De todos es conocido que la
actividad política en nuestro país, pero
también en todos los demás de nuestro entorno, viene sufriendo una progresiva
degradación que se manifiesta en la aparición de numerosos casos de corrupción,
en la pérdida de su carácter de servicio público entre los individuos que se
dedican a ella y en la falta de ideas novedosas y atrevidas para enfrentar los
tiempos difíciles.
Es precisamente en el plano de las ideas o, mejor dicho,
en el de la ausencia de las mismas; donde todas los líderes políticos muestran
tendencia a refugiarse en unas pocas expresiones que forman una serie de
lugares comunes que, pretendiendo expresar en pocas palabras grandes conceptos,
no son más que la manifestación de la vacuidad y evanescencia del pensamiento
de quienes las pronuncian. Los lugares comunes de la política pueden ser
“grandes” o “pequeños”, los primeros son aquellos que pretenden ser de universal o, al menos,
amplia aplicación siendo los segundos aquellos que solo tienen una aplicación
restringida o son patrimonio, prácticamente en exclusiva, de los políticos de
un estado concreto.
Dentro de los “grandes” lugares comunes de la política
nos encontramos con tan cacareadas expresiones como “los valores de Occidente”
o “los valores republicanos”.
Por lo que se refiere a “los valores de Occidente”,
valores que ya tratamos de descubrir y explicar en un anterior artículo de “ElChouan Ibérico”, resulta curiosa la general alusión a tal lugar común por parte
de los políticos de toda tendencia, ninguno de los cuales se ha molestado jamás
en explicar que entienden por “los valores de Occidente” y en qué consisten
éstos. Evidentemente la existencia de
unos “valores de Occidente” implica la existencia también de unos “valores de
Oriente” que se le oponen y se le enfrentan, pero de esos “valores de Oriente”
que parecen estar en pugna con los “valores de Occidente” nadie hace
referencia, tal vez porque no existan o simplemente porque para los defensores
de “los valores de Occidente” les sean totalmente desconocidos. En cualquier
caso, todos debemos defender los “valores de Occidente” que deben prevalecer en
cualquier circunstancia sobre los otros, sobre los que deben ser los “valores
de Oriente”. En realidad, la ausencia de definición de este lugar común nos
permite englobar en el término “los valores de Occidente” cualquier cosa o
invención de última hora, de tal forma que “valor de Occidente” puede ser la
práctica tradicional más inmemorial que
pueda practicarse en lo más profundo de la Selva Negra o la novedad más reciente
aparecida en el Sudeste Asiático y que pueda interesar (pues es precisamente el
interés de cada momento lo que define “los valores de Occidente”) al político
de turno. Lo qué tal vez si pueda explicarse o justificarse sea el recurso
generalizado a este lugar común de la política por parte de todas las
tendencias y facciones ya que en un planeta redondo, y al menos geográficamente,
todos los seres humanos somos tan occidentales como orientales, así por ejemplo
los españoles somos occidentales respecto a los mismos franceses mientras que
somos orientales respecto a los norteamericanos.
Curioso es el lugar común que hace referencia a “los
valores republicanos”. Este lugar común político tiene su origen en la
Revolución Francesa de 1789 y aunque parece circunscrito a Francia, las Guerras
de la Revolución lo expandieron por todo
el mundo convirtiéndose en un lugar común “grande” de la política universal
aunque puede tener variaciones
terminológicas según el país o estado en el que se recurra al mismo. Así
mientras en Francia se hablará de “los valores republicanos”, en Estados Unidos se hablará de “los valores
norteamericanos”, no obstante, y como siempre ocurre cuando se trata de lugares
comunes, ni en Francia ni en Estados Unidos se explicarán en qué consisten
dichos valores. Presumiblemente, los “valores republicanos” se enfrentan a
otros valores que por pura lógica deben ser antagónicos aunque no queda claro
cuáles son y en qué consisten. En principio, los “valores republicanos”
aparecerían enfrentados a unos supuestos “valores monárquicos”, pero con el
transcurso del tiempo a “los valores republicanos” le han ido apareciendo más
supuestos valores antagónicos hasta tal punto que los susodichos valores se
definen por eliminación como todo aquello que en cada momento apoya, cimenta, confirma
y defiende el poder establecido de tal forma que la apelación a “los valores
republicanos” o a su defensa suele significar exclusivamente una llamada a la
“Unión Sagrada” en defensa del orden público y de la seguridad del estado por
lo que “los valores republicanos” constituyen tan solo una transcripción
poética de la prosaica expresión “¡Viva el Orden y la Ley!”.
Hasta aquí nos hemos
referido a dos de los grandes lugares comunes de la política contemporánea, los
cuales siempre hacen referencia a valores o principios axiológicos que
pretenden una aplicación universal siendo por ello, precisamente “grandes”
lugares comunes en contraposición a los “pequeños”. Sin duda existen más
“grandes lugares comunes” de la política pero no se trata de hacer una
exhaustiva relación comentada, tarea que sería más propia de un libro que de un
breve artículo como este.
Ahora vamos a intentar tratar algún “pequeño” lugar común
de la política, que por su condición de “pequeño” se localiza en un concreto
estado o circunstancia y concretamente en todos los discursos de los dirigentes
de la casta política española. Curiosamente la política española no es
prolífica en la creación de lugares comunes autóctonos haciendo propio el recurso
a los “grandes” lugares comunes de utilización política universal seguramente
porque los distintos miembros de nuestra casta política resultan tan inútiles e
incapaces de hacer frente a nuestros problemas nacionales que su máxima
aspiración es disimularlos entre los problemas mundiales en la ilusoria
creencia que los de fuera pueden sacarnos las castañas del fuego y
solucionarnos gratuita y generosamente nuestras cuitas y cuestiones vitales.
Desde luego, no cabe duda de que el mayor lugar común al
que recurren los representantes de nuestra casta política es aquel de
"hacer valer lo que nos une". De un tiempo a esta parte no hay personalidad
pública, de mayor o menor relieve, que no recurra a este lugar común como si la
insistente repetición del mismo fuera como el bálsamo de Fierabrás que todo lo
remedia. Como es el caso de todos los lugares comunes, grandes y pequeños, este
constituye una bonita frase que carece de contenido pues por mucho que se
repita por doquier, hasta la fecha nadie nos ha explicado qué es lo que hay que
hacer valer y qué es lo que nos une mientras que por lo contrario sí que deja
patente que hay algo que nos separa y alguien que lo desea hacer valer. Si
desde hace más de quinientos años los españoles hemos constituido un estado que
tuvo momentos de gran esplendor y momentos de crisis y decadencia es porque,
evidentemente, había muchas cosas que unían a los españoles, les animaba a
permanecer juntos y juntos enfrentarse a
las dificultades; ahora bien si esa unión es hoy cuestionada será, atendiendo a
la pura lógica, porque se han creado razones y motivos que nos separan y más valiera
buscar y conocer esos motivos y razones que no apelar genéricamente "a lo
que nos une" y que en todo momento nuestros propios dirigentes ignoran lo
que es. Echando un rápido vistazo a la actual realidad española resulta que los
más nimios motivos sirven para el enfrentamiento y la polémica: la historia
pasada, el deporte, la lengua, la sexualidad, el cine y hasta el sentido del
humor... con este panorama el recurso al
lugar común de "hacer valer lo que nos une" parece ser la salvífica
salmodia de aquellos que, por acción u omisión, han hecho todo lo posible y aun
más para permitir, crear y exaltar lo que nos separa y desviar de ellos el dedo
acusador de generadores del problema.
En fin, el recurso al lugar común en política ha
sustituido al argumento y a las ideas y permite al político instalarse en la
comodidad de la frase grandilocuente que sirve lo mismo para prometer los
cielos como para justificar los infiernos al tiempo que oculta su más completa ignorancia
e incompetencia con la apariencia de estar en posesión de las más arcanas
sabidurías.
3 comentarios:
Yo, los valores comunes los veo como sagrados, para mí, y sólo para mí, no quisiera convencer o hacer proselitismo de mi idea, o sentimiento, los valores sagrados del ser humano cultural son o están representados, como en un nudo gordiano, el que sólo con la espada pudo romper Alejandro, con las figuras de un Padre simbólico sagrado, humano y divino, en el ámbito humano puede ser un rey constitucional, que ha de ser respetado, admirado o simplemente querido por sus súbditos o mejor ciudadanos, una figura que represente la máxima simbolización del estado, nación o pueblo, y que su labor sea meramente simbólica, de por vida y de garante de la legalidad, democrática. Y en el ámbito divino la religión, que ha de tener un Dios, dioses, santos, ángeles y demás figuras según cada pueblo.
El segundo eje o figura sería la familia, es la base de toda cultura, de casi todo sentimiento y de todo arquetipo.
La tercera figura sería la espiritualidad, Dios, los dioses, los santos, etcétera, todo tipo de representación yin, que ha de sustentar en el anonimato y como la parte del rombo trófico a la parte yang, siempre el yin en su capacidad creadora, aunque también destructiva, en ciertos casos y oculta.
Y finalmente la idea del Símbolo, el símbolo universal, esa operación de resta entre (yang-yin) que da como resultado el pene y de (yin-yang) que da como resultado el Y, es decir XX menos XY, en cuanto que esta última resta da como resultado la artificialidad del yang y su contrapeso al pene de éste con respecto al yin; y finalmente como conjunción de los dos el Símbolo, lo sagrado del falo, que es donde se sustenta toda cultura, toda asimetría de los sexos, pese a su igualdad de derechos y leyes. El símbolo, tan buscado por todas las culturas no es más que ese poder simbólico, esperanza, o falo que las mujeres esperan de un hijo o de un hombre y el macho obtiene, siempre sin llegar a poseerlo, del deseo por una mujer, ésta es la base de toda civilización y de toda cultura, junto a la idea de Dios, si hablamos filosóficamente o Dios mismo si lo hacemos desde la espiritualidad.
Yo creo que todo lo demás es el bla, bla, bla, de que hacen gala no sólo políticos, sino incluso literatos o filósofos, y son estos últimos los que de alguna manera han de salvar, estos valores, en contra de la corriente y de la marea mediática del olvido y de la guerra, aunque últimamente he llegado a pensar que cada ser se lleva con su muerte a su mundo consigo, para, en un acto de amor y al morir salvarlo y salvarnos llevándonos a una dimensión posible.
Y como cuarto elemento más uno están las mujeres, esa envidia del pene que posee la mujer y que hace que luche por desenmascarar constantemente al varón y que nos permite en su faceta positiva avanzar dialécticamente o deconstructivamente hacia el progreso, o hacia lo que dentro de muy poco, y quiero ser optimista, nos dará el cambio de consciencia, pero sólo si sabemos respetar, de una manera u otra, los anteriores cuatro postulados.
Les dones volia dir, no la dona.
Vicent Adsuara i Rollan
Las mujeres que no la mujer, quería decir.
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