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domingo, 7 de marzo de 2021

LUÍS ALFONSO DE BORBÓN: EL ÚLTIMO PRETENDIENTE

Hemos recibido de un lector la siguiente reflexión que a continuación reproducimos íntegramente sobre un famoso personaje que ha empezado a emerger de las sombras y parece ir ascendiendo en el panorama político español.

 

"Por eso, el hijo de Carmen, Luis Alfonso de Borbón

 firma como Alteza Real, y los Carlistas siguen

 luchando porque él fuera el monarca español."

(Cotilleo.es 26-2-21)

 

Estaba cantado. Todo era cuestión de tiempo, pero ya  ha sucedido. El presidente de la Fundación Francisco Franco -y bisnieto del Dictador  y de Alfonso XIII-, aspirante al trono de Francia y metido en turbios negocios financieros en Venezuela, ahora también se arroga como pretendiente carlista.

            La irrupción de Luís Alfonso no es una propuesta pintoresca, extemporánea o ridícula. No. Sus nuevas aspiraciones dinásticas pueden tener  más recorrido de lo que aparentemente se pueda suponer. Los partidarios de Sixto han llegado demasiado lejos. Bien está reivindicar un Carlismo radicalmente tradicionalista. Bueno es condenar por satánico al Papa Francisco y aliarse -de hecho- con el lefevrismo. Pero marcar distancias con VOX, aunque sea por la derecha -que ya es tarea complicada-, no es políticamente correcto ni funcionalmente aceptable, porque impide cualquier instrumentalización política del tradicionalismo. De tan ultras, su reino ya no es de este mundo. Pero hay que reconocerles una coherencia doctrinal pétrea y un discurso monocorde y sin fisuras. Saben mantener los rescoldos y el tipo.

          El nuevo pretendiente puede concitar adhesiones y lealtades entre esos tradicionalistas que, cariñosamente, los podíamos definir como “vergonzantes”, pero buenas personas con certificado de la Guardia Civil y del párroco del lugar. No son tradicionalistas de manual, ya no los hay como Nocedal o los de “El Siglo Futuro”, o mesiánicos y apocalípticos como el Padre Corbató. Son otra cosa: descafeinados y desventados doctrinalmente, pero inequívocamente ultras-ultras en lo político. Esos tradis que se distancian públicamente del franquismo, aunque íntimamente lo añoran. Acatan nominalmente la autoridad papal, pero rezan para su conversión y esperan la llegada de un nuevo Wojtyla o, al menos, de un Ratzinger. Su lema de “nada sin Dios”, que no es una opción trascendente y comprometida de Fe personal, se convierte en una exclusión pública de los no creyentes y en una apuesta indisimulada por un Estado neo-confesional. Se proclaman foralistas, siempre y cuando los Fueros se apliquen en la Edad Media, aunque se sienten muy cómodos en la España unitaria y centralista: el escuálido, para nosotros,  “estado de las autonomías”, para ellos son los  nuevos “reinos de taifas” revividos. Culturalmente, reivindican la supremacía del castellano -el “español” imperial- encubierta en un bilingüismo testimonial de subordinación, pero alientan el españolismo y flirtean con la catalanofobia. Sus inquietudes sociales no van más allá de un tímido Estado asistencial  -la “caridad cristiana” bien entendida-  siempre que no se cuestione la propiedad privada y la economía de libre mercado.

La irrupción de VOX en el panorama político español ha trastocado el microcosmos tradicionalista. Se sienten interpelados en la cómoda dehesa de la añoranza histórica, donde plácidamente sesteaban. Y están obligados a definirse. Y a buscar alternativas para cortar la hemorragia que fluye imparable hacia las nuevas y exitosas versiones de la ultraderecha  de veleidades parafascistas, con certificado de homologación europea y hasta “trumpista”. Y el Borbón-Dampierre puede ser la opción: la feliz síntesis entre la tradición viva y el franquismo.

Y también hay quienes creen -todavía- que en ese caladero se pueden echar las redes. Pero ese ya es otro lodazal. 

 

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