Parte de la nave central del Osario de Verdún |
Todo
parece confabularse para que ochenta años después de terminada la última Guerra
Civil Española, la de 1936 a 1939, el conflicto recobre vida. En los últimos
quince días, el Tribunal Supremo, la misma institución que durante los cuarenta
años de franquismo estuvo confirmando sentencias de muerte de dudosa legalidad
y ninguna moralidad, ha declarado que el dictador salga de su actual sepultura
en Cuelgamuros y sea trasladado a no sé donde, un director de cine ha estrenado
una película subvencionada por el erario público y con más errores históricos
que un examen de Historia suspendido sobre el incidente entre Millán Astray y
Unamuno durante la inauguración del curso académico 1936-1937 en Salamanca y
finalmente unos politiquillos de tres al cuarto comparan la exhumación de
Franco con la quema de conventos e iglesias o acusan a las llamadas "trece
rosas" de "torturar, asesinar y violar", cuando ni siquiera el
Consejo de Guerra que las condenó a muerte las imputó tales delitos. Son tres
ejemplos llamativos que ponen de manifiesto en manos de quién está la
Administración de Justicia, la Cultura y el Gobierno de este país. Saquen los españoles
sus conclusiones, si es que saben y quieren sacarlas.
En ochenta años los protagonistas de
aquellos acontecimientos han desaparecido al recaer sobre ellos la inexorable
ley de la naturaleza, en ochenta años nacen más de tres generaciones, con sus
propios anhelos, problemas y preocupaciones y en ochenta años los temas que eran de vivo interés y fervoroso debate pasan
a ser meros temas de estudio histórico pero no primera meta de una política de
vivos, esto es, una política contraria a una política de muertos, pues si la
política tiene por objeto el buen gobierno este debe ser sobre los vivos y no sobre
los muertos. En los ochenta años que median entre 1871 (final de la Guerra
Franco-Prusiana) y 1951 (firma del Tratado de Paris que constituyó la Comunidad
Europea del Carbón y del Acero), con tres guerras de por medio que ocasionaron
millones de muertos, la enemistad entre franceses y alemanes ha sido superada y
tanto Francia como Alemania se han convertido en motores de la política y de la
economía europea y si hace ochenta años
los caídos en Verdún reposaban en cementerios separados, con claras
diferenciaciones entre los vencedores y los vencidos, hoy los restos sin
identificar que siguen apareciendo por lo que fue el campo de batalla,
descansan en un osario construido, hace ochenta años, por los vencedores a
su mayor gloria sin reparar en el bando
en que sirvieron aquellos que jamás envejecerán y sin que nadie se escandalice
que restos germanos descansen bajo la Croix de Guerre y la bandera francesa.
Una
guerra, cualquier guerra y más una guerra civil, es una tragedia, pero no, o no
solo, como se suele considerar una tragedia colectiva sino, sobre todo,
constituye una suma de infinitas tragedias individuales que no puede consolar
ni siquiera la victoria. La exaltación de la victoria, y, no nos engañemos,
todo bando vencedor de cualquier contienda la exalta incluso con una obscenidad
repugnante, tiene por objeto buscar un "sentido" a la destrucción, a la muerte y a la deshumanización que la ha
precedido porque ese "sentido" acalla las conciencias de los vencedores, la inmensa mayoría de los
cuales, aunque no lo sepan también son perdedores. Perdedores porque han perdido
a algún amigo o ser querido, pero, sobre todo, perdedores porque han visto como sus
esperanzas e ilusiones son defraudadas por una minoría que, sin arriesgarse y
sin mancharse de sangre y barro, son los verdaderos y únicos beneficiarios del
sacrificio ajeno y de la victoria. Y que nadie se engañe porque como bien dijo
el Duque de Wellington tras la batalla de Waterloo: "No hay nada peor que
una victoria, a excepción de una derrota".
Lo
cierto es que no hay tragedia, por grande que sea, que el tiempo no cure. El
tiempo es un médico muy curioso y muy competente: hace que los ejércitos se desvanezcan, los ánimos se sosieguen
y las causas que nos enfrentan desaparezcan, pero para eso es imprescindible
que le dejemos actuar y que los dirigentes políticos y los representantes de la
cultura se comporten con responsabilidad no queriendo rentabilizar las heridas
impidiendo su completa cicatrización, porque de lo contrario, las heridas se
ulceran, se convierte en eternas y el pasado deja de ser pasado para no dejar
de ser presente con todo lo que ello implica.
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