueblo carlista
hubiera ido; y sin la estructura organizativa del Partido, el choque hubiera
sido muchísimo peor. Nosotros insistimos mucho en la consigna de que la gente
debía ir muy tranquila y sin armas. Para mí, lo que sucedió fue muy doloroso,
porque mi hermano me había prohibido asistir. Él fue con Irene, su mujer, y con mi hermana, María de las Nieves, pero
probablemente consideró que si le pasaba algo, alguien tendría que recoger la
responsabilidad del movimiento carlista. Yo me quedé en Pamplona y fue allí
donde supe de lo que había sucedido. Fue terrible; y después intentaron la gran
estafa de atribuirlo a ETA, pero la prensa estaba allí, y toda la oposición
estaba allí, incluido el PCE, así que no pudieron engañar a nadie.
¿Cómo vivieron las
elecciones constituyentes de 1977, a las que el Partido Carlista, que no fue
legalizado por no reconocer a la monarquía juancarlista, no pudo acudir?
Fue
muy doloroso. Recuerdo a un periodista que había escrito: «¿Qué va a pasar con
los dos PC?». Se refería, claro, al partido comunista y a nosotros. Y lo que
pasó fue que en el último momento, Suárez
decidió legalizar al PCE el Sábado Santo, cuando todo el mundo estaba en misa o
en la playa, pero a nosotros no. Fue un golpe muy duro. Aquél era el momento en
que el pueblo español iba a conocer a los distintos partidos, pero a nosotros
se nos impedía darnos a conocer. Además, no teníamos los apoyos financieros
extranjeros de los que otros partidos, como el PSOE, sí disfrutaban. El PSOE,
que era un partido con un pasado muy glorioso pero no había estado presente en
la lucha antifranquista; el PCE, los demócrata-cristianos, etcétera, tenían
apoyos foráneos, pero nosotros no. Entonces hubo una duda en el Partido
Carlista sobre si introducirnos en los movimientos sociales, que era la tesis
que yo defendía. Pero nuestra gente no quiso, porque éramos un partido y como
partido teníamos que seguir.
En 1979, el Partido
Carlista enfrenta una enorme crisis.
Sí,
sí. Además, la abdicación de mi padre hizo que fuera Carlos el que ostentara la
responsabilidad dinástica y que, por tanto, no conviniese que siguiera
dirigiendo el Partido. Seguimos manteniendo una conexión muy intensa, pero ya
no estábamos propiamente hablando dentro del Partido.
En
la actualidad hay al menos dos partidos que se reclaman herederos del carlismo
histórico: el Partido Carlista, que se mantiene en posiciones de izquierda
socialista, y la Comunión Tradicionalista Carlista, de extrema derecha y
acaudillada por su hermano Sixto Enrique. ¿Puede considerarse, a su juicio,
carlista a esta formación?
No,
no, de ninguna manera. Ese partido no tiene absolutamente nada que ver con el
carlismo histórico. Si lo tuviese, lo reconocería, pero ni los hombres ni las
ideas de ese partido son carlistas. Se trata de un montaje del régimen
franquista que ha persistido y al que la izquierda ayuda a sobrevivir por su
estupidez, recordando del carlismo sólo los momentos de enfrentamiento y no la
fraternidad que también llegó a haber. El Partido Carlista es el único partido
político que mantiene la continuidad del carlismo histórico. Por eso la
representatividad legítima del carlismo únicamente corresponde a mi núcleo familiar
y al Partido Carlista.
¿Qué
significa, puede o debe significar actualmente ese Partido Carlista ya muy
disminuido y que a duras penas sobrevive en algunos municipios de Navarra?
Yo
creo que es un buen momento para que el carlismo repunte, porque los partidos y
las estructuras políticas vigentes están en crisis. Hoy hay una ola libertaria
que se parece mucho a lo que nosotros fuimos históricamente. Hay grupos
políticos que están teniendo éxito en toda España —en Cataluña, en Euskadi,
aquí en Asturias, en Galicia o hasta en Madrid— y que yo veo como muy próximos
a nuestra propia experiencia histórica; y yo creo que el carlismo debería
juntarse con ellos para construir pacíficamente algo nuevo con los pueblos de
España. Tengo mucha esperanza. Es nuestro lema, y las cosas no son boyantes en
este momento, pero yo confío mucho en el pueblo español y en los pueblos de
Europa.
Cuando
el Partido Carlista entró en crisis, sucedió algo curioso: dependiendo de qué
parte del ideario carlista importara más a cada cual, hubo gente que migró
hacia el PSOE y gente que lo hizo a los distintos nacionalismos periféricos, e
incluso a Herri Batasuna en el País Vasco. Tal y como también sucedió con el
PCE, acabó habiendo excarlistas en todas partes.
Pero
eso es natural. Cuando un partido no tiene éxito como tal partido, es natural
que se desaten tensiones internas.
¿Sigue considerándose socialista en el sentido
profundo del término que ustedes reivindicaban?
Claro
que sí, sin duda alguna, sí. Seguimos queriendo una democracia socialista
fundamentada en las diferentes identidades de los pueblos de España. Y soy
optimista: creo que ese anhelo se corresponde bien con algo que empiezan a
reclamar todas las sociedades europeas. En Francia ahora hay una crisis
tremenda, y los chalecos amarillos han hecho muchas tonterías, pero
reclaman entre otras cosas una democracia ciudadana que es exactamente
lo que nosotros queríamos. Democracia ciudadana no quiere decir que todo
el mundo esté sentado en el Parlamento: sería absurdo. Quiere decir una
conexión mucho más real entre las bases populares y los cargos electos. Eso
existía de algún modo, por cierto, en el carlismo histórico, que reclamaba
cuestiones como el juicio de residencia (la revisión de las actuaciones
del funcionario público al término de su mandato, y también de los cargos que
pudiera haber en su contra) y el mandato imperativo, es decir, la
obligación de los cargos electos de cumplir las instrucciones de sus electores y
su responsabilidad directa ante ellos. Son elementos de la tradición carlista
que yo creo que podríamos recoger en términos modernos. El elegido tiene que
dar cuenta de su gestión y no puede ser un paracaidista cualquiera, sino que
tiene que provenir del propio pueblo. No otra cosa reivindicaba el carlismo,
así que yo creo que éste es un momento ideal en el que la aspiración histórica
y la actual coinciden de manera muy interesante.
Veo
a Francia como un país en crisis. Francia es un país muy democrático, pero muy
rígido en muchas cosas; es un país que tiene una aspiración democrática
profunda, pero cuyas élites actuales no responden a la sociedad actual, y de
ahí los desórdenes populares que han ido desatándose. Hay razones muy concretas
para tales desórdenes, pero también una de tipo ideológico: no hay ningún
partido que proponga lo que nosotros proponíamos. Lo comentaba antes: Macron es
un hombre relativamente bienintencionado, inteligente y joven, pero no tiene
ninguna experiencia popular; y cuando habla al pueblo francés, el pueblo
francés no lo escucha, porque no sabe cómo hablarle.
¿Cree que el Frente Nacional de Marine Le Pen, hoy
llamado Agrupación Nacional, ha tocado techo?
Me
temo que no. De la misma manera que en el pueblo de izquierdas hay una gran
ansiedad, también la hay en el pueblo de derechas. Marine Le Pen, que no es nada tonta, y sí muy hábil, ha logrado en
cierta medida conformar un partido popular. No hay ningún partido político que
sepa responder a las demandas que comentaba antes: el partido comunista ha
desaparecido y el socialista está muy lejos de sus bases. Y otro problema es
que hay muy poca cultura política. Mire, a mí hace muchos años me conmovió
muchísimo una experiencia que le voy a contar. Yo iba por primera vez a México
invitada por una organización de tipo muy, muy popular; y en un momento dado me
encontré con uno de sus miembros, que era un profesor de escuela y un tipo
culto. Estábamos en Chiapas, y empezamos a discutir sobre el concepto de la
muerte en las cosmologías azteca y cristiana; una discusión un poco difícil
pero que mantuvimos con pasión. De repente, miro a mi alrededor y ¿qué veo? A
la gente escuchándonos con un interés loco. Yo me dije: esto es el pueblo. El pueblo
quiere saber; quiere conocer. Al pueblo hay que llevarle los bienes culturales
de los que disfrutan las clases más pudientes, pero esto no se ha hecho en
España. La televisión española es una cosa tremenda. Francia está un poco
mejor, porque hay diversas entidades culturales que funcionan bien, pero
tampoco es suficiente. Y esa culturización es absolutamente necesaria;
responde, además, a una profunda exigencia popular; a una intensa sed de
cultura, de saber, para poder ser.
¿Qué le parece
Jean-Luc Mélenchon?
Me
parece un español de pura cepa (risas). Su padre, ¿sabe usted?, es español; y
su madre, italiana. Y yo creo que ese origen español explica su empuje. Habla
de maravilla; es el mejor orador de toda la política francesa. Y a veces
exagera o dice tonterías, y también incurre en estallidos de cólera que un
político no puede permitirse nunca, pero es un hombre interesante. El problema
es que tampoco ha sabido labrar una izquierda cohesionada.
Volvamos a España. El año pasado se cumplieron cuarenta
años de la promulgación de la actual Constitución. Hoy, ¿podemos decir a su
juicio que España disfruta de una democracia plena, o todavía queda camino por
recorrer en el aspecto territorial?
Creo
que España es una sociedad democrática, aunque no la democracia que nosotros
hubiéramos deseado. Pero es una democracia atravesada por diversos problemas.
Hay un político marroquí que ha establecido con mucha claridad lo que es una
problemática: un conjunto de problemas tan entrelazados que sólo se pueden resolver
si se resuelven todos. Él se refiere al Magreb, pero su análisis sirve para
España. Lo de Cataluña es un ejemplo claro: una nación que se rebela en contra
de una estructura impuesta y contra un Estado que en muchas ocasiones no ha
respetado su propia Constitución al negarle a los catalanes una expansión de su
Estatuto de autonomía que la Constitución, quiérase o no, permite. Para
nosotros, el asunto catalán es algo muy triste. Yo, personalmente, tengo muchos
amigos catalanes, y algunos son independentistas, porque hice un máster en
Cataluña. Y siempre les digo lo mismo: no estoy de acuerdo con vosotros, pero
os comprendo, y además no estoy de acuerdo con Madrid. No se le puede negar a
un pueblo su deseo más profundo. El patriotismo no es agitar una bandera; es
amar a los pueblos que conforman la patria. Al pueblo catalán, en cambio, se le
ha despreciado, porque se le han negado derechos. Yo he tenido discusiones
terribles con respecto a esa crítica continua a Cataluña, y también con
independentistas.
De
todas maneras, del mismo modo que existe un nacionalismo español catalanófobo,
también existe una hispanofobia catalanista. El actual presidente catalán, Quim
Torra, ha llegado a hablar de «baches en el ADN» de los españoles.
Sí,
es cierto. Por eso digo que he tenido discusiones. La cuestión es que una cosa
provoca la otra; cada exceso de los unos provoca un exceso de los otros. Otro
exceso ha sido la acusación de rebelión armada. ¡Por favor, no es así: si los
catalanes han sido ejemplares…! Yo tengo amigos de derecha —¡de derecha!— en
Francia que me dicen: «Pero ¿qué hacen en España poniendo a los políticos en la
cárcel? ¡Eso es franquista!». Yo no estoy de acuerdo con la separación de
Cataluña: creo que para España sería terrible y para Cataluña también. Pero
puede haber una unión distinta de la que hay, y se les puede escuchar. En todo
caso, si el pueblo catalán decidiera separarse habría que respetarlo. La unión
de un pueblo debe estar basada en la aceptación mutua. Esa aceptación pasa en
primer lugar por conocerse. Yo tengo la sensación de que entre Cataluña y el
resto de España no hay un verdadero conocimiento mutuo. En cuanto la gente se
conoce, la cosa cambia; pero la gente no se conoce.
Cambiemos de tercio. Usted es experta en el mundo árabe.
Sí.
El mundo árabe siempre me ha interesado mucho. A fin de cuentas —y no sé si se
puede decir esto en Asturias (risas)—, en España somos muy árabes. Tenemos
muchas costumbres árabes para bien y para mal; también judías y bereberes. Y a
mí, el árabe es un pueblo que siempre me ha atraído. Tienen rasgos muy
parecidos a los nuestros: el calor humano, la generosidad, la alegría, la
susceptibilidad extrema, la dificultad de doblegarse ante una disciplina… Y es
una historia maravillosa la de los árabes en España: el Califato de Córdoba fue
un momento muy brillante de la historia europea. Los cristianos, los musulmanes
y los judíos trabajaban juntos e Ibn Rushd,Averroes, decía que la razón y la religión no se tenían que
anteponer la una a la otra y que en caso de que las afirmaciones de la religión
negaran las de la razón había que interpretarlas metafóricamente. Santo Tomás de Aquino tomó eso de Averroes
para decir que Dios era la causa primera y que los hombres eran las causas
segundas. Ahí está el origen del pensamiento democrático europeo: lo sacamos
del islam. El drama del islam es que lo pensó primero y no lo supo aprovechar.
¿Cómo
ve la situación actual del mundo árabe?
Es
un momento muy difícil, porque hay grandes tensiones: en primer lugar, la gran
disputa entre chiismo y sunnismo, que es algo muy trágico. Por otra parte, la
famosa problemática a la que me refería antes, que no está resuelta, y que
provoca el crecimiento absurdo de un fanatismo religioso que para mí no tiene
nada que ver con las Escrituras; es algo que ningún creyente del islam debería
reconocer como suyo. El problema es que como no hay Iglesia en el islam,
tampoco hay una autoridad que se niegue a esto. Últimamente me ha parecido muy
positiva la firma por el papa Francisco
y el imán Ahmad al-Tayeb, la
autoridad máxima de la Universidad de al-Azhar de El Cairo, de un documento
diciendo que en nombre de Dios jamás se puede matar. Es algo simbólico y muy
importante que espero que tenga alguna vigencia.
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