Con 108 años nos ha dejado mi madrina, la tía Agustina,
que para todos los hermanos fue una segunda madre. A su edad, llevaba ya mucho
tiempo hablando de su muerte y disponiendo las cosas que tendríamos que hacer
los que la sobreviviéramos, le encantaba organizarlo todo. Hace unos días me
dijo: "Si escribes algo cuando muera, di que soy la última
margarita". No sé si realmente era la última, porque las mujeres de su
generación salieron muy resistentes y hay muchas centenarias, pero en todo caso
si será una de las últimas.
Las
margaritas eran la asociación de mujeres carlistas en las primeras décadas del
siglo XX, tomaban el nombre de la esposa de Carlos VII. Mi tía no habría podido
ser otra cosa porque había nacido en una familia carlista en un pueblo
mayoritariamente carlista, Etxauri, en aquella Navarra rural, profundamente
tradicional y conservadora donde el carlismo estaba tan arraigado, y no tanto
entre las clases privilegiadas sino entre el campesinado. Pero quienes desde el
presente suelen identificar el carlismo con un partido de extrema derecha, sin
más matices, desenfocan lo que significó en aquellas épocas, sin tener en
cuenta que fue un movimiento muy complejo y que cuando, en el franquismo, se
disgregó, sus diversas tendencias desembarcaron en partidos de todo el
espectro, de la extrema izquierda a la extrema derecha.
Mi tía
Agustina se educó en aquella sociedad peleada con la modernidad, anterior a la
industrialización acelerada y al éxodo rural de hace poco más de medio siglo,
pero no fue una persona cerrada al progreso. Seguía orgullosa de haber
pertenecido a las margaritas, fueron de las primeras mujeres que, sin ser
feministas, intervinieron activamente en política, cuando todavía ni siquiera
tenían derecho a voto. Contaba, entre risas, que ella fue la primera que usó
traje de baño en su pueblo, en un tiempo en el que las mujeres se bañaban en el
río con una larga y pudorosa bata, y que el párroco la llamó para echarle una
reprimenda. Devota católica que nunca sintió nostalgia por los ritos
tridentinos, asumió perfectamente las novedades del Concilio Vaticano II y
apoyó a la rama renovadora del carlismo que evolucionó al socialismo
autogestionario.
A veces
me sorprendían sus opiniones, una curiosa mezcla de ideas anticuadas con otras
muy avanzadas. Se lamentaba de no poder votar ya a los carlistas y me
consultaba sobre a quién podía votar, con la queja de que ya no entendía nada,
lo que era cierto solo a medias. No había perdido facultades mentales, pero el
mundo en el que vivía ya no era el suyo y le parecía incomprensible, algo nada
extraño porque a los de las generaciones siguientes también nos parece a menudo
absurdo e ininteligible. Pero siempre iba a votar, la última vez con sus 107
años, convencida de que es una obligación cívica, y solía decir que, si había
referéndum sobre la monarquía, ella iría a votar por la república.
Sus
últimos años no fueron felices, en una dolorosa dependencia que, tras haber
sido una mujer tan activa y trabajadora, llevaba con resignación. Había perdido
la vista, parte del oído y, con los huesos cada vez más maltrechos, estaba
confinada en la silla de ruedas y preparada para la muerte. Una vez le oí
lamentarse: "Dios se ha olvidado de mí".
No, no
la había olvidado, pero nos la prestó unos pocos años más. Ahora, al fin, la ha
llamado para descansar en paz.
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