España, las
Españas, tienen por delante un futuro muy gris si los dioses no lo
remedian inspirando a los ciudadanos .
A estas alturas de la película no
negaremos que hemos alcanzado ciertos, minúsculos, avances democráticos
(aunque solo sean formales) pero seguimos arrastrando atavismos sin cuento;
atavismos sociales, económicos y políticos que lastran cualquier intento de
avance .
¿No
tenemos otra opción que confiar -ciegamente- en las supuestas capacidades
y la hipotética lucidez de unos primates
políticos a la hora
de plantear e implementar reajustes en el sistema?
Sinceramente,
no. Han venido demostrando estar, los unos y los otros, por la
implantación de un cesarismo
político, primando sus intereses frente al interés común.
La única
salida, para evitar ese cesarismo, está en
el sellado de la brecha de desigualdad, sin menoscabo de las
concretas libertades ciudadanas y sin caer, personas y partidos, en el populismo; un populismo que convierte a los ciudadanos en simples
compradores de promesas electorales y carne de cañón de las ¿ideologías?
En las
Españas tenemos un problema irresoluto: ¿cómo reorganizar la acción colectiva,
en la búsqueda del bien común, respetando y profundizando el sistema democrático?
En Las
Españas, tozudamente, hemos venido repitiendo una y otra vez esquemas del
pasado. Unos esquemas que van del cesarismo hacia la oligarquía para regresar
al cesarismo en un movimiento del péndulo que, en los últimos lustros, ha venido siendo
dinamizado por el flujo-reflujo de las mayorías.
Democracia es gobernar, no
gobernabilidad, que hay una abismal diferencia entre una u otra. La política debe ser gobernada por la
voluntad popular libremente expresada. Para que esto sea posible en una
sociedad tan heterogénea, y en la que la desigualdad ha alcanzado cotas
insoportables, es preciso explorar nuevas fórmulas de representación que se
traduzcan en herramientas y mecanismos de decisión directa.
En las
Españas, cada vez que se ha hecho un intento de cambio, hemos tropezado,
continuamente, con esquemas del pasado -más vale malo conocido que…- y, según
estos esquemas, la democracia empieza y termina en la votación: en las
convocatorias electorales, el acto electoral de acudir a las urnas es el
referente único que agota todo lo demás.
Los politólogos -los dictadores del pensamiento- no paran de segregar, con una
concepción minimalista, teorías y análisis sobre estereotipos: unos paradigmas
que, a todas luces resultan obsoletos y caducos.
Los politólogos, siguen machacando
tozudamente sobre el mismo hierro: la concepción minimalista de un liberalismo
- mal entendido y peor asimilado - que considera que la democracia empieza y
termina en el acto de elegir a aquellos que gobernarán, olvidando la legitimidad de ejercicio; una
legitimidad que se adquiere con el cumplimiento del programa que
ofertaron durante campaña electoral - .
Los politólogos se justifican aduciendo que hay que descargar a la
democracia de excesivas responsabilidades, que el problema del bienestar
social, de redistribución de la riqueza, etc. hay que dejarlo en manos del mercado
-¿político o económico?-.
Para los minimalistas políticos el asignar a la democracia la
responsabilidad de solucionar todos los problemas es un exceso, y que hay que restringir toda la participación ciudadana a unas elecciones periódicas.
Nada de Estado y menos sociedad: todo en
manos privadas y un Gobierno -turnante- de tecnócratas
que se dedique a segregar norma tras norma reguladora, básicamente para la
acción económica, obviando cualquier acción social.
Por otro lado tenemos a los
partidarios de la acción directa. Para
ellos la concepción liberal-minimalista lleva a una aponía: incapacidad para
tomar las riendas de los problemas sociales; una incapacidad que lleva a la
esterilidad y al triunfo del interés privado sobre el común.
Montesquieu: “la noción
aristocrática de la democracia nos lleva a la contención del poder; un poder
que tiene precedencia sobre la soberanía”.
Rousseau (¿lo subscribiría Marx?): “si
la democracia no cursa hacia una modificación de la estructura se queda en
simple instrumento prescindible”.
Los politólogos -muy versátiles
ellos -no se han dado cuenta, no se quieren dar cuenta que esa polarización no es otra cosa
que el producto de un error conceptual: los problemas de la democracia
representativa son mucho más profundos.
Plantean, los politólogos, una falsa
disyuntiva, una falacia: democracia como aristocracia electa versus la
posibilidad de una auténtica representación democrática.
La falacia, la trampa que plantean
los politólogos al uso, es una falsa disyuntiva: si la democracia no es capaz
de resolver los problemas de la sociedad, solo quedan dos salidas: o se
hegemoniza, por medio de un cesarismo de aristocracia política –la casta-, o se deja a un lado la democracia como
sistema, para implantar la autarquía tecnocrática.
Parece que hoy impera aquello que la mano
negra, política y económica, siempre ha deseado. La democracia -cualquier
democracia no formal- como facilitadora de aquello que demanda la sociedad no
es aceptable para las élites económicas y políticas, por lo que intentarán
limitar y reconvertir la democracia mediante diques de contención ante
cualquier reivindicación. O lo que es lo mismo: aspiran a una democracia
puramente formal.
¿Existe
alternativa?
Si partimos del principio que dice que la representación es la
única forma viable para construir, afianzar y consolidar la democracia como
sistema en el que los ciudadanos pueden involucrarse sólo a través del voto,
partiremos de una ficción, ya que
existen otras formas de acción política por parte de los ciudadanos y que no
pasan, precisamente, por los partidos políticos convencionales y en las que
entran en juego organizaciones ciudadanas no partidistas: asociaciones
profesionales, de familias, culturales, etc.
como los cuerpos intermedios, la subsidiariedad, la autogestión,… que deben
de tener papel predominante en la decisión política.
Nuestro sistema
de participación democrática es una
de las formas, no la única, de intermediación, que debe de ser rediseñada para que la
influencia de los ciudadanos (individual o colectivamente) en la acción
legislativo-normativa, a cualquier nivel, pueda alcanzar mayores y mejores
cotas, para evitar que todo quede albur
de los intereses de la aristocracia política: la partitocracia y sus aliados.
Si tenemos en cuenta la
heterogeneidad social, la mejora de la calidad de la representación debe ser direccionada
a una mayor participación en las políticas públicas: en los planteamientos, en
la toma de decisiones, en el control, etc.
La calidad de la democracia
representativa se mide por el índice de igualdad -que no igualitarismo-. Los
ciudadanos deben de poder acceder, en igualdad de condiciones e inmediatamente –y
sin mediación alguna-, a la res pública en
cualquiera de sus niveles: las mediaciones representativas existentes
deben ser repensadas explorando más allá del camino trillado de la
partitocracia.
Se deben arbitrar mecanismos de rendición de cuentas,
como el tradicional juicio de residencia.
Se deben mejorar
los mecanismos de la iniciativa legislativa popular, eliminando toda rigidez
normativa y su encorsetamiento formal que, hoy, la han hecho inoperante.
Se deben diseñar medios con los que
la ciudadanía pueda ejercer un control -sin mediación partidista y, por tanto,
interesada en que no exista ese control -sobre las actuaciones de la autoridad:
un control efectivo sobre el cumplimiento del contrato que debería ser todo
programa electoral.
Las políticas practicadas hasta la
fecha no han sido direccionadas a la mejora de las condiciones de vida de los
ciudadanos -desde la salud a la educación; desde la ciencia a la tecnología e
investigación…- solo han significado un
pírrico avance, y han sido utilizadas esas políticas a la mayor gloria y
beneficio de unos cuantos.
El desequilibrio, producto del
neo-liberalismo, se ha adueñado de todo, y los políticos han sido incapaces de
fijar una agenda de futuro, ya que están más ocupados y preocupados en su presente
y futuro, profesional, de cambios reales
y realistas. Unos cambios de los que surjan instituciones para las que todos los
ciudadanos sean lo primero. Unas instituciones dotadas de instrumentos y
procedimientos eficaces y eficientes, a la hora de hacer valer los derechos
civiles y sociales enmarcados en un contexto de libertades concretas.
Sin
estos cambios no será posible un desarrollo social y económico
sustentable y sostenible en una sociedad democrática. De democracia efectiva y
no solo formal.
El régimen representativo actual,
tal como está definido y diseñado en la Constitución de 1978, no es el idóneo
para modificar el entramado existente ya que, aun a pesar de la formal
existencia de libertades básicas y de
elecciones periódicas, el sistema ha quedado bloqueado a la hora de realizar
cambios redistributivos mediante políticas públicas -fiscales, educativas,
laborales, sanitarias….- puesto que su diseño, elaboración y ejecución ha sido
adjudicado en exclusiva a las mayorías electorales turnantes.
Las relaciones de poder,
fundamentales en los órdenes social, político y económico, han permanecido y
permanecen sin cambios sustanciales, porque fueron blindadas por una
Constitución que se ha venido vaciando de contenido mediante una serie de leyes
y normas: “ustedes hagan la ley, que yo
haré los reglamentos de aplicación”.
La evolución y el desarrollo de la
democracia representativa en las Españas debería haberse dotado de más
contenido, de la mano de la convergencia
de muy diversas ideologías. El reto que se nos plantea no es otro que la
superación de los reduccionismos que solo nos lleva a una limitación o eliminación
de derechos y libertades, tan ansiada por los poderes económicos. Unos poderes
muy interesados en ese reduccionismo ya que en ello va su beneficio.
Existe una necesidad perentoria de
ir a una redefinición de la democracia representativa mediante un proceso constituyente.
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