La
vergonzosa huída de Juan Carlos de Borbón del territorio español es una medida
más, aunque de gran calado mediático, para garantizar un cordón sanitario de
protección a la cúspide del sistema: la monarquía liberal y franquista. La
práctica totalidad de la clase política -excepción hecha de los partidos
nacionalistas- , el poder judicial, una gran parte de la alta burguesía
empresarial y financiera, la “acorazada mediática” y algunos sectores, esperemos
que no especialmente significativos, de la sociedad civil española han sacrificado
la imagen y la trayectoria del anterior jefe del Estado para salvar no solo la
institución monárquica, también, y sobre todo, para salvar y apuntalar un
sistema que, si ya tenía graves carencias de legitimidad de origen, ha perdido
toda la legitimidad de ejercicio.
La connivencia entre Felipe de
Borbón, como jefe del Estado, y Pedro Sánchez, como presidente del Gobierno,
pactando la marcha de Juan Carlos al margen de las Cortes Generales, y los
ciudadanos figurando como extras en una película muda, es una evidencia muy
significativa del cachondeo institucional y del nulo respeto al marco jurídico
vigente, ya de por sí bastante deficitario. Desde la lógica de la praxis histórica
de la dinastía liberal (y franquista) la actuación de don Felipe es impecable:
se trata de salvar sus intereses de familia por encima de cualquier otra
apelación al bien común de la sociedad española. Desde la llamada Isabel II hasta
el actual jefe dinástico se dan las mismas conductas: corrupción, cainismo
familiar, patrimonialización del Estado y apego al poder a cualquier precio.
Pero la actuación del jefe del ejecutivo merece una atención especial: ¿por qué
ese compromiso en apuntalar un sistema que ha perdido la credibilidad
democrática? El miedo a un vacío de poder con la incertidumbre que se generaría
–en medio, además, de una grave pandemia incontrolada- y la pérdida de privilegios puede, en parte,
explicar la conducta de Felipe de Borbón, pero la actuación ocultista y
maniobrera del jefe de Gobierno se debe de contextualizar históricamente: se le
está pasando al PSOE la factura de apuntalar el franquismo y renunciar, tras la
muerte del dictador, a una auténtica regeneración democrática. El partido de Felipe González y Juan Carlos de Borbón fueron los grandes
beneficiarios de la descomposición del franquismo y sus herederos y albaceas
políticos, fueron, y son, una parte muy importante e inseparable del sistema
surgido de la Transición de 78. La
monarquía franquista y el PSOE se protegen mutuamente. Se ha pactado la salida
a la crisis institucional entre dos jugadores tramposos, con las cartas
marcadas y con la aquiescencia de los dueños del casino. Y los militantes socialistas,
junto con el aparato de su partido, han sufrido una aguda y repentina afonía.
La complicidad de la clase política,
desde Vox hasta Podemos, aunque con matices específicos en cada partido, no
deja de ser escandalosa y, aun si cabe, más reprobable que la de la propia
familia reinante. Han ensalzado y adulado, cual becerro de oro, a don Juan
Carlos, le adjudicaron una cuantitativa aportación en la conquista de las
libertades democráticas, cuando solo había, por parte del heredero del general
Franco, el compromiso tácito con un sistema político que le garantizase su
inviolabilidad, léase su impunidad para el latrocinio. También el conjunto del
sistema ha compartido con el anterior jefe del Estado la corrupción, el saqueo
de las arcas públicas, el nepotismo y la ocultación de nuestra realidad
política y social, mientras, apelaban a los valores democráticos y europeístas,
al patriotismo, a la igualdad ante la justicia, a la solidaridad social, a la
modernización de las estructuras…
Si hasta ahora el protagonista de la
crisis institucional española era el desafío independentista, ahora es la actuación
de la institución cimera del sistema quien está cuestionando su propia
continuidad. Guste o no, la movilización de una gran parte del pueblo catalán
por la secesión fue un movimiento popular democrático -aunque fuera impulsado
por una parte de la burguesía catalana- . Frente aquel embate que, no
olvidemos, sigue latente, no se tendieron puentes de diálogo y entendimiento,
solo hubo, desde el Estado, la respuesta
de la represión, maquillada con la legalidad constitucional: un grave problema
político que se redujo a un delito de sedición. No está de más recordar que la
salida de Carles Puigdemont, president de la Generalitat de Catalunya, del
territorio español, y su posterior estatus jurídico, se asemeja a la condición
de exiliado político; la salida de don Juan Carlos se asemeja a la de un
presunto prófugo de la justicia. No deja de ser incongruente que el “rey
emérito” abandone el territorio nacional, pero se ponga a disposición de la
justicia. La crisis institucional de la monarquía reinante está legitimando el
independentismo catalán y dinamitando vías de encuentro.
Una gran mayoría de la ciudadanía
española ha tolerado, o soportado con estoicismo y resignación, la monarquía
constitucional vigente: era el precio que había que pagar por las libertades
democráticas formales. Baste comparar el compromiso de las monarquías europeas,
como la británica o la holandesa, frente al fascismo, con la turbidez y
complacencia de la dinastía liberal española con el franquismo. Pero, por el
lado republicano, tampoco existía, y sigue sin existir, un movimiento capaz de
revertir el sistema. En cuanto a la forma de Estado nos enfrentamos a un vacío
institucional que, por ahora, tiene difícil solución. La monarquía de 1969 está
prácticamente amortizada, pero no hay una alternativa republicana de recambio.
EL CARLISMO, NO ESTÁ; PERO, ¿SE LE ESPERA?
El Carlismo ante está crisis institucional mantiene un
silencio ¿cómplice? No podemos, no debemos permanecer callados. No somos un
movimiento monárquico nostálgico de la legitimidad histórica a la conquista de
un trono vacio y desprestigiado, o, en todo caso, no solo eso, somos un
movimiento social y político que tiene como referencia a una dinastía
comprometida con un pacto con el pueblo.
Con sus aciertos y sus errores y sus
luces y sombras, como cualquier otra expresión de insurgencia, el Carlismo siempre
ha estado presente, y comprometido, en los momentos graves y conflictivos de
las Españas, proponiendo alternativas y soluciones y participando en la lucha.
Nuestro silencio empieza a ser un certificado de extinción, estamos siendo
arrasados por los nuevos vientos de la historia y de la modernidad, y por una
dinámica social imparable ante la cual, parece, no tenemos nada que decir.
Contrasta nuestra inactividad presente con el fuerte dinamismo
de otros momentos históricos difíciles. Recordemos nuestras propias
experiencias del pasado que puedan parecerse a la actual. En 1931, tras la
huída de Alfonso XIII, el Carlismo con Jaime III al frente, y tras enfrentarse
con dureza a la dictadura de Primo de Rivera, acogió con esperanza la
proclamación de la República, proponiendo un proceso constituyente, una
federación de nacionalidades ibéricas, políticas sociales igualitarias y un
respeto escrupuloso a la voluntad popular. Aquellas esperanzas se frustraron,
pero estuvimos.
Y ahora tenemos que articular una respuesta
para este momento actual cargado de incertidumbres. Y hemos de hacerlo
colectivamente, unitariamente, desde el más radical de nuestros jóvenes
militantes al más comprometido de nuestros veteranos luchadores. Y con la
Dinastía, como abanderada de la Causa y
como referencia y símbolo de nuestra lucha.
Las Españas, 7 de agosto de 2020
Iciar ANGLÉS (País Valencià),Assumpta CABRÉ (Catalunya), XavierCARBOBELL (Catalunya), Victor CERVERA (Catalunya), Javier CUBERO (Asturies), ArturoESTÉBANEZ (Castilla), Manuel FERNANDEZ (País Valencià), Juan José GARAY (EuskalHerria), Luis GISMERO (Castilla), Manuel HERRERA (Castilla), José Lázaro IBÁÑEZ(Euskal Herria), Ximo LLORET (País Valencià), Marisa MARTIN (País Valencià),Francesc Xavier MIRALLES (País Valencià), Josep MIRALLES (País Valencià), Javier ONRUBIA (Castilla), Josep M. SABATER(País Valencià), Antonio TORRES (País Valencià), Frederic TORRES (PaísValencià).
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