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viernes, 7 de agosto de 2020

CUANDO LA MONARQUIA FRANQUISTA Y LIBERAL ES EL SISTEMA

 La vergonzosa huída de Juan Carlos de Borbón del territorio español es una medida más, aunque de gran calado mediático, para garantizar un cordón sanitario de protección a la cúspide del sistema: la monarquía liberal y franquista. La práctica totalidad de la clase política -excepción hecha de los partidos nacionalistas- , el poder judicial, una gran parte de la alta burguesía empresarial y financiera, la “acorazada mediática” y algunos sectores, esperemos que no especialmente significativos, de la sociedad civil española han sacrificado la imagen y la trayectoria del anterior jefe del Estado para salvar no solo la institución monárquica, también, y sobre todo, para salvar y apuntalar un sistema que, si ya tenía graves carencias de legitimidad de origen, ha perdido toda la legitimidad de ejercicio.

            La connivencia entre Felipe de Borbón, como jefe del Estado, y Pedro Sánchez, como presidente del Gobierno, pactando la marcha de Juan Carlos al margen de las Cortes Generales, y los ciudadanos figurando como extras en una película muda, es una evidencia muy significativa del cachondeo institucional y del nulo respeto al marco jurídico vigente, ya de por sí bastante deficitario. Desde la lógica de la praxis histórica de la dinastía liberal (y franquista) la actuación de don Felipe es impecable: se trata de salvar sus intereses de familia por encima de cualquier otra apelación al bien común de la sociedad española. Desde la llamada Isabel II hasta el actual jefe dinástico se dan las mismas conductas: corrupción, cainismo familiar, patrimonialización del Estado y apego al poder a cualquier precio. Pero la actuación del jefe del ejecutivo merece una atención especial: ¿por qué ese compromiso en apuntalar un sistema que ha perdido la credibilidad democrática? El miedo a un vacío de poder con la incertidumbre que se generaría –en medio, además, de una grave pandemia incontrolada-  y la pérdida de privilegios puede, en parte, explicar la conducta de Felipe de Borbón, pero la actuación ocultista y maniobrera del jefe de Gobierno se debe de contextualizar históricamente: se le está pasando al PSOE la factura de apuntalar el franquismo y renunciar, tras la muerte del dictador, a una auténtica regeneración democrática. El partido  de Felipe González  y Juan Carlos de Borbón fueron los grandes beneficiarios de la descomposición del franquismo y sus herederos y albaceas políticos, fueron, y son, una parte muy importante e inseparable del sistema surgido de la Transición de 78.  La monarquía franquista y el PSOE se protegen mutuamente. Se ha pactado la salida a la crisis institucional entre dos jugadores tramposos, con las cartas marcadas y con la aquiescencia de los dueños del casino. Y los militantes socialistas, junto con el aparato de su partido, han sufrido una aguda y repentina afonía.

            La complicidad de la clase política, desde Vox hasta Podemos, aunque con matices específicos en cada partido, no deja de ser escandalosa y, aun si cabe, más reprobable que la de la propia familia reinante. Han ensalzado y adulado, cual becerro de oro, a don Juan Carlos, le adjudicaron una cuantitativa aportación en la conquista de las libertades democráticas, cuando solo había, por parte del heredero del general Franco, el compromiso tácito con un sistema político que le garantizase su inviolabilidad, léase su impunidad para el latrocinio. También el conjunto del sistema ha compartido con el anterior jefe del Estado la corrupción, el saqueo de las arcas públicas, el nepotismo y la ocultación de nuestra realidad política y social, mientras, apelaban a los valores democráticos y europeístas, al patriotismo, a la igualdad ante la justicia, a la solidaridad social, a la modernización de las estructuras…

            Si hasta ahora el protagonista de la crisis institucional española era el desafío independentista, ahora es la actuación de la institución cimera del sistema quien está cuestionando su propia continuidad. Guste o no, la movilización de una gran parte del pueblo catalán por la secesión fue un movimiento popular democrático -aunque fuera impulsado por una parte de la burguesía catalana- . Frente aquel embate que, no olvidemos, sigue latente, no se tendieron puentes de diálogo y entendimiento, solo hubo,  desde el Estado, la respuesta de la represión, maquillada con la legalidad constitucional: un grave problema político que se redujo a un delito de sedición. No está de más recordar que la salida de Carles Puigdemont, president de la Generalitat de Catalunya, del territorio español, y su posterior estatus jurídico, se asemeja a la condición de exiliado político; la salida de don Juan Carlos se asemeja a la de un presunto prófugo de la justicia. No deja de ser incongruente que el “rey emérito” abandone el territorio nacional, pero se ponga a disposición de la justicia. La crisis institucional de la monarquía reinante está legitimando el independentismo catalán y dinamitando vías de encuentro.

            Una gran mayoría de la ciudadanía española ha tolerado, o soportado con estoicismo y resignación, la monarquía constitucional vigente: era el precio que había que pagar por las libertades democráticas formales. Baste comparar el compromiso de las monarquías europeas, como la británica o la holandesa, frente al fascismo, con la turbidez y complacencia de la dinastía liberal española con el franquismo. Pero, por el lado republicano, tampoco existía, y sigue sin existir, un movimiento capaz de revertir el sistema. En cuanto a la forma de Estado nos enfrentamos a un vacío institucional que, por ahora, tiene difícil solución. La monarquía de 1969 está prácticamente amortizada, pero no hay una alternativa republicana  de recambio.

 EL CARLISMO, NO ESTÁ; PERO, ¿SE LE ESPERA?

            El Carlismo ante está crisis institucional mantiene un silencio ¿cómplice? No podemos, no debemos permanecer callados. No somos un movimiento monárquico nostálgico de la legitimidad histórica a la conquista de un trono vacio y desprestigiado, o, en todo caso, no solo eso, somos un movimiento social y político que tiene como referencia a una dinastía comprometida con un pacto con el pueblo.

            Con sus aciertos y sus errores y sus luces y sombras, como cualquier otra expresión de insurgencia, el Carlismo siempre ha estado presente, y comprometido, en los momentos graves y conflictivos de las Españas, proponiendo alternativas y soluciones y participando en la lucha. Nuestro silencio empieza a ser un certificado de extinción, estamos siendo arrasados por los nuevos vientos de la historia y de la modernidad, y por una dinámica social imparable ante la cual, parece, no tenemos nada que decir.

            Contrasta nuestra  inactividad presente con el fuerte dinamismo de otros momentos históricos difíciles. Recordemos nuestras propias experiencias del pasado que puedan parecerse a la actual. En 1931, tras la huída de Alfonso XIII, el Carlismo con Jaime III al frente, y tras enfrentarse con dureza a la dictadura de Primo de Rivera, acogió con esperanza la proclamación de la República, proponiendo un proceso constituyente, una federación de nacionalidades ibéricas, políticas sociales igualitarias y un respeto escrupuloso a la voluntad popular. Aquellas esperanzas se frustraron, pero estuvimos.  

            Y ahora tenemos que articular una respuesta para este momento actual cargado de incertidumbres. Y hemos de hacerlo colectivamente, unitariamente, desde el más radical de nuestros jóvenes militantes al más comprometido de nuestros veteranos luchadores. Y con la Dinastía,  como abanderada de la Causa y como referencia y símbolo de nuestra lucha.


        Las Españas, 7 de agosto de 2020




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