Hemos recibido de un lector la siguiente reflexión que a continuación reproducimos íntegramente sobre un famoso personaje que ha empezado a emerger de las sombras y parece ir ascendiendo en el panorama político español.
"Por eso, el hijo de Carmen, Luis Alfonso de Borbón
firma como Alteza Real, y los Carlistas siguen
luchando porque él fuera el monarca español."
La
irrupción de Luís Alfonso no es una propuesta pintoresca, extemporánea o
ridícula. No. Sus nuevas aspiraciones dinásticas pueden tener más recorrido de lo que aparentemente se pueda
suponer. Los partidarios de Sixto han llegado demasiado lejos. Bien está reivindicar
un Carlismo radicalmente tradicionalista. Bueno es condenar por satánico al
Papa Francisco y aliarse -de hecho- con el lefevrismo. Pero marcar distancias
con VOX, aunque sea por la derecha -que ya es tarea complicada-, no es
políticamente correcto ni funcionalmente aceptable, porque impide cualquier
instrumentalización política del tradicionalismo. De tan ultras, su reino ya no
es de este mundo. Pero hay que reconocerles una coherencia doctrinal pétrea y
un discurso monocorde y sin fisuras. Saben mantener los rescoldos y el tipo.
El
nuevo pretendiente puede concitar adhesiones y lealtades entre esos tradicionalistas
que, cariñosamente, los podíamos definir como “vergonzantes”, pero buenas
personas con certificado de la Guardia Civil y del párroco del lugar. No son
tradicionalistas de manual, ya no los hay como Nocedal o los de “El Siglo
Futuro”, o mesiánicos y apocalípticos como el Padre Corbató. Son otra cosa:
descafeinados y desventados doctrinalmente, pero inequívocamente ultras-ultras
en lo político. Esos tradis que se distancian públicamente del franquismo,
aunque íntimamente lo añoran. Acatan nominalmente la autoridad papal, pero
rezan para su conversión y esperan la llegada de un nuevo Wojtyla o, al menos,
de un Ratzinger. Su lema de “nada sin Dios”, que no es una opción trascendente y
comprometida de Fe personal, se convierte en una exclusión pública de los no
creyentes y en una apuesta indisimulada por un Estado neo-confesional. Se
proclaman foralistas, siempre y cuando los Fueros se apliquen en la Edad Media,
aunque se sienten muy cómodos en la España unitaria y centralista: el escuálido,
para nosotros, “estado de las
autonomías”, para ellos son los nuevos “reinos
de taifas” revividos. Culturalmente, reivindican la supremacía del castellano
-el “español” imperial- encubierta en un bilingüismo testimonial de
subordinación, pero alientan el españolismo y flirtean con la catalanofobia. Sus
inquietudes sociales no van más allá de un tímido Estado asistencial -la “caridad cristiana” bien entendida- siempre que no se cuestione la propiedad
privada y la economía de libre mercado.
Y también hay quienes creen -todavía- que en ese caladero se pueden echar las redes. Pero ese ya es otro lodazal.
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