En la evolución de la vida, el homo sapiens ocupa el
lugar más elevado. La frontera con nuestros parientes biológicos más próximos,
los primates, no es tan acentuada como algunos ingenuos pensaron en principio.
Pero sí pueden observarse ciertos rasgos diferenciadores bastante marcados, algunos
de los cuales sólo hallamos en estos parientes en forma balbuceante. Recordemos
nuestra habilidad manual, la invención del lenguaje como elemento simbólico que
nos capacitó para comunicarnos y para el razonamiento abstracto, la
introducción entre el estímulo y la respuesta de una intermediación reflexiva
capaz de superar la tendencia instintiva, tanto en orden a posponer la
gratificación de la conducta como a pasar de ella, para la realización de
ciertos valores comunitarios, la búsqueda de un sentido trascendente a nuestra
existencia y la realidad entera…
Nacemos bastante más inacabados que las demás crías
biológicas. Necesitamos una infancia prolongada y bien protegida por unos
cuidadores nutritivos para nuestra desarrollo biológico y cultural. Por eso,
quizá nunca dejamos de ser enteramente niños y conservamos incluso en la época
adulta una curiosidad inagotable y el afán del juego. ¿Qué es el juego?.
Algunos razonando superficialmente consideran que la actividad lúdica es una
frivolidad. El juego es una conducta, alejada de todo afán de supervivencia, en
la que su fin básico es la diversión. Mayoritariamente social, también puede
jugarse en solitario, aunque para la mayoría esto es bastante aburrido. Una
mentalidad productivista que quiere convertir toda la vida en trabajo oneroso,
lo considera una pérdida de tiempo.
Todo juego tiene sus reglas a las que hay someterse.
Naturalmente inventadas que marcan la forma de realizarlo. Si se alteran, lo
que se hace es crear un juego distinto. Claro que hay que cumplir las reglas,
pero podemos hacer trampas, burlando la buena fe de los demás. El colmo es el
de quien se hace trampas a sí mismo, jugando en solitario. Por eso, el juego es
una escuela de valores. Hay que enseñar a los educandos tanto a ganar como a perder.
El respeto a los demás se tiene que aprender
jugando. Un niño o adolescente malcriado, se niega a jugar, si ve que no
gana. Claro que también vemos en algunos adultos esas rabietas, síntomas de
inmadurez.
La mayor parte de los juegos encierran un cierto
grado de competición. Competimos con otros jugadores, solos o en equipo, o con
la naturaleza, en pruebas de esfuerzo, habilidad o ingenio. El espíritu más genuino
de lo que debe ser se da, cuando sólo nos jugamos la honrilla o algo de valor
meramente simbólico, como cuando un grupo de amigos se juega a los chinos o a
los dados el precio de unos cafés. Pero si el importe del premio alcanza un
valor desmesurado en términos económicos, ya nos salimos del terreno lúdico y
entramos, aunque sea bajo la apariencia de un juego, en un terreno
decididamente comercial, La consecuencia es la mercantilización de los propios
jugadores, convertidos ya en profesionales. Es en estos juegos espurios, donde
el número de espectadores interesados crece en proporción al interés dinerario
y las apuestas entre ellos pueden alcanzar cifras escandalosas, como las
correspondientes a los deportistas de élite, a sus traspasos y a las pagadas
por las empresas patrocinadoras que los emplean como soportes de su publicidad.
De ahí, la necesidad de reglas estrictas e inspecciones de control para evitar
chanchullos, como sobornos y dopajes.
Las competiciones deportivas sirven de válvula de
escape a las rivalidades entre grupos humanos. Claro que, en ocasiones, las
incrementan. Los choques entre barrios, pueblos vecinos, naciones se dirimen a
veces en forma de juegos de competición. A veces se han constituido como
sustitutivos a batallas campales o a auténticas guerras entre ejércitos. En ese
sentido no dejan de ser un claro avance. Pero siempre existe el riesgo de la
que la violencia originaria regrese al terreno de juego. De ahí la necesidad
mayor de reglas precisas, árbitros neutrales y sanciones en caso de
incumplimiento de aquellas. Todos conocemos el grado de entusiasmo y cohesión
que se muestras en esos vítores populares a los campeones deportivos a los que
se atribuye el mérito de simbolizar con sus hazañas triunfales las mismas
virtudes identitarias de sus colectividades. La reivindicación más fuerte
emocionalmente de los nacionalismos irredentos y que más rechazo provoca en sus
rivales, es precisamente la constitución de selecciones propias que participen
en campeonatos internacionales.
Uno de los síntomas de la desconexión social acentuada
que se da en estos tiempos líquidos es el incremento entre niños, y adolescentes
de la afición a juegos solitarios, a través de maquinitas electrónicas. La
diversión lúdica convertida en adictiva les aísla de su entorno social y muchas
veces les priva de tiempo, sueño y capacidad de esfuerzo para sus tareas
escolares. Cuando el juego se convierte en obsesión, deja de serlo y se transforma
en una forma de esclavitud. La responsabilidad familiar, social y política con respecto a este problema es enorme. No
olvidemos los intereses económicos que se mueven en esta actividad y que no
vacilan en aprovecharse de la fragilidad emocional de las personas jóvenes y de
la abstención de los responsables de su educación. ¿Qué valores, además,
transmiten mayoritariamente esos videojuegos?.
La reflexión final respecto a la cuestión del juego
puede plantearse en forma de interrogantes: ¿Qué papel desempeña el juego en
nuestra vida?. ¿Lo consideramos un estorbo, una frivolidad, o algo tan serio
como pueda serlo nuestro trabajo?. ¿Lo vivimos en su aspecto más lúdico y
gratificante, sin más fin que entretenernos junto a las personas que estimamos
o buscamos en él otra finalidad, a menudo económica?. ¿Cuánto de nuestro tiempo
le dedicamos?. ¿Qué es, primordial en el juego, participar o ganar?. ¿Podemos
decir que respetamos a las personas con las que jugamos?.
Pedro Zabala
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