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miércoles, 10 de julio de 2013

LA POLÍTICA EXTERIOR ESPAÑOLA DE LA TRANSICIÓN A NUESTROS DÍAS



            Ya hace unos años publicamos un artículo titulado “Desatinos antes de Moratinos. La Política Exterior Española” en el que hacíamos un balance de la política exterior desarrollada por nuestro país desde el Siglo XIX hasta la muerte de Franco e indicábamos la total ausencia de criterios fundamentales y directrices constantes en la misma lo cual la había conducido, no solo al fracaso, sino también al ridículo. Ahora nos proponemos intentar exponer, a nuestro juicio, cual ha sido el criterio que han seguido los distintos gobiernos democráticos desde 1977 hasta hoy en la política exterior y qué repercusiones ha tenido y tiene la misma en la situación interior del país que hoy sufrimos.

            Muerto el dictador Franco en 1975 y comenzada la palaciega maniobra conocida como “La Transición” los primeros gobiernos surgidos de las primeras elecciones de 1977 y presididos por Adolfo Suárez se encontraron con la imperiosa necesidad de conservar la estabilidad política interna del país a la vez que buscar una especie de homologación o visto bueno “democrático” en el exterior. Considerando que la inestabilidad interna en ese momento podría surgir de alguna posible, pero altamente improbable, tendencia política extremista que pudiera ser aprovechada de algún modo por la entonces Unión Soviética para ampliar su área de influencia, la política exterior española se centró en un primer momento en asegurar y dar garantías a los Estados Unidos de Norteamérica y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de que España no cambiaría de alianzas ni permitiría una deriva hacia una política exterior pro-soviética. Esos son los años de los llamados “acuerdos tripartitos” que suponían un abandono del Sahara y en los que se empieza a hablar en España de nuestra incorporación a la OTAN.

            Por otra parte, en busca de la anhelada homologación democrática, los gobiernos de Adolfo Suárez iniciaron una política de acercamiento a las distintas potencias europeas, principalmente a Francia, en busca de la adhesión, a toda costa y al precio que fuera, de nuestro país al entonces Mercado Común Europeo (MCE) que, en realidad, se tradujo en un sometimiento a cualquier indicación, solicitud o reclamo que desde las instituciones o gobiernos Europeos pudieran hacernos. Esta tendencia en política exterior se convirtió en un espíritu inspirador de la misma que quedo perfectamente reflejado en el hecho de la famosa imposición del entonces Presidente de la Republica Francesa, Valery Giscard D´estaing, al sucesor de Franco, don Juan Carlos de Borbón, de alguna deferencia especial con él a fin de asegurar su asistencia al ascenso al trono del delfín franquista y que consistió en un desayuno privado negociado por su cuenta y riesgo por el representante oficioso de don Juan Carlos ante el Presidente Francés, Manuel de Prado, que al comunicárselo a Su Excelencia el Jefe del Estado a Título de Rey, recibió de éste por respuesta: “Dame un abrazo porque la presencia de Giscard bien vale un desayuno con huevos fritos, bacón, migas o lo que quiera”.

            La política exterior tendente a la “homologación democrática” carecía de todo sentido porque mientras España no rompiera con su alineación estratégica pro-occidental y contraria al bloque soviético ninguna potencia europea le hubiera negado el reconocimiento y, tras las reformas propiciadas por la Ley de Reforma Política de 1976, también habría obtenido la “homologación democrática”. Al fin y al cabo ninguna potencia del entorno occidental le negó el reconocimiento al régimen franquista o al de Salazar como tampoco se lo hubieran negado en 1945 al gobierno del Almirante Doenitz de no haber sido por la intransigencia e inflexibilidad mostrada por la Unión Soviética aunque hay que tener en cuenta que a mediados de los años setenta del siglo pasado los soviéticos poco tenían que decir y menos que exigir a nadie respecto a España.

            Obtenida la homologación democrática y aprobada la actual Constitución en 1978, la política exterior española ya es presa de los errores cometidos y de los compromisos adquiridos en los primeros años de la transición y solo le resta continuar en la misma línea. A partir de los años ochenta, y con los gobiernos socialistas de Felipe González, la política exterior española se convierte en la constante huída hacia delante que aún perdura. El erróneo anhelo de “homologación democrática” se transforma en una necesidad real de que las distintas instituciones internacionales y las más diversas potencias extranjeras garanticen la estabilidad interna del estado español y su seguridad exterior siendo, desde entonces, el terrorismo de ETA, los movimientos centrífugos de los nacionalismos periféricos y el contencioso con Marruecos quienes van a imponer a los gobiernos españoles una política exterior fundamentada en la constante concesión.

            En el año 1982, el último gobierno de Unión de Centro Democrático presidido entonces por Leopoldo Calvo Sotelo incorpora a España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) con la dudosa finalidad de garantizar la unión interna del estado y disuadir a Marruecos de plantear reivindicaciones territoriales sobre el territorio español aunque desde el principio la Alianza Atlántica dejó muy claro que no defendería Ceuta ni Melilla ante un ataque marroquí. Posteriormente y con el primer gobierno socialista de Felipe González esta adhesión a la OTAN se ratifica en 1986 mediante un referéndum aprobándose supuestamente tres condiciones que hoy están ya olvidadas por todos los ciudadanos y, por supuesto, incumplidas por todos los gobiernos desde que en 1991 se enviaran tropas españolas a la primera Guerra del Golfo. En cualquier caso, España se incorporó a una alianza militar a la que está aportando dinero, hombres y material a cambio de unas vagas contraprestaciones que si llega el caso es más que improbable que lleguen a materializarse.

            Además de la incorporación a la OTAN en 1982, también se produce la negociación de la entrada de nuestro país en el Mercado Común Europeo, luego Comunidad Económica Europea y hoy, Unión Europea. Esta negociación es la exclusiva actividad de la política exterior española desde los principios de los años ochenta del siglo pasado argumentándose ante la opinión pública española como una necesidad de modernización económica y social del país aunque en realidad el verdadero razonamiento que se escondía en nuestra implorante incorporación al Mercado Común era que, al meter a nuestro país en una estructura supranacional, las redes de relaciones mercantiles que se crearían serían tan tupidas que los intereses de las más minúsculas entidades infraestatales se identificarían irremediablemente con el interés del estado y más aún con un supuesto interés europeo abandonando cualquier tentación centrífuga. No obstante, la negociación fue un desastre como no podía ser de otro modo porque, para empezar, las actitudes de los diferentes gobiernos no fue la de solicitar la apertura de negociaciones de igual a igual sino la de implorar incesantemente que nos dejaran formar parte del Mercado Común sin dar muestras de que siempre podríamos tener y explotar la opción de no pertenecer a él.

            Con esta actitud negociadora España ingresa en el Mercado Común Europeo el 1 de Enero de 1986 y para ello tiene que aceptar, entre otros, los siguientes dictados:

            1º. Apertura de la verja de Gibraltar el 14 de Diciembre de 1982 para peatones y el 5 de Febrero de 1985 para vehículos. Los grandes beneficiarios de esta apertura fueron la Gran Bretaña que rebajaba el coste de mantenimiento de su colonia y el propio peñón que disfrutó y disfruta de un buen ritmo de crecimiento económico a base de convertirse en un paraíso fiscal y de arruinar las pequeñas economías de los habitantes españoles del Campo de Gibraltar.

            2º. La destrucción de su sector agropecuario con levantamiento de cultivos, limitación de producción y subvenciones comunitarias por no producir.

            3º. Reestructuración de la flota pesquera española que era la primera de Europa y la tercera del mundo imponiéndose una fuerte reducción de la misma.

            4º. Reestructuración de la industria siderúrgica que ha terminado suponiendo la práctica desaparición de esta industria en nuestro país.

            5º. Reestructuración de la industria naval española que ocupaba el tercer puesto en la producción mundial hasta su mínima producción actual y su más que posible total desaparición en un futuro no muy lejano.

            6º. Construcción de ingentes infraestructuras a cargo de los llamados fondos europeos de cohesión que ahora, que dichos fondos se han dejado de percibir, solo podemos conservar con un desproporcionado esfuerzo económico público que supone un lastre para nuestra economía.

            7º. Privatizaciones de empresas públicas encargadas de la explotación de sectores estratégicos de la economía como la energía y las comunicaciones.

            En definitiva, las condiciones que España acepta (y que no debería haber aceptado jamás) para entrar en el Mercado Común se reducen todas ellas al desmantelamiento de todo el tejido productivo existente y llevan irremediablemente aparejadas la imposición de un modelo económico únicamente basado en la especulación y en el sector servicios.

            La política exterior española desde la muerte del dictador hasta hoy es fruto de un grave error de origen (como era el querer ser aceptado y reconocido a toda costa y a cualquier precio por la comunidad internacional cuando realmente eso no constituía ningún problema) que la ha viciado desde el principio para terminar convirtiéndose en una huída hacia delante con la agónica intención de liberarnos de nuestros graves problemas de cohesión interna y de defendernos de una hipotética agresión de nuestro vecino del sur. El precio que este país ha pagado y está pagando por todo ello resulta gravemente excesivo y lo estamos viendo y sufriendo en el presente: inexistencia de una economía productiva capaz de reabsorber a seis millones de parados y de generar un crecimiento económico real y sostenido en el tiempo, constante aceptación de recortes sociales, empobrecimiento de la población y su condena a la emigración, inexistencia de una política comercial tendente a buscar mercados alternativos donde vender nuestros productos y adquirir materias primas y, por supuesto, la total pérdida de soberanía la cual, a pesar de lo que diga ese texto que cierto anuncio dice redactado en un bar y llamado Constitución, no reside ya “en la nación española” sino en otras naciones que, desde el extranjero o desde instituciones supranacionales, nos imponen lo que tenemos que hacer.

            Y es que la actitud, el espíritu y la única directriz que nuestros políticos han inspirado a la política exterior española de finales del siglo XX hasta el presente ha sido aquel “lo que quiera” de antaño.

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