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lunes, 10 de junio de 2019

ENTREVISTA A DOÑA MARIA TERESA DE BORBON PARMA



            El 3 de Junio de 2019, El Cuaderno Digital, publicó una entrevista a Doña María Teresa de Borbón Parma realizada por don Pablo Batalla Cueto que a continuación reproducimos íntegramente.

 Explicaba Stuart Hall en un ensayo clásico sobre el thatcherismo recién publicado en español que erramos de medio a medio cuando pensamos en las ideologías políticas como sistemas coherentes; como una arquitectura meticulosa de rigurosas coherencias, capaz, sin embargo, de venirse completamente abajo por un par de centímetros de desvío en la colocación de un arbotante o una dovela. Más bien es su lógica —explicaba el intelectual jamaicano— la lógica gaseosa de los sueños; un entrelazamiento posible de los más dispares opuestos. Sucede así con todas las ideologías, siempre atravesadas de aparentes contradicciones a poco que uno preste atención, pero tal vez ninguna otra de la contemporaneidad haya pertenecido a ese mundo de lo onírico con la hermosa contundencia y pertinacia del carlismo, decano de la política española, que en los años sesenta, transformado por una evolución vertiginosa que sin embargo nunca rompió amarras con los orígenes del movimiento, devino la quimera fascinante y chestertoniana de una monarquía socialista, de una tradición revolucionaria y de una España conjugada al mismo tiempo en singular y en plural.

            Era el soberano de este reino portentoso Javier de Borbón-Parma, hombre de hondas convicciones religiosas y también antifascistas, que había penado su compromiso con la Resistencia en el campo de concentración de Dachau; y su príncipe heredero, Carlos Hugo de Borbón-Parma, quien llegó a trabajar durante varios meses en una mina asturiana para conocer de primera mano la realidad del proletariado español. Su hermana, María Teresa, desempeñaba también importantes responsabilidades; y a ella y a sus hermanas Cecilia y María de las Nieves llegó a conocérselas como las princesas rojas del carlismo. «Nada indicaría que la niña que nació en París, creció en un castillo del Borbonesado con las inflexibles Hermanas del Colegio del Sagrado Corazón de Tours se convirtiera en una pasionaria», expresaba hace unos años la introducción a una entrevista con ella en el diario francés Libération, pero así fue.

            Desde entonces, ha corrido el agua bajo el puente. Carlos Hugo falleció hace algunos años y los derechos dinásticos los ostenta hoy uno de sus hijos, Carlos Javier, pero el Partido Carlista languidece reducido a una testimonialidad casi exclusivamente navarra, desleído en un puñado de candidaturas municipalistas. María Teresa de Borbón-Parma es en cambio optimista con respecto al futuro de esta organización ya casi bicentenaria: el convulso presente —afirma— reclama cuestiones que han sido la columna vertebral ideológica del carlismo desde sus mismos inicios. En esta conversación celebrada en Gijón con motivo de una visita a la ciudad para impartir una conferencia, rememora su trayectoria y explica por qué. Como se decía en la ya citada entrevista para el diario francés Libération, María Teresa «tiene un contacto abierto y directo» y «habla con la sencillez de la gran aristocracia: la persona que habla con ella se olvida rápidamente de que conversa con la sobrina y ahijada de la última emperatriz de Europa, Zita de Austria».

            Usted nace en 1933 y es hija de dos príncipes. Tuvo —imagino— una infancia aristocrática que sin embargo se truncó bruscamente cuando estalló la segunda guerra mundial, durante la cual su padre fue detenido por la Gestapo nazi.

            No puedo decir que tuviera una infancia aristocrática; no sé lo que es eso. Viví una infancia muy normal. Mis hermanos y yo crecimos en el campo y, debido a la guerra, con cierta dificultad, aunque también muy sumidos en la naturaleza. Y en la historia: mi padre nos hablaba mucho de su experiencia vital; por ejemplo, de cómo siendo joven había tenido que gestionar, a petición del papa Benedicto XV, una propuesta de paz separada entre los Aliados y Austria. También nos transmitió mi padre su compromiso con España. Era un tema constante en él. Su detención era algo que se podía esperar, porque la represión era tremenda. Recuerdo bien nuestro miedo a que mi padre no regresara. Estuvo un año y medio en el campo de concentración de Dachau y fue ejemplar en ello como en tantas otras cosas. Después, nos contaba sus experiencias; lo que había vivido, que era tremendo; pero jamás nos contaba cosas penosas. Más bien nos transmitía lo positivo. Contaba por ejemplo que cuando un preso se escapaba, los nazis asesinaban a otros diez, pero que había visto más de una vez a un preso acudir voluntariamente a la muerte en lugar de otro por ser éste más joven o tener hijos. También nos hablaba de un pequeño judío que se le había acercado (mi padre tenía un carisma especial; la gente se fiaba de él) y le había preguntado: «Señor, ¿me puede decir por qué nos odian tanto?». ¿Qué se le puede contestar a un niño? Pues bien, él le había dicho: «Han olvidado que tú eres su hermano; que ellos son tus hermanos. Y yo te pido a ti que no lo olvides nunca». Ése era el tipo de cosas que nos contaba mi padre.

            ¿Qué significaba España para su familia; para ustedes?

            Significaba algo con lo que estábamos muy vinculados. La verdad es que estamos vinculados familiarmente a diversos países de Europa: a Francia, a Italia… Pero España era el país hacia el cual teníamos una responsabilidad política. La diferencia era ésa. Veíamos a amigos que nos traían cosas; que nos traían discos, regalos, pero también exigencias. A nosotros nos resultaba muy interesante, como niños que éramos, cómo aquella gente hablaba con mi padre. Era un momento tremendo, en plena guerra civil, y recuerdo bien nuestra preocupación, como católicos, por los asesinatos de sacerdotes que se cometían en el bando republicano. Yo preguntaba: «¿El Gobierno es el responsable?». Y aquella gente me decía: «No, pero deja hacer». Eso me llamaba la atención; y nuestro padre nos transmitía que teníamos que trabajar para que eso no se volviera a repetir; que ésa era nuestra responsabilidad como carlistas.

            ¿Cómo se vivía la religiosidad en su familia?

            De una forma algo peculiar. Mi padre era un hombre enormemente piadoso; un hombre de misa diaria. Sin embargo, era también un hombre de miras absolutamente abiertas. No admitía de ninguna manera que se molestara a alguien en nombre de la religión. Josep Carles Clemente, el gran historiador del carlismo, a quien quisimos muchísimo, era agnóstico y contaba que cuando estaba invitado en nuestra casa mi padre le pedía por favor que le despertase para ir a misa a las seis de la mañana, momento en que Josep Carles ya estaba despierto porque se levantaba muy pronto para trabajar; pero que mi padre era muy respetuoso y jamás le había pedido que fuera con él. Era muy respetuoso; y también decía cosas que hace sesenta años nadie decía. Por ejemplo, decía que puesto que el sacerdocio era un sacramento y el matrimonio otro, no eran incompatibles entre sí, sino todo lo contrario. Era, ya digo, un hombre abierto, inteligente y bueno.

            En un momento dado, el carlismo experimenta una llamativa evolución ideológica hacia el socialismo autogestionario. ¿Cómo vivió su padre, y cómo vivieron ustedes, aquel cambio?

            Naturalmente, nosotros —mi hermano Carlos Hugo, mis hermanas CeciliaMaría de las Nieves, y yo— estuvimos más implicados. Mi padre no podía vivir en España, porque Franco lo había echado, así que fue a nosotros a los que tocó trabajar para que el carlismo recuperara sus raíces históricas. Nosotros siempre entendimos que aquella evolución, que hubo gente que no entendió, era muy lógica con respecto al pasado de la lucha carlista y sobre todo a la reivindicación de los fueros. El fuero, para nosotros, es el derecho de los pueblos. Para nosotros, España es un conjunto de pueblos: por eso decíamos siempre las Españas, en plural. Y el fuero es la identidad y la primera libertad de una comunidad. En España hubo un divorcio total entre las aspiraciones populares y el Estado liberal capitalista que se inició en 1833, y de ahí las guerras carlistas. Nosotros creemos que debe existir un Estado español, pero que ese Estado no puede estar divorciado de las identidades, la historia, las canciones, la manera de vivir, los mitos, etcétera, de los distintos pueblos de España. Nosotros queríamos engarzar aquel pasado con la modernidad, y a Carlos y a todos los que nos acompañaron nos pareció que lo que mejor podía traducir en la actualidad esa aspiración histórica, lo que nuestros ancestros habían querido, era el concepto de autogestión. Proponíamos la autogestión en tres campos: el político, el territorial y el económico. Pero no fue algo que le impusiéramos al pueblo carlista, sino que lo elaboramos con él. Llevamos a cabo una enorme labor cultural y política, vertebrada a través de cursillos de formación como los que también hacían el partido comunista y la Iglesia. Siempre había resistencias, claro, igual que la hubo con respecto a la estrategia de unirse a la oposición al régimen y en muchos casos a quienes habían sido nuestros enemigos en la guerra. Pero casi todos acabaron dándose cuenta de que aquéllos eran realmente más amigos nuestros que el régimen franquista.

 El carlismo, de algún modo, había ganado y a la vez perdido la guerra civil.

            La perdió, sí, sí. La guerra fue enormemente trágica para el carlismo. El carlista era un partido popular, y en absoluto podía estar de acuerdo con los que ganaron la guerra, pero también era religioso. De todas maneras, me gustaría desarrollar esto: el carlismo era religioso de una manera un poco especial. Para el carlismo, la religión es un bien del pueblo; y la ha defendido como tal bien del pueblo y no de la Iglesia institucional. Los curas que aparecen en las obras de un autor carlista gallego al que todo el mundo conoce, Valle-Inclán, traducen bien ese divorcio. La Iglesia jerárquica apoyaba unas estructuras inadmisibles para un cristiano. Mi padre escribió una vez una carta a monseñor Tarancón, un prelado democrático, para decirle que un cristiano no podía admitir un régimen como el de Franco, que era contrario a la misión evangélica de la vida.

            En el año 1957, su hermano Carlos Hugo inicia su actividad política presentándose en Montejurra.

            Sí, sí. Fue una sorpresa, porque Franco no permitía a mi familia entrar en España, y mi hermano tuvo que hacerlo clandestinamente. El pueblo carlista no conocía a mi hermano y mi hermano no conocía al pueblo carlista, ni tampoco la realidad de España. De hecho, antes de presentarse, pasó un tiempo viviendo en Bilbao, en casa de un sindicalista carlista, obrero metalúrgico, Perico Olaortúa, porque quería conocer la sociedad española. Para lo de Montejurra fue clave Javier Astrain (acaba de morir Ignacio, su hijo), que fue quien neutralizó las reticencias de los líderes del carlismo navarro. Su aparición fue un momento bastante extraordinario. Mi hermano dio un discurso que ya apuntaba a una renovación del pensamiento carlista sin malbaratar su esencia.

            A principios de los años sesenta, el régimen accede finalmente a que entren en España.

            Accede a que lo hagamos las chicas. A mi hermano se le echó, pero con respecto a las chicas, Franco —que no era estúpido—, dándose cuenta de que España era profundamente republicana, tenía la ingenuidad de pensar que puesto que estábamos promocionando una idea monárquica, podría aprovecharnos en su favor. Nosotros también nos aprovechamos de él. Cuando llegamos a España, el saludo carlista era «¡muera Franco!». Nosotros dijimos a la gente que debíamos ser mucho más suaves; que había que disimular; que había que aprovechar en su contra la relativa tolerancia del régimen.

            ¿Llegó a conocer a Franco en persona?

            Coincidí con él en una ocasión. Yo estaba en un grupo que hacía entonces el servicio social, y Franco vino en una ocasión a visitarnos. Fue la única vez que le vi de cerca.

            ¿Qué España se encontraron? ¿Hubo alguna suerte de choque entre la España idealizada que habían crecido imaginándose y la real que se toparon?

            En cierto modo, sí: la realidad siempre desborda lo que uno ha imaginado. Pero lo que más nos sorprendió fue el calor humano de los españoles; la manera directa de relacionarse de la gente siendo aquélla una sociedad clasista. Una amiga mía nórdica, que se consideraba mucho más demócrata que los españoles y seguramente tenía razón, se sorprendió mucho en una ocasión en que nos presentamos en una casa a la que se nos había invitado y yo di un beso a la chica que nos abrió, que era cocinera: «¿Aquí se besa a las cocineras?», dijo perpleja. Es decir, en aquella España, la realidad humana desmentía considerablemente la realidad política. Aquello nos sorprendió muy gratamente, porque era exactamente la postura de mi padre.

            ¿Qué significaba para ustedes la monarquía, la idea monárquica?

            Teníamos una idea clásica de la monarquía, pero bien entendida, de que la monarquía nunca podía ser el régimen de una clase. La monarquía, para nosotros, debía ser un instrumento en favor de una conexión entre todas las clases y de la promoción de la clase trabajadora. Eso, mi padre siempre lo tuvo muy claro.

            Usted, ¿sigue considerándose o sintiéndose monárquica ahora?

            No, ahora no. Como demócratas que somos, los carlistas decimos que el pueblo español tiene que escoger. Yo no soy ni monárquica, ni republicana: soy demócrata. Hay monarquías democráticas como las del norte de Europa y hay repúblicas autocráticas. Lo importante es que se respete la voluntad del pueblo.

            ¿Qué aspectos positivos le ve a la monarquía?

            Un aspecto positivo es el de ser el rey el último árbitro por más que constitucionalmente no tenga ningún poder. Se trata de un arbitrio moral; un último recurso para algunos casos. Pero ya digo: yo no soy monárquica; soy de lo que el pueblo quiera escoger; y mi sobrino, el jefe de nuestra dinastía, piensa lo mismo.

            1962 fue un momento icónico para su hermano: aquel año, pasó varias semanas trabajando en una mina asturiana, el Pozo Sotón, para conocer de primera mano la realidad de la clase trabajadora.

            Sí, sí. Carlos guardó siempre un recuerdo maravilloso de aquello: trabó verdadera amistad con sus compañeros y descubrió la mentalidad minera, que le sorprendió muchísimo. Los mineros —me contaba entonces— eran gente generosa y noble. También le resultó increíble cómo un minero podía levantarse y pronunciar un discurso vibrante, con una dicción clara y una enorme capacidad para referirse a la historia propia y a la de España. Algunos de los amigos mineros que hizo vinieron luego a verle a Montejurra, lo que fue un detalle maravilloso. También me contaba que en una ocasión, en un baile popular, quiso invitar a una chica mona que era la hija del propietario de Gallina Blanca. La chica le dijo: «Yo no bailo con un minero». Cuando luego descubrió la verdad, a la pobre chica no hicieron más que tomarle el pelo.

            Durante aquella década, los mineros asturianos protagonizaron largas huelgas que constituyeron un quebradero de cabeza serio para el franquismo. Y hubo un momento hermoso en el que uno de los líderes de tales huelgas, Lito el de la Rebollada, acudió a Helsinki a una cumbre de intelectuales entre los que se encontraban Pablo Neruda, Jean-Paul Sartre e Ilyá Ehrenburg, para explicar a éstos la huelga. Hay fotografías que los muestran escuchándole con atención y que representan bien cómo en aquellos años hubo una intelectualidad que decidió colocarse con humildad detrás de la clase trabajadora organizada.

            Sí, sí. Decidió escuchar al pueblo. Al presidente francés actual le sucede que es un hombre culto, inteligente y yo creo que bienintencionado, pero no tiene ninguna experiencia popular; y entonces, cuando habla al pueblo francés, no le escuchan, porque no tiene esa vena.

            Asturias no era una región de tradición carlista fuerte; no al nivel de Navarra o Cataluña. ¿Cómo era el carlismo asturiano en aquellos años?

            Un carlismo muy activo, muy beligerante. Yo no viajé mucho a Asturias, pero lo poco que vine me pareció del carlismo asturiano que estaba muy vinculado a la tierra asturiana y muy en línea con lo que queríamos: vinculación con la tierra propia sin comprometer la unión de las Españas. Nuestra idea es ésa: ojalá que no nos quiten ninguna de las Españas, pero si un pueblo escoge separarse, hay que respetarlo, porque eso es el patriotismo; el amor a los pueblos, no a un símbolo que ya no quiere decir nada. Todo el asunto de Cataluña radica ahí.

            A finales de los sesenta, su familia es expulsada de España.

            Sí. Yo me escondo para seguir siendo el vínculo con mi hermano. Me voy a Valencia, donde vivo con Laura Pastor y Luis Menéndez de Luarca. Fue una experiencia interesante y a la vez divertida, porque el jefe regional carlista de Valencia, Rafael Ferrando, me dijo: «No salga nunca de aquí, porque la policía puede prenderla», pero yo salía todos los días, porque me encanta el mar, e iba a las playas. Rafael me decía: «¡La veo muy morena!». Y yo le respondía: «Sí, porque me pongo junto a la ventana…» (risas). Me veía con mucha gente de los partidos de izquierda con los que estábamos conectados, y entre ellos el PCE y el FELIPE.

            Las relaciones con el PCE, ¿eran siempre buenas?

            Sí. El PCE era entonces realmente un partido popular, y nosotros también. Y éramos dos pueblos que habían luchado muy sincera y muy sacrificada mente por sus ideas en bandos opuestos de la guerra civil, pero que a esas alturas se respetaban. Yo me acuerdo de reuniones en las que un carlista y un comunista se preguntaban mutuamente dónde habían estado en Teruel o en cualquier otra batalla, y el uno le decía al otro: «Sí, estuve, y no pude contigo, porque eras demasiado pequeño»; bromas de ese tipo. El entendimiento a nivel de líderes era más difícil, porque tampoco compartíamos totalmente, ni mucho menos, las ideas del partido comunista. Pero no dejaba de ser bueno. Carrillo era un hombre inteligente, y Dolores Ibárruri una mujer extraordinaria, hija y nieta de carlistas.

            Usted llegó a conocerla, ¿no es así?

            La conocí, sí, sí. Y era una mujer impresionante; un ejemplo de dignidad. Antes, ya me había hablado de ella José María Valiente, que fue en un momento dado nuestro secretario general y que había sido diputado en el parlamento español durante la República. Me había contado que Dolores Ibárruri hablaba muy bajo y luego iba subiendo el tono, y que era impresionante escucharla. Valiente no era en absoluto de izquierdas, pero le reconocía eso a Dolores Ibárruri. Él —me decía— cuando tenía que hablar en el Congreso se pasaba tres días sin comer ni dormir, aunque luego hablaba formidablemente.

           
El PCE había lanzado una política de reconciliación nacional que aspiraba a unir en un solo frente antifranquista a todos los opositores a Franco independientemente de en qué bando hubieran combatido en la guerra civil. ¿Era, a su juicio, una política sincera?

            Sí, creo que sí, que fue sincera. Por nuestra parte también lo era. El objetivo era derribar al régimen. Nosotros hicimos una importante labor de concienciación de la gente y de la burguesía española para superar los miedos que despertaba la idea de un cambio de régimen. Explicábamos a la burguesía que aquél era un paso ineluctable y que si se resistían sería mucho peor para ellos. Hubo que trabajar muchos consensos en aquel entonces. La sociedad europea también nos miraba con simpatía y a la vez con desconfianza; decía: «Pero esta gente, ¿a dónde quiere ir?». Verdaderamente, queríamos ir más lejos que la democracia europea, y esto despertaba miedo en las entidades políticas europeas, y también en otros partidos y fuerzas de la oposición. Pero cuando el PCE lanzó la Junta Democrática, el Partido Carlista se adhirió. Teníamos claro que lo primero era derribar el régimen, y después ya veríamos.

            En el año 1974, abandonan la Junta Democrática de España por no reconocer el derecho de autodeterminación.

            Sí. También nos parecía que se daba demasiada importancia a las personalidades presentes y no a los colectivos representados. Por eso nos pasamos a la Plataforma de Convergencia Democrática. Pero en cuanto entramos, nos pusimos enseguida a trabajar por la unidad. Y hubo bastante pelea, porque la unidad entre las dos plataformas era muy dificultosa, pero al final lo conseguimos con la ayuda de todos. Yo estoy muy orgullosa de haber sido la que anunció a la prensa mundial la unidad en París. Lo fui únicamente porque era la que mejor hablaba francés, pero estoy muy orgullosa de haberlo sido. Dije: «Se decía que la oposición española era incapaz de unirse: pues bien, ¡estamos unidos!». Para mí, es un recuerdo extraordinario. Lo cuenta el documental de Victoria Prego: «Una militante carlista anuncia…».

            Usted era responsable de relaciones internacionales del Partido Carlista. ¿Qué significaba ese papel; cuál era su labor?

            Vencer el relativo miedo europeo y dar a conocer la realidad española. La gente en Europa no conocía ni la dureza de la represión ni su carácter solapado: militantes de partidos políticos que no podían trabajar en una fábrica, abogados que perdían sus clientes, etcétera. Eso en Europa se ignoraba mucho, y nuestro papel fue responsabilizar a Europa; decirles: «Sois una organización democrática y estáis con los brazos cruzados. Venís a España para disfrutar de las playas y los empresarios se aprovechan de que los salarios aquí son bajos, pero estáis ayudando al régimen; sois cómplices, y tenéis que ayudarnos». Estuvimos en todas partes: en Bélgica, en Rusia, en Holanda, en Estocolmo…

            En 1976 se producen los sucesos de Montejurra: un ataque de individuos de extrema derecha armados con la connivencia de la Policía y de la Guardia Civil contra los participantes en el tradicional acto carlista, que se saldó con dos muertos. ¿Cómo lo recuerda?

            Fue atroz y a la vez interesante: el régimen se había dado cuenta de hasta qué punto el carlismo podía representar un puente entre las dos Españas. Mi padre era conocido como un hombre sabio y piadoso y por lo tanto la España tradicional podía fiarse de él, pero por otra parte, nuestro programa político era totalmente de izquierdas. Era posible, ya digo, que nosotros uniéramos de algún modo a las dos Españas, lo que no podía hacer ni un partido de derechas ni un partido de izquierda radical. Nos atacaron por eso. Recuerdo que gente que no tenía nada que ver con nosotros, intelectuales franquistas, escribían la víspera que había que reconquistar Montejurra. ¿Qué reconquista? Montejurra era totalmente del Partido Carlista. Nosotros tuvimos grandes dudas en la víspera, porque mucha gente nos aconsejaba, vistas las amenazas, suspender el acto. Pero no podíamos suspenderlo por una razón: de todos modos, el pueblo carlista hubiera ido; y sin la estructura organizativa del Partido, el choque hubiera sido muchísimo peor. Nosotros insistimos mucho en la consigna de que la gente debía ir muy tranquila y sin armas. Para mí, lo que sucedió fue muy doloroso, porque mi hermano me había prohibido asistir. Él fue con Irene, su mujer, y con mi hermana, María de las Nieves, pero probablemente consideró que si le pasaba algo, alguien tendría que recoger la responsabilidad del movimiento carlista. Yo me quedé en Pamplona y fue allí donde supe de lo que había sucedido. Fue terrible; y después intentaron la gran estafa de atribuirlo a ETA, pero la prensa estaba allí, y toda la oposición estaba allí, incluido el PCE, así que no pudieron engañar a nadie.

            ¿Cómo vivieron las elecciones constituyentes de 1977, a las que el Partido Carlista, que no fue legalizado por no reconocer a la monarquía juancarlista, no pudo acudir?

            Fue muy doloroso. Recuerdo a un periodista que había escrito: «¿Qué va a pasar con los dos PC?». Se refería, claro, al partido comunista y a nosotros. Y lo que pasó fue que en el último momento, Suárez decidió legalizar al PCE el Sábado Santo, cuando todo el mundo estaba en misa o en la playa, pero a nosotros no. Fue un golpe muy duro. Aquél era el momento en que el pueblo español iba a conocer a los distintos partidos, pero a nosotros se nos impedía darnos a conocer. Además, no teníamos los apoyos financieros extranjeros de los que otros partidos, como el PSOE, sí disfrutaban. El PSOE, que era un partido con un pasado muy glorioso pero no había estado presente en la lucha antifranquista; el PCE, los demócrata-cristianos, etcétera, tenían apoyos foráneos, pero nosotros no. Entonces hubo una duda en el Partido Carlista sobre si introducirnos en los movimientos sociales, que era la tesis que yo defendía. Pero nuestra gente no quiso, porque éramos un partido y como partido teníamos que seguir.

            En 1979, el Partido Carlista enfrenta una enorme crisis.

            Sí, sí. Además, la abdicación de mi padre hizo que fuera Carlos el que ostentara la responsabilidad dinástica y que, por tanto, no conviniese que siguiera dirigiendo el Partido. Seguimos manteniendo una conexión muy intensa, pero ya no estábamos propiamente hablando dentro del Partido.

            En la actualidad hay al menos dos partidos que se reclaman herederos del carlismo histórico: el Partido Carlista, que se mantiene en posiciones de izquierda socialista, y la Comunión Tradicionalista Carlista, de extrema derecha y acaudillada por su hermano Sixto Enrique. ¿Puede considerarse, a su juicio, carlista a esta formación?

            No, no, de ninguna manera. Ese partido no tiene absolutamente nada que ver con el carlismo histórico. Si lo tuviese, lo reconocería, pero ni los hombres ni las ideas de ese partido son carlistas. Se trata de un montaje del régimen franquista que ha persistido y al que la izquierda ayuda a sobrevivir por su estupidez, recordando del carlismo sólo los momentos de enfrentamiento y no la fraternidad que también llegó a haber. El Partido Carlista es el único partido político que mantiene la continuidad del carlismo histórico. Por eso la representatividad legítima del carlismo únicamente corresponde a mi núcleo familiar y al Partido Carlista.

            ¿Qué significa, puede o debe significar actualmente ese Partido Carlista ya muy disminuido y que a duras penas sobrevive en algunos municipios de Navarra?

            Yo creo que es un buen momento para que el carlismo repunte, porque los partidos y las estructuras políticas vigentes están en crisis. Hoy hay una ola libertaria que se parece mucho a lo que nosotros fuimos históricamente. Hay grupos políticos que están teniendo éxito en toda España —en Cataluña, en Euskadi, aquí en Asturias, en Galicia o hasta en Madrid— y que yo veo como muy próximos a nuestra propia experiencia histórica; y yo creo que el carlismo debería juntarse con ellos para construir pacíficamente algo nuevo con los pueblos de España. Tengo mucha esperanza. Es nuestro lema, y las cosas no son boyantes en este momento, pero yo confío mucho en el pueblo español y en los pueblos de Europa.

            Cuando el Partido Carlista entró en crisis, sucedió algo curioso: dependiendo de qué parte del ideario carlista importara más a cada cual, hubo gente que migró hacia el PSOE y gente que lo hizo a los distintos nacionalismos periféricos, e incluso a Herri Batasuna en el País Vasco. Tal y como también sucedió con el PCE, acabó habiendo excarlistas en todas partes.

            Pero eso es natural. Cuando un partido no tiene éxito como tal partido, es natural que se desaten tensiones internas.

            ¿Sigue considerándose socialista en el sentido profundo del término que ustedes reivindicaban?

            Claro que sí, sin duda alguna, sí. Seguimos queriendo una democracia socialista fundamentada en las diferentes identidades de los pueblos de España. Y soy optimista: creo que ese anhelo se corresponde bien con algo que empiezan a reclamar todas las sociedades europeas. En Francia ahora hay una crisis tremenda, y los chalecos amarillos han hecho muchas tonterías, pero reclaman entre otras cosas una democracia ciudadana que es exactamente lo que nosotros queríamos. Democracia ciudadana no quiere decir que todo el mundo esté sentado en el Parlamento: sería absurdo. Quiere decir una conexión mucho más real entre las bases populares y los cargos electos. Eso existía de algún modo, por cierto, en el carlismo histórico, que reclamaba cuestiones como el juicio de residencia (la revisión de las actuaciones del funcionario público al término de su mandato, y también de los cargos que pudiera haber en su contra) y el mandato imperativo, es decir, la obligación de los cargos electos de cumplir las instrucciones de sus electores y su responsabilidad directa ante ellos. Son elementos de la tradición carlista que yo creo que podríamos recoger en términos modernos. El elegido tiene que dar cuenta de su gestión y no puede ser un paracaidista cualquiera, sino que tiene que provenir del propio pueblo. No otra cosa reivindicaba el carlismo, así que yo creo que éste es un momento ideal en el que la aspiración histórica y la actual coinciden de manera muy interesante.

           
¿Cómo ve la situación política francesa actual?

            Veo a Francia como un país en crisis. Francia es un país muy democrático, pero muy rígido en muchas cosas; es un país que tiene una aspiración democrática profunda, pero cuyas élites actuales no responden a la sociedad actual, y de ahí los desórdenes populares que han ido desatándose. Hay razones muy concretas para tales desórdenes, pero también una de tipo ideológico: no hay ningún partido que proponga lo que nosotros proponíamos. Lo comentaba antes: Macron es un hombre relativamente bienintencionado, inteligente y joven, pero no tiene ninguna experiencia popular; y cuando habla al pueblo francés, el pueblo francés no lo escucha, porque no sabe cómo hablarle.

            ¿Cree que el Frente Nacional de Marine Le Pen, hoy llamado Agrupación Nacional, ha tocado techo?

            Me temo que no. De la misma manera que en el pueblo de izquierdas hay una gran ansiedad, también la hay en el pueblo de derechas. Marine Le Pen, que no es nada tonta, y sí muy hábil, ha logrado en cierta medida conformar un partido popular. No hay ningún partido político que sepa responder a las demandas que comentaba antes: el partido comunista ha desaparecido y el socialista está muy lejos de sus bases. Y otro problema es que hay muy poca cultura política. Mire, a mí hace muchos años me conmovió muchísimo una experiencia que le voy a contar. Yo iba por primera vez a México invitada por una organización de tipo muy, muy popular; y en un momento dado me encontré con uno de sus miembros, que era un profesor de escuela y un tipo culto. Estábamos en Chiapas, y empezamos a discutir sobre el concepto de la muerte en las cosmologías azteca y cristiana; una discusión un poco difícil pero que mantuvimos con pasión. De repente, miro a mi alrededor y ¿qué veo? A la gente escuchándonos con un interés loco. Yo me dije: esto es el pueblo. El pueblo quiere saber; quiere conocer. Al pueblo hay que llevarle los bienes culturales de los que disfrutan las clases más pudientes, pero esto no se ha hecho en España. La televisión española es una cosa tremenda. Francia está un poco mejor, porque hay diversas entidades culturales que funcionan bien, pero tampoco es suficiente. Y esa culturización es absolutamente necesaria; responde, además, a una profunda exigencia popular; a una intensa sed de cultura, de saber, para poder ser.

            ¿Qué le parece Jean-Luc Mélenchon?

            Me parece un español de pura cepa (risas). Su padre, ¿sabe usted?, es español; y su madre, italiana. Y yo creo que ese origen español explica su empuje. Habla de maravilla; es el mejor orador de toda la política francesa. Y a veces exagera o dice tonterías, y también incurre en estallidos de cólera que un político no puede permitirse nunca, pero es un hombre interesante. El problema es que tampoco ha sabido labrar una izquierda cohesionada.

            Volvamos a España. El año pasado se cumplieron cuarenta años de la promulgación de la actual Constitución. Hoy, ¿podemos decir a su juicio que España disfruta de una democracia plena, o todavía queda camino por recorrer en el aspecto territorial?

            Creo que España es una sociedad democrática, aunque no la democracia que nosotros hubiéramos deseado. Pero es una democracia atravesada por diversos problemas. Hay un político marroquí que ha establecido con mucha claridad lo que es una problemática: un conjunto de problemas tan entrelazados que sólo se pueden resolver si se resuelven todos. Él se refiere al Magreb, pero su análisis sirve para España. Lo de Cataluña es un ejemplo claro: una nación que se rebela en contra de una estructura impuesta y contra un Estado que en muchas ocasiones no ha respetado su propia Constitución al negarle a los catalanes una expansión de su Estatuto de autonomía que la Constitución, quiérase o no, permite. Para nosotros, el asunto catalán es algo muy triste. Yo, personalmente, tengo muchos amigos catalanes, y algunos son independentistas, porque hice un máster en Cataluña. Y siempre les digo lo mismo: no estoy de acuerdo con vosotros, pero os comprendo, y además no estoy de acuerdo con Madrid. No se le puede negar a un pueblo su deseo más profundo. El patriotismo no es agitar una bandera; es amar a los pueblos que conforman la patria. Al pueblo catalán, en cambio, se le ha despreciado, porque se le han negado derechos. Yo he tenido discusiones terribles con respecto a esa crítica continua a Cataluña, y también con independentistas.

            De todas maneras, del mismo modo que existe un nacionalismo español catalanófobo, también existe una hispanofobia catalanista. El actual presidente catalán, Quim Torra, ha llegado a hablar de «baches en el ADN» de los españoles.

            Sí, es cierto. Por eso digo que he tenido discusiones. La cuestión es que una cosa provoca la otra; cada exceso de los unos provoca un exceso de los otros. Otro exceso ha sido la acusación de rebelión armada. ¡Por favor, no es así: si los catalanes han sido ejemplares…! Yo tengo amigos de derecha —¡de derecha!— en Francia que me dicen: «Pero ¿qué hacen en España poniendo a los políticos en la cárcel? ¡Eso es franquista!». Yo no estoy de acuerdo con la separación de Cataluña: creo que para España sería terrible y para Cataluña también. Pero puede haber una unión distinta de la que hay, y se les puede escuchar. En todo caso, si el pueblo catalán decidiera separarse habría que respetarlo. La unión de un pueblo debe estar basada en la aceptación mutua. Esa aceptación pasa en primer lugar por conocerse. Yo tengo la sensación de que entre Cataluña y el resto de España no hay un verdadero conocimiento mutuo. En cuanto la gente se conoce, la cosa cambia; pero la gente no se conoce.

            Cambiemos de tercio. Usted es experta en el mundo árabe.

            Sí. El mundo árabe siempre me ha interesado mucho. A fin de cuentas —y no sé si se puede decir esto en Asturias (risas)—, en España somos muy árabes. Tenemos muchas costumbres árabes para bien y para mal; también judías y bereberes. Y a mí, el árabe es un pueblo que siempre me ha atraído. Tienen rasgos muy parecidos a los nuestros: el calor humano, la generosidad, la alegría, la susceptibilidad extrema, la dificultad de doblegarse ante una disciplina… Y es una historia maravillosa la de los árabes en España: el Califato de Córdoba fue un momento muy brillante de la historia europea. Los cristianos, los musulmanes y los judíos trabajaban juntos e Ibn Rushd,Averroes, decía que la razón y la religión no se tenían que anteponer la una a la otra y que en caso de que las afirmaciones de la religión negaran las de la razón había que interpretarlas metafóricamente. Santo Tomás de Aquino tomó eso de Averroes para decir que Dios era la causa primera y que los hombres eran las causas segundas. Ahí está el origen del pensamiento democrático europeo: lo sacamos del islam. El drama del islam es que lo pensó primero y no lo supo aprovechar.

            ¿Cómo ve la situación actual del mundo árabe?

            Es un momento muy difícil, porque hay grandes tensiones: en primer lugar, la gran disputa entre chiismo y sunnismo, que es algo muy trágico. Por otra parte, la famosa problemática a la que me refería antes, que no está resuelta, y que provoca el crecimiento absurdo de un fanatismo religioso que para mí no tiene nada que ver con las Escrituras; es algo que ningún creyente del islam debería reconocer como suyo. El problema es que como no hay Iglesia en el islam, tampoco hay una autoridad que se niegue a esto. Últimamente me ha parecido muy positiva la firma por el papa Francisco y el imán Ahmad al-Tayeb, la autoridad máxima de la Universidad de al-Azhar de El Cairo, de un documento diciendo que en nombre de Dios jamás se puede matar. Es algo simbólico y muy importante que espero que tenga alguna vigencia.

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