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lunes, 17 de diciembre de 2018

DE QUÉ MUEREN LAS DEMOCRACIAS




 Desde hace unos meses se encuentra a la venta en las librerías de nuestro país un libro llamativamente titulado "Como mueren las democracias", publicado por la editorial Ariel y escrito por dos luminarias norteamericanas que deben su prestigio exclusivamente a ser profesores de la Universidad de Harvard y que han aprovechado la coyuntura política norteamericana e internacional para poner en negro sobre blanco una serie de obviedades y, de paso, cargar tintas sobre los llamados "populismos". Desde los años veinte y treinta del pasado Siglo XX, han sido numerosos los estudios sobre la "crisis de la democracia" que se han realizado en todo el mundo por lo que este libro solo incide en lo que ya han dicho otros con anterioridad resultando sobradamente prescindible y habiendo sido beneficioso para los esquilmados bosques del planeta que no se hubiera publicado.  

            Los llamados populismos, denominación tan genérica y abstracta como la del fascismo con la que se pretende definirlo todo y no se define nada, no son, como se pretende, una enfermedad de las democracias y por lo tanto no las matan. Los populismos son tan solo un grave síntoma, tal vez el último y definitivo, de la verdadera enfermedad que, lenta y silenciosamente, mata a la democracia; porque se ha de saber que las democracias no mueren, a las democracias se las mata.

            La enfermedad que mata a la democracia es una enfermedad genética y congénita, es decir, que se encuentra desde el origen en el propio cuerpo del régimen democrático y puede, dependiendo de las condiciones ambientales del entorno, no desarrollarse jamás o desarrollarse en unas sociedades antes que en otras.  Esta enfermedad pasa por al menos cuatro fases, siendo las dos primeras latentes, es decir la enfermedad está pero no genera síntoma alguno o no genera síntomas masivamente molestos al limitarse prácticamente a la filosofía que inspira a las estructuras e instituciones políticas; mientras que las dos últimas fases son visibles y evidentes generando numerosos y variados síntomas cada vez más graves y molestos al infectar y transferirse el mal a la propia sociedad.

            La primera fase es el gen intrínseco y anómalo provocador de la enfermedad y que puede o no irse desarrollando. Es la fase de "la contradicción y la hipocresía" en la que la democracia muestra sutiles contradicciones que se manifiestan en imperceptibles actos de hipocresía. Es el momento en que proclamadas todas las libertades en los grandes textos legales, se las niega o se las recorta en los desarrollos reglamentarios y en el que declaradas todas las igualdades de derecho se las niega fáctica y prácticamente. La contradicción más grave de la democracia radica en que a pesar de la proclamación de que todos pueden ser elegidos para cualquier cargo público en realidad tal posibilidad se reducen drásticamente a determinadas personas o grupos que cuentan con el apoyo de determinados poderes o medios. Si la democracia quedó definida por Lincoln como “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo (1), lo cierto es que a ese pueblo se le pide periódicamente que decline su libertad en unos parlamentos sobre los que, una vez constituidos pierde cualquier posibilidad de control y que, por muy electos que sean, no dejan de ser y funcionar como una institución aristocrática entendida en el sentido estricto de ser pocos pero no necesariamente los mejores. En esta primera fase, la inmensa mayoría de la ciudadanía no percibe que exista enfermedad alguna al no detectar las sutiles contradicciones y solo una minoría muy minoritaria, próxima  al poder, se percata de la misma, lo que proporciona a esa minoría una información privilegiada que terminará aprovechando en beneficio propio.

            Esta primera fase se desarrolla posteriormente al agudizarse las contradicciones del régimen político y se pasa a la segunda fase de la enfermedad que es la fase de la "mentira manifiesta", algo más perceptible pero no mayoritaria ni masivamente perceptible. Los poderes públicos niegan y reniegan de sus contradicciones y empiezan a justificarla con sofismas que son mentiras con apariencia de verdad. Es el momento en que desde el poder se asegura que todo va bien cuando la gente percibe que algo va mal, es el momento en que las estadísticas justifican un país ideal que no coincide con el país real, es el momento donde algunos vaticinan como van a desarrollarse peligrosamente los acontecimientos futuros pero se les llama agoreros y se les margina. En esta segunda fase, los ciudadanos y las sociedades no tienen la percepción de que algo esté fallando y mantienen su identificación con los gobernantes y las instituciones pues, a pesar de la igualdad proclamada, el pueblo no ha dejado aún de considerar y creer que existe cierta superioridad natural, intelectual y moral, en los dirigentes elegidos que, de alguna manera, les hace mejores que al pueblo al que dicen representar y hace que éste no les considere tan malos o incompetentes como se dice o parece.

 La tercera fase de la enfermedad muestra ya síntomas externos, visibles y fácilmente perceptibles por la ciudadanía; es la fase de la "corrupción". Las contradicciones y las mentiras han seguido creciendo y se han ido haciendo cada vez más evidentes para la población al tiempo que se hacen públicas y salen a la luz, posiblemente por motivos espurios que tienen su origen en la lucha por el poder de las facciones políticas en liza, casos de enriquecimiento ilícito de dirigentes políticos o de ciertos actos de dudosa moralidad y rectitud legal cometidos por los representantes políticos. En esta fase la enfermedad se trasmite a la sociedad quien pierde la confianza en los propios representantes que elige, lo que supone en sí misma una contradicción en el seno del pueblo pues ¿Por qué continuar votando a aquel en quien ya no se confía? (2). En esta tercera fase, la "corrupción" política e institucional termina siempre saltando e infectando a la sociedad porque es potestad propia de los dirigentes democráticos de un estado influir con su ejemplo, bueno o malo, en la sociedad que los ha elegido; este es el momento en que los dirigentes consideran que "a un pueblo se le gobierna mejor por sus vicios que por sus virtudes" (Napoleón) y actúan en consecuencia fomentando debates superfluos y todo tipo de distracciones. Evidentemente la sociedad, por muy corrupta que sea, jamás lo será tanto como sus dirigentes y su corrupción se limitará a guiarse por un mal entendido "carpe diem" y a decantarse hacia la picaresca que supone el buscar resarcirse, en la medida de lo posible, de las cargas y exacciones que se le exigen desde el poder ocultando por aquí unos pocos miles y sacando por allá algunos cientos.

            Finalmente, la última fase de la enfermedad que termina con la democracia es una fase que se manifiesta clara. públicamente y sin pudor, es la fase de la "pérdida del sentido común" o de la "degeneración". En esta fase los dirigentes políticos pretenden autojustificarse exacerbando los sentimientos de los ciudadanos y apelando a lo más bajo y visceral del ser humano porque con ello obtienen adhesiones inquebrantables a sus respectivas personas, las contradicciones y las mentiras carecen por completo de importancia porque la coherencia y la verdad, simplemente, han dejado de ser importantes y a muy pocos les interesan, lo que ayer estaba mal hoy se considera bueno y viceversa. Los desencuentros políticos, se convierten en tensiones extremas que se transmiten a la sociedad que se bipolariza cada vez más acusadamente en bloques irreconciliables, las instituciones del estado sobre las que recae la obligación elemental de mantener la paz, la legalidad y el sosiego se muestran incapaces de hacerlo porque desertaron de su autoridad y se negaron a estar vigilantes, desde un primer momento, dedicándose a mirar hacia otro lado ante una enfermedad aun asintomática y tolerando lo que en privado o en público consideraban "un mal menor". Y todo ello por no enemistarse con el poder político y financiero con el que compadreaban en secreto guiados por el deseo o "el miedo a perder su puesto" (3) en la estructura del poder.

            En definitiva, lo que mata a la democracia son sus contradicciones internas las cuales le son consustanciales y padece desde su origen y nacimiento así como la incapacidad de los dirigentes políticos de asumirlas mitigando en lo posible sus efectos. Es precisamente esa capacidad o incapacidad de los dirigentes políticos para gestionar las contradicciones, unida a la pronta reacción de las instituciones estatales contra las mentiras de esos dirigentes la que define los parámetros de salud de una democracia impidiendo y/o retrasando el desarrollo de una enfermedad que le es crónica pero con la que puede vivir perfectamente si se la atiende correcta y constantemente.








(1) Frase que forma parte del llamado Discurso de Gettysburg pronunciado por Lincoln el 19 de noviembre de 1963 en el lugar donde se produjo la batalla homónima y donde, se mire por donde se mire, una parte de ese pueblo pisoteo los derechos y libertades de otra parte de ese mismo pueblo.

(2) "Votar tapándose la nariz" lo suelen llamar algunos.

(3) Respuesta atribuida a Hans Frank durante el proceso de Nüremberg cuando fue preguntado el por qué un jurista de su talla había colaborado y cometido los crímenes que se le imputaban.



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