“Hablando en Plata” es un programa de Radio 5, de la emisora pública española. Es un buen ejemplo de lo que debe ser el periodismo radiofónico: Breve, ágil y muy didáctico. En él se fustigan los usos equivocados del idioma común en los hispanohablantes, con ejemplos claros y convincentes. En el último que oí, se referían al adjetivo “inédito”. De acuerdo con su origen etimológico es, sencillamente, lo no editado, lo no publicado, pero, cada vez más, se viene utilizando como sinónimo de sorprendente, infrecuente, inusual. Más aún, tiende a desplazar esos otros términos. La corrección lingüística es acertada. Pero no olvidemos que en el lenguaje, como en los demás órdenes de la vida, la costumbre general acaba convirtiéndose en norma. Es el pueblo, no los académicos, quien crea el idioma, lo gasta y lo desgata, introduciendo en él mudanzas significativas. Las causas de los cambios hay que buscarlas, en la mayoría de los casos, fuera del propio campo lingüístico. De ahí la conveniencia de preguntarse del porqué del error en el uso de la palabra inédito. Yo lo achaco a esa mentalidad, tan extendida hoy, de que lo que no se publica, no existe. Y que lo que aparece en los medios, por ese sólo hecho, adquiere carta de identidad. Lo cual no deja de retrotraernos a la tan citada frase de aquel ministro nazi de propaganda que proclamaba que una mentira repetida mil veces, acababa convirtiéndose en verdad.
Los que más incurren en esa idea falaz, son los jerarcas de toda índole: políticos, económicos, religiosos…y también, claro está, los responsables del cuarto poder. De ese prejuicio tan extendido, deriva el que, a menudo, ignoren y pretenden que ignoremos la otra cara de la realidad. Ellos se pelean por la foto, por ser noticia, por ocupar los titulares con un buen gesto, con una frase, desplazando a sus competidores a lugares menos destacados. Buscan por todos los medios airear lo que les interesa y ocultar lo que les preocupa. El problema deriva para ellos de la multiplicidad de medios tecnológicos de que hoy disponemos para difundir las noticias: prensa escrita, radio, TV, Internet, móviles…Y es difícil controlar todos o, al menos, la mayoría, aunque algunos, como Berlusconi, parece que casi lo logra. También la dificultad se acrecienta para los lectores u oyentes, con sentido crítico, para indagar la fiabilidad de lo que se transmite.
Claro que ese afán de celebridad, de aparecer en los papeles, en las ondas o en la tele, se ha contagiado a personas cuyas vidas no parecen tener interés más que para su entorno más inmediato. Y curiosamente se convierten en protagonistas del famoseo, contando o dando de qué hablar a cuenta de sus trapos sucios, de airear sus intimidades que, a fuerza de repetirlas a todos los vientos, se convierten en tema de cotilleo generalizado. El descaro y el impudor se han convertido en la palestra pública en escalones para una fama tan repentina como perecedera. ¿Por qué los medios las acogen y las propagan?. Sencillamente porque venden, porque hay públicos que necesitan alimentar su vaciedad con retazos de vidas, reales o imaginadas, tan vacuas como las suyas. Y cuando los medios, muchos de ellos, son primordialmente instrumentos de ganancias rápidas, aunque sea a costa de la verdad o de la decencia, no es de extrañar el producto, la mercancía que ofrecen.
Con todo ello, parece que ignorásemos que la realidad tiene otra cara, mucho mayor y significativa. No aparece más que esporádicamente en los grandes titulares. Es la vida cotidiana de millones de personas que viven, sufren, aman, trabajan (cuando pueden), se divierten (cuando les dejan), tienen hijos, enferman, viven acompañadas o solas, se ilusionan o desesperan, se conforman con el sentido de la vida que han heredado o si no, buscan otro o se resignan escépticamente a sobrevivir sin ninguno. Muchos de ellos están empobrecidos por el sistema global, son víctimas de los poderosos o convertidos en sus cómplices.
Dentro de esa otra realidad hay otras personas que prefieren pasar desapercibidas. Su vida difícilmente llega a ser noticia, claro que no lo buscan. Es que han hecho opción, no por los poderosos, sino por los desheredados del sistema. Intentan practicar el bien, ejercitar el don y la gratuidad, ajenos a la mercantilización que pretende imponer el pensamiento único. Y lo hacen por fidelidad a su conciencia, en muchos casos, religiosa y, en otros, puramente humanista. Para muchas gentes, no pasan de ser bichos raros. Acaban teniendo problemas con los poderosos, de toda índole, incluso con aquellos que deberían estar de acuerdo con sus planteamientos. Claro que difícilmente se puede seguir en cualquier clase de poder si no es pactando de algún modo con el resto de los poderosos. Eso sí, después de muertos, esas personas preclaras que han vivido con coherencia su entrega a los demás, suelen ser ensalzadas. Se les da la honra que se les negó en vida.
Esa obsesión por las apariencias, por mostrar un escaparate brillante y correcto, aunque la porquería se acumule en la trastienda, no se da sólo en el campo colectivo. A nivel más individual, cada uno de nosotros, suele actuar así. Pretendemos airear lo que consideramos valioso de nosotros y ocultar nuestras debilidades, carencias y fallos. En el altar de nuestro yo, de esa imagen fabricada que hemos hecho de nosotros mismos, sacrificamos nuestra espontaneidad, nuestros impulsos más profundos, el afán de verdad que nos convierte en personas morales. E ingenuamente creemos que tras esa máscara de respetabilidad, los demás no verán nuestros fallos. ¡Cuántos esfuerzos baldíos por no admitirnos como realmente somos!. Lo peor es que no logramos engañar a los demás, pero que, a menudo, las víctimas del engaño somos nosotros mismos.
Los que más incurren en esa idea falaz, son los jerarcas de toda índole: políticos, económicos, religiosos…y también, claro está, los responsables del cuarto poder. De ese prejuicio tan extendido, deriva el que, a menudo, ignoren y pretenden que ignoremos la otra cara de la realidad. Ellos se pelean por la foto, por ser noticia, por ocupar los titulares con un buen gesto, con una frase, desplazando a sus competidores a lugares menos destacados. Buscan por todos los medios airear lo que les interesa y ocultar lo que les preocupa. El problema deriva para ellos de la multiplicidad de medios tecnológicos de que hoy disponemos para difundir las noticias: prensa escrita, radio, TV, Internet, móviles…Y es difícil controlar todos o, al menos, la mayoría, aunque algunos, como Berlusconi, parece que casi lo logra. También la dificultad se acrecienta para los lectores u oyentes, con sentido crítico, para indagar la fiabilidad de lo que se transmite.
Claro que ese afán de celebridad, de aparecer en los papeles, en las ondas o en la tele, se ha contagiado a personas cuyas vidas no parecen tener interés más que para su entorno más inmediato. Y curiosamente se convierten en protagonistas del famoseo, contando o dando de qué hablar a cuenta de sus trapos sucios, de airear sus intimidades que, a fuerza de repetirlas a todos los vientos, se convierten en tema de cotilleo generalizado. El descaro y el impudor se han convertido en la palestra pública en escalones para una fama tan repentina como perecedera. ¿Por qué los medios las acogen y las propagan?. Sencillamente porque venden, porque hay públicos que necesitan alimentar su vaciedad con retazos de vidas, reales o imaginadas, tan vacuas como las suyas. Y cuando los medios, muchos de ellos, son primordialmente instrumentos de ganancias rápidas, aunque sea a costa de la verdad o de la decencia, no es de extrañar el producto, la mercancía que ofrecen.
Con todo ello, parece que ignorásemos que la realidad tiene otra cara, mucho mayor y significativa. No aparece más que esporádicamente en los grandes titulares. Es la vida cotidiana de millones de personas que viven, sufren, aman, trabajan (cuando pueden), se divierten (cuando les dejan), tienen hijos, enferman, viven acompañadas o solas, se ilusionan o desesperan, se conforman con el sentido de la vida que han heredado o si no, buscan otro o se resignan escépticamente a sobrevivir sin ninguno. Muchos de ellos están empobrecidos por el sistema global, son víctimas de los poderosos o convertidos en sus cómplices.
Dentro de esa otra realidad hay otras personas que prefieren pasar desapercibidas. Su vida difícilmente llega a ser noticia, claro que no lo buscan. Es que han hecho opción, no por los poderosos, sino por los desheredados del sistema. Intentan practicar el bien, ejercitar el don y la gratuidad, ajenos a la mercantilización que pretende imponer el pensamiento único. Y lo hacen por fidelidad a su conciencia, en muchos casos, religiosa y, en otros, puramente humanista. Para muchas gentes, no pasan de ser bichos raros. Acaban teniendo problemas con los poderosos, de toda índole, incluso con aquellos que deberían estar de acuerdo con sus planteamientos. Claro que difícilmente se puede seguir en cualquier clase de poder si no es pactando de algún modo con el resto de los poderosos. Eso sí, después de muertos, esas personas preclaras que han vivido con coherencia su entrega a los demás, suelen ser ensalzadas. Se les da la honra que se les negó en vida.
Esa obsesión por las apariencias, por mostrar un escaparate brillante y correcto, aunque la porquería se acumule en la trastienda, no se da sólo en el campo colectivo. A nivel más individual, cada uno de nosotros, suele actuar así. Pretendemos airear lo que consideramos valioso de nosotros y ocultar nuestras debilidades, carencias y fallos. En el altar de nuestro yo, de esa imagen fabricada que hemos hecho de nosotros mismos, sacrificamos nuestra espontaneidad, nuestros impulsos más profundos, el afán de verdad que nos convierte en personas morales. E ingenuamente creemos que tras esa máscara de respetabilidad, los demás no verán nuestros fallos. ¡Cuántos esfuerzos baldíos por no admitirnos como realmente somos!. Lo peor es que no logramos engañar a los demás, pero que, a menudo, las víctimas del engaño somos nosotros mismos.
Pedro Zabala
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