En la Primavera del año 1997 se publicó en España por la
editorial Plaza y Janés y bajo el título de “Don Javier, una vida al servicio
de la libertad” un semblante biográfico de Don Francisco Javier de Borbón
Parma, Javier I, escrito por su hija, Doña María Teresa de Borbón Parma, y por
los historiadores don Josep Carles Clemente y don Joaquín Cubero.
El libro fue presentado al público en un multitudinario
acto celebrado en Madrid y contenía un prologo de Don Carlos Hugo de Borbón
Parma, hijo del protagonista de la obra, que por su contenido se debe
considerar toda una declaración de principios y el último gran manifiesto de
quien, no se puede negar este extremo, fue el depositario hasta su
fallecimiento, el 18 de Agosto del 2010, de los derechos legítimos a la Corona y,
por tanto, Rey de Derecho de Las Españas.
Por su importancia y transcendencia reproducimos
íntegramente a continuación el prólogo contenido en el precitado libro y que, sin duda,
ayudará a los lectores a conocer algo más el Carlismo lejos de todo
tópico y estereotipo.
“En 1936 España
se divide en dos campos irreconciliables. La formación del Frente Popular supone un bloque tan poderoso
que se hace imposible el diálogo parlamentario entre esta izquierda monolítica
y las derechas divididas. La
República muere, mientras los dos campos esperan o preparan
el golpe de Estado.
JULIO 1936
"La Comunión Tradicionalista
se suma con todas sus fuerzas en toda España al Movimiento Militar para la
salvación de la Patria ,
supuesto que el Excmo. Sr. General Director acepte como programa de gobierno el
que en líneas generales se contiene a la
carta dirigida al mismo por el Excmo. Sr. General Sanjurjo, de fecha nueve
último. Lo que firmamos con la representación que nos compete. Javier de Borbón Parma Manuel
Fal Conde."
Es la orden de sublevación
del Carlismo militar. En menos de un mes los requetés navarros llegaran hasta
Vizcaya, Zaragoza y el Alto de los Leones. Al mismo tiempo, el requeté andaluz
toma Sevilla y gran parte de Andalucía, y llega hasta Toledo. Fracasa el
alzamiento donde fracasa el Carlismo. Estos son los hechos. Pero ¿cuáles son
las causas por las que el Carlismo pudo movilizar cincuenta tercios de requetés y motivar estos voluntarios para
lanzarse a la guerra? La contestación es simple: la guerra civil no fue un
accidente, fue una conclusión.
La guerra civil no fue un
accidente. Fue la crisis violenta del sistema capitalista burgués enfrentado, a
la gran revolución del Frente Popular.
La guerra civil la perdimos todos, tuvo un solo vencedor: Franco. Pero de las cenizas de los combates va a nacer una España diferente,
una Iglesia diferente, un ejército diferente, una mentalidad diferente, una
democracia nueva. España habrá sufrido una gran mutación histórica. En esta
guerra y en esta crisis, como en toda mutación histórica, el Carlismo ha tenido
mucha responsabilidad: para empezar, la de enfrentarse con el caos del año
1936.
La crisis política inmediata
La dictadura del Primo de
Rivera se había derrumbado y la monarquía liberal con ella. La República está rota. No hay más esperanza de
solución. Ya no hay posibilidad de gobierno o, mejor dicho, no hay gobierno. Gobierna la calle. Y en la calle no
hay diálogo, todos esperan o preparan el golpe.
Al analizar la situación
política se percata uno de
la inviabilidad del Frente Popular. El Partido Socialista, el PSOE, está
acusado por comunistas y anarquistas de haber sido durante los años de la
dictadura del General Primo de Rivera un partido al servicio del dictador y que
su sindicato, la UGT ,
ayudó a reprimir tanto, a unos como a otros militantes de los partidos de izquierda. Le acusan más o menos de haber estado al
servicio de la monarquía liberal, del
ejército y de la dictadura de Primo de
Rivera.
Los anarquistas,
probablemente el más grande de los movimientos sociales de izquierda, además de
recelar de los socialistas, tenían una profunda antipatía por los comunistas y
su teoría de dictadura del proletariado. Los libertarios, los amantes de la
libertad, difícilmente pueden sentirse atraídos por una dictadura. Además saben
lo que ocurrió a los revolucionarios anarquistas a manos de la dictadura
comunista soviética.
Los comunistas, el partido más pequeño
pero mejor organizado y disciplinado, teniendo el apoyo incondicional de Moscú
podían libremente despreciar a los que les despreciaban y no dejaban de hacerlo
sentir a sus aliados del Frente Popular, tanto socialistas como anarquistas.
El análisis de este
enfrentamiento entre las izquierdas imponía dos conclusiones: la primera era la
imposibilidad de una solución dialogada. El acuerdo era imposible con una
izquierda tripartita. La segunda, la imposibilidad, en el caso de un golpe de
Estado del Frente Popular, de un gobierno coherente del mismo sin un segundo
golpe que estableciera la primacía de una de las partes sobre las otras dos. La
dictadura del proletariado estaba evidentemente en las antípodas de la
desaparición del Estado propuesto por los
anarquistas o del Estado parlamentario, proyectó de los socialistas. Por
eso, sea cual fuere la simpatía que
podían tener muchos españoles por uno de estos partidos, eran
conscientes de que de las sucesivas revoluciones necesarias llevarían a un
desencadenamiento de violencias y de cataclismos en serie.
En resumen, había poca
esperanza democrática de diálogo y tolerancia
en el caso de una victoria del Frente Popular. El doctor Negrín, un gran
amigo y colega del profesor Corral, que era carlista, le confesó "incluso
si ganamos nosotros, estamos perdidos".
Si añadimos a esta
división interna de las izquierdas su actitud anticlerical, imposible de
deslindar de la actitud antirreligiosa de los tres partidos, esto hace más
problemática aún su aceptación por parte de aquella sociedad española
profundamente vinculada al cristianismo.
En este momento el
término de derecha no tipifica la realidad del otro campo. Es un conglomerado
de los que rechazan y se sienten rechazados por el Frente Popular. Allí se
agrupan desde las JONS, totalitarios, fascistas de Falange, liberales,
demócratas cristianos, la
Iglesia , parte del ejército, monárquicos y caciques. En el
campo nacional cada sector intentaba alcanzar sus metas. Para unos era su
libertad religiosa, para otros sus privilegios económicos; o simplemente el
orden público. Otros se fijaban, como
metas la democracia parlamentaria, el
restablecimiento de la monarquía o incluso la instauración del fascismo al
estilo de Mussolini. En el sector de los militares, la unidad de la patria.
Pero, ¿Qué querían los carlistas?
El Carlismo y los Carlistas en 1936
Hay que distinguir
claramente dos estamentos para comprender el Carlismo de entonces. El Popular,
por una parte; una minoría dirigente integrista, por otra. A nivel popular, el
Carlismo esperaba que, caída la monarquía alfonsina, sostenida por la dictadura
militar y caída la República , que
había incurrido en el caos, podrían
volver a proponer sus ideales de una monarquía legítima, una monarquía arbitral, restablecer las libertades forales
o lo que correspondería a un concepto de Estado federal. Esperaba también que
se garantizara la libertad religiosa, aunque tenía cierto reparo al clericalismo
anticarlista de la Iglesia
durante la monarquía liberal. En fin, deseaban la edificación de un sistema que
garantizara una defensa de los trabajadores y una justicia social. Muchos
carlistas habían luchado en los sindicatos libres cristianos y veían en un
sindicalismo pluralista el instrumento de defensa de los trabajadores, como
clase, o el instrumento de participación en las empresas, como individuos.
Por otra parte, al nivel de dirigentes del partido, se habrían reintegrado los antiguos integristas expulsados del
Carlismo por Carlos VII, pero que luego volverían en la época de don Alfonso
Carlos.
Don Alfonso Carlos aceptó el retorno al Carlismo de este sector,
que tenía entre sus filas a miembros de cierto prestigio social, coincidiendo
con un sentimiento general en el Carlismo y con amplios sectores de la sociedad
española, persuadida de que la peor de las catástrofes sería una victoria de
aquellas izquierdas que transformarían
España en un satélite de Moscú.
La imagen de la Unión Soviética ,
una sociedad totalitaria de izquierda militarizada, policíaca, antirreligiosa,
sin ninguna libertad de prensa, ni de expresión, ni de asociación, totalmente
burocratizada y centralizada, no era atractiva ni para el viejo rey carlista
Alfonso Carlos, ni para el pueblo carlista, ni para muchos demócratas, que se encontraban en el llamado campo
nacional.
Este análisis del
peligro de sovietización del país y de persecución religiosa coincidió con el
de la derecha más egoísta y también con la posición de la Iglesia jerárquica, con
una parte del ejército. Y con determinados sectores integristas. Entre ellos
había desde cristianos sinceros, pero en la línea clerical de los obispos,
hasta los que descaradamente utilizaban el sentimiento religioso para defender
sus intereses de clase o simplemente sus intereses económicos. Perseguían
evidentemente, sus propias metas políticas y necesitaban la carne de cañón de
los carlistas para alcanzarla. En cuanto
al Carlismo, tenía una sola meta salvar España, sin poner más
condiciones que la que una consulta nacional "una vez establecido un poder
militar provisional", con un orden público de unas libertades democráticas
poco definidas. El concepto de servicio a España por encima de todo, incluso de
ideales propios, fue quizás el factor más negativo de la postura carlista, como
veremos más adelante.
Con todo, el espejismo de
una posible reconstrucción democrática del país era muy atractiva para una
sociedad desesperada por el caótico presente y a la vez consciente de su
capacidad histórica de crear un futuro distinto.
Uno de los muy pocos que
discrepaban de este análisis fue nuestro padre; Para él había otro peligro que
obligaba a una acción inmediata: una amenaza entonces no percibida claramente
en España era, en sus ojos, el nazismo. Su temor era que la lucha contra el
peligro comunista llevara al nazismo. Para evitar una España satelizada por
Hitler, por una parte (y apoyada por esto por todas "las derechas"),
enfrentada a una España satelizada por Stalin por otra, tenía que actuar el
Carlismo precisamente. No olvidemos que entonces en el campo nacional se veía
como una esperanza, el apoyo del fascismo italiano o del hitlerismo alemán.
Aparecían como una esperanza, sin medir sus consecuencias.
En 1936 mi padre creía
necesaria una acción inmediata, a fin de evitar en esta doble catástrofe,
provocada por la doble polarización internacional del conflicto. El neutralismo
era inaceptable. En efecto, el Carlismo era el único movimiento capaz de
movilización militar propia. Ni la
Falange , ni la
CEDA , ni Renovación Española, es decir los monárquicos, tenía
fuerzas para la movilización militar. El Carlismo tenía esta capacidad y podía
así decidir el día y la hora de su sublevación. La no intervención equivaldría
a suicidarse políticamente y dañar gravemente a España, privándola de una
fuerza política importantísima para un futuro democrático, sin por ello evitar
una confrontación violenta.
Podemos hoy lamentar que
no fuera capaz de condicionar más claramente su levantamiento al cumplimiento
de sus metas históricas, ya que todos los demás participantes, incluso los que
no tenían la más mínima capacidad de movilización, lo hicieron. Pero el
sentimiento del deber hacia la patria hizo que el Carlismo prescindiera de toda
su doctrina política e inclusive de su meta monárquica.
Fundamentalmente
se lanzó a salvar una situación desesperada al precio que fuere. Esto
puede ser criticable o admirable, dependiendo del punto de vista en que se
sitúe uno. Es fácil a posteriori criticar lo que hicieron los que nos precedieron pero, al menos, en vez de eludir
el problema tomaron sus responsabilidades.
La doble guerra civil
Que el ejército no fuese
capaz de sublevarse en todo el territorio español a pesar de sus promesas; que
el general Sanjurjo, único general que tenía un prestigio y una influencia
tanto sobre Mola como sobre Franco mismo, muriese de accidente pocos días antes
alzamiento; que el general Mola, luego,
después de aceptar el golpe de Estado franquista muriese en otro oportuno
accidente; Que el general Franco lograse
transformar su poder militar en poder político y llegar a ser así jefe Estado,
era difícil de imaginar. Pero aún más difícil era prever (y pocos historiadores
lo han subrayado) La doble guerra civil.
Así, en el campo
republicano hubo una guerra civil latente o incluso abierta a lo largo del
conflicto. En el campo nacional el general Franco, por un golpe de Estado
interior, suprimirá todos los movimientos políticos e incluso intentará suprimir el Carlismo para asentar su
hegemonía. Habiendo creado, con el apoyo de Mussolini y Hitler, un Estado
totalitario, logró eliminar el Carlismo no sólo políticamente sino lanzando
a los famosos Tercios de Requetés a los
combates más sangrientos. Hacía imposible el crecimiento del Carlismo como
movimiento político, mientras potenciaba los movimientos de Falange, mucho más
fáciles de manipular.
El trasfondo histórico
La historia no se puede
comprender a partir de su desorden cotidiano. Porque los fenómenos históricos
por caóticos que parezcan al observador que los vive desde dentro, responden a
un orden perceptible sólo desde una perspectiva histórica. Obedecen a unas
relaciones de causa-efecto invisibles en lo inmediato. Ejemplo de ello es la
guerra civil española, que no se puede comprender desde lo inmediato.
Para comprender la guerra
civil española de 1936 conviene mirarla desde su perspectiva histórica, la de
una revolución burguesa inicialmente exitosa, seguida de su propio
derrumbamiento frente al intento de la revolución proletaria. El gran conflicto
del mundo moderno, desde la Revolución Francesa hasta la sociedad democrática
actual los resume y asume enteramente la guerra civil española. Esta doble
crisis revolucionaria empieza en el primer tercio del siglo XIX y acaba un
siglo más tarde en España.
El fenómeno español
inicialmente dista mucho de ser único. Con la restauración después de la Revolución Francesa
y de Napoleón, en toda Europa llegan al poder dinastías que serán
instrumentadas por la burguesía. La prueba de la naturaleza instrumental de
estas dinastías es que desaparecen en cuanto dejan de ser útiles. El cambio aparentemente caótico del siglo
XIX, que hace pasar a la sociedad occidental de un mundo tradicional de
organización estamental en lo social, federativa en lo estatal y monárquica en lo
formal, a una sociedad moderna igualitaria en lo social, centralista en lo
estatal y republicana en lo formal, pasa por la revolución burguesa. La
revolución burguesa pone orden en el aparente caos, y permite comprender cómo la Revolución Francesa
pudo siglo y medio más tarde, después de muchos traumas, desembocar en una
sociedad que logra hacer avanzar los valores de libertad, la igualdad, y en
algo, la fraternidad universal. No se puede negar que las estructuras creadas
por la burguesía han sido el cauce de la historia del siglo XIX.
A la burguesía del siglo XIX podemos
dividirla en dos tendencias: una es constitutiva de una elite intelectual. Lo
que le atrae es el éxito en las artes, las letras, la filosofía, la ciencia. La
otra tendencia es la de la elite económica. Ambas burguesías constituyen el
llamado Tercer Estado. El desarrollo de la cultura, de la medicina, de la
ciencia y de la economía a lo largo del siglo XVIII va a romper el antiguo
equilibrio entre la Nobleza ,
el Clero y el Tercer Estado. La burguesía, es decir el Tercer Estado, va a
crecer más rápidamente que la nobleza y la Iglesia , haciendo intolerables los privilegios
políticos de la primera y los monopolios ideológicos de la segunda. En el siglo
XIX el crecimiento económico dará a la burguesía la palanca que le permitirá a
desbordar a la nobleza y al clero y dominar el mundo de las ideas y de la
práctica política. Pero este desarrollo económico favorece en particular a la
" burguesía económica ", que acabará dominando la sociedad entera,
imponiendo al mundo el capitalismo. Asistimos así en todos los órdenes a la
explosión del capitalismo económico, con su interpretación filosófica del mundo
y su falta de sentido social. El capitalismo llamado salvaje destruirá
rápidamente y sin remedio el viejo sistema social y político, pero precisamente
por su egoísmo creará sus anticuerpos, las fuerzas populares, en primer lugar
en España la carlista. Y luego todos los movimientos políticos revolucionarios.
Entrarán unos y otros en conflicto con el sistema burgués, un conflicto que durará
todo el siglo XIX para provocar al final la guerra civil.
La burguesía en España
La nobleza y el clero, las
dos estructuras sociales básicas del
Antiguo Régimen estarán, tarde o temprano absorbidos o domesticados por
los nuevos políticos de origen burgués. Así, el alto clero sometido en la
monarquía tradicional que de hecho proponía y nombraba a los obispos, los
escogía de entre la nobleza y la burguesía intelectual, gozando por ello de un
indudable prestigio social. Con la dominación burguesa nuevamente estrenada
fueron no solamente los nuevos monarcas si no a menudo los ministros o los
políticos influyentes quienes proporcionaban a sus protegidos para elevarles en
los rangos eclesiásticos. A partir de entonces tienen tendencia a aceptar sin
demasiado reparo los valores burgueses, donde menos se hubieran debido aceptar:
en materia de propiedad y de subordinación del trabajador al capital. En otras
palabras, los altos dignatarios de la Iglesia aparecen vinculados al capital y al
poder, utilizando los valores morales de la Iglesia en contra de la justicia, de la verdad
evangélica y de las libertades humanas. El clero local, mayoritariamente de
origen campesino, a menudo discrepa de sus pastores por encontrarse cerca del
pueblo. Pero esta discrepancia no tiene efectos sobre la Iglesia jerárquica.
El anticlericalismo de
los movimientos revolucionarios o la actitud antirreligiosa será el resultado a
nivel popular. Es explicable aunque no necesariamente aceptable. La historia de
España y América, escrita y dirigida por Vicens Vives, en el volumen V, página
121, dice:" Desde los albores del siglo VI, la Iglesia había vivido
íntimamente vinculada al pueblo. Se consideraba su representante ante el
Estado. La Reconquista
y la Contrareforma
habían acabado de remachar tales vínculos, de modo que en toda actuación
popular conformista o inconformista hallamos teóricos y activistas
eclesiásticos. En 1.834 y 35 este idilio puede considerarse terminado."
La nobleza, por su parte,
en no pocos casos depauperada y arrinconada en el proceso del desarrollo
económico, al tener sus propiedades vinculadas, es decir, privadas de derecho
de enajenación, verá con simpatía muchas de las reformas que hace la burguesía,
en particular las leyes de desamortización que les permite vender sus tierras y
entrar en el juego económico. Además, ve
con agrado a sus vástagos casarse con hijos de los burgueses adinerados que
aportan lo que más le falta a la nobleza: recursos económicos.
Pero al final, la nobleza
pierde no solamente sus privilegios sino también su prestigio propio, ajeno al
sistema capitalista, por aparecer ante la sociedad con una imagen difícil de
distinguir de la del burgués. La opinión pública los asimila al grupo
dominante, represor y egoísta.
La desamortización y la
metodología
política de la burguesía
Así, con la Desamortización ,
las viejas estructuras locales estaban definitivamente desbaratadas por estar
apartadas del reparto del botín. Se enriqueció más la burguesía, ya rica, y se
vinculó a la nueva dinastía isabelina, viendo en una posible contrarevolución
carlista una amenaza seria para la seguridad económica de sus recién adquiridos
privilegios económicos. En la carta que acompaña al proyecto de ley de
desamortización en 1.836, en plena
guerra carlista, Mendizábal escribe a la reina Isabel en los términos
siguientes: “se funda en la alta idea de crear una copiosa familia de
propietarios, cuya existencia se apoye principalmente en el triunfo completo de
nuestras actuales instituciones." En resumen, la desamortización permitió
al gobierno isabelino financiar la lucha contra los carlistas en la primera
guerra, absorber a la nobleza y potenciar la nueva burguesía.
Con la llegada al poder
del sector más adinerado de la sociedad burguesa se agudizan las luchas
sociales -campesinas y obreras-, consideradas por los vencedores como acciones
criminales. Pero obnubilada por sus éxitos económicos, la clase dirigente no se
percató de que se estaban fraguando los instrumentos de su propia destrucción.
La lista de los conflictos, sublevaciones campesinas u obreras es larguísima, y
se forma un nuevo instrumento totalmente ajeno a la ideología y visión del
mundo burgués. Los sindicatos de clase y los partidos de masas.
y los Partidos de Masas
Ambos son instrumentos
profundamente revolucionarios, aunque pueden ser pacíficos según el nivel de
libertad concedida en el diálogo por la clase dirigente, o arrancado a partir
de la presión ejercida por la clase trabajadora. Ambos se desarrollarán como
antídoto al capitalismo salvaje y al
parlamentarismo hueco que sirve de pretexto a la burguesía decimonónica.
No nacieron ni se desarrollaron en contra del Antiguo Régimen como el
movimiento burgués; se desarrollarán tanto en contra de éste mismo, como en
contra de la explotación capitalista y por la conquista de las grandes
libertades humanas.
Pero de todos sus
adversarios, el más evidente no fue la nobleza, ni siquiera la burguesía; fue
la misma Iglesia.
Si bien es verdad que
hubo también muchos movimientos obreros inspiración cristiana, el papel de la Iglesia como cuerpo
social, sobre todo el de su jerarquía, aparecía tan íntimamente vinculado al
sistema opresor que se transformó en el blanco predilecto de las izquierdas
populares. Claro está que las ideologías de izquierda, especialmente las
marxistas, eran materialistas, pero el odio contra el clero y la religión, por
injusto que haya sido, no era debido a la ideología solamente sino a su imagen,
de traidora a sus principios e instrumento de represión al lado del poder
burgués.
A partir del fracaso de la
tercera derrota carlista, en 1.876 va a desarrollarse una nueva forma de
partidos políticos, revolucionarios unos, reformistas otros, pero que al igual
que el vencido Partido Carlista van a tener una organización profundamente
popular.
Los partidos políticos de
masas serán organizaciones militantes radicalmente diferentes de los partidos
políticos burgueses. Aquellos eran partidos de minorías selectas, de clubes,
sin otra estructura que una vaga organización electoral. Su terreno era el
sistema de voto censitario. Pero más o menos se necesitaba en un sistema que
limitaba el país político, inicialmente por lo menos, a unos 30.000 ciudadanos
suficientemente adinerados para poder ser electores y aún más adinerados para
poder ser elegidos.
Los partidos de masas
crecieron así en contra del mismo sistema burgués desde dentro del sistema
parlamentario y para la conquista del poder. Sus afiliados no eran electores
solamente; eran militantes. Las bases sociales eran corrientes comprometidas
con una ideología y un proyecto de sociedad.
Los sindicatos, por su
parte serán revolucionarios unos; otros, partidarios del sistema parlamentario.
Los hay, por fin, que enfocan sus luchas laborales simplemente en el sentido
reivindicativo. Los pocos sindicatos cristianos que aparecen son llamados " amarillos ". Se les acusa por su
prudencia de pactistas, asustados por la Iglesia , por la revolución, por el marxismo y por
el anarquismo. Los Sindicatos Libres fueron fundados inicialmente por los
carlistas y fueron de los pocos que se enfrentaron con la realidad desde la
vertiente cristiana, sin miedo, antes de ser luego eliminados y manipulados por
la acción conjunta de la
Iglesia , de las izquierdas y, sobre todo, del poder. Todas
estas fuerzas estaban temerosas de su posible éxito. Para la Iglesia de entonces no se
podía ser cristiano y revolucionario. Para las izquierdas no se podía cristiano
y luchador obrero. Y para el poder establecido no se podía ser carlista.
El ejército
Junto a las
transformaciones sociales del siglo XIX aparece una nueva fuerza, cuyo papel
político era totalmente impensable en el siglo XVIII: El ejército.
El ejército español es
original en su evolución. Las sucesivas guerras carlistas, las expediciones de
África, los repetidos fracasos gubernamentales, la represión de las
sublevaciones populares implican continuamente al ejército en una función
política. Es a la vez criticado por su excesivo costo, por sus represiones
contra el Carlismo y los movimientos obreros y por su golpismo. Marginado,
acaba el ejercito en una reacción de autodefensa, por considerarse como un cuerpo
aparte de la sociedad, como "la iglesia de la patria", principal
defensor de la unidad nacional y de la convivencia en el país.
Por necesidad o ambición
de cuerpo, cuando no personal, el ejército se constituye en un Estado dentro
del Estado. Con su visión mesiánica de salvación de la patria y desprecio de
los movimientos políticos ve en cada nuevo golpe su salvación y la de España.
Así, la salvación de España pasa por el ejército como " único intérprete
de la voluntad popular ".
La monarquía: pretexto o instrumental
No siempre con justicia
se ha acusado a los monarcas liberales de los defectos de su época. En realidad
fueron no pocas veces tanto víctimas como causantes de los desórdenes de los
pronunciamientos, de los conflictos sociales, de las guerras civiles y de las
guerras carlistas mismas. En efecto, la monarquía isabelina y luego alfonsina
era en gran parte una monarquía pretexto, una monarquía instrumental. El
verdadero monarca de la sociedad era la nueva clase burguesa adinerada. Su
verdadero sistema político hubiera tenido que ser desde el principio la República. El
monarca y la Monarquía
en sí misma sobraban, pero en aquel entonces pocos países concebían la República como un
sistema viable. La Monarquía
era, en sí, una necesidad psicológica para los pueblos y para quienes los
dominaban, en este caso la burguesía.
Las viejas monarquías, por su tradición arbitral, tenían un profundo arraigo popular. Sus relaciones con el pueblo eran a menudo tormentosas, pero de una u otra forma
La guerra civil, que
culmina el proceso, es el conflicto final entre la burguesía y su expresión de
clase y el pueblo con su entrega a un ideal y su violencia propia. Era evidente
en 1936 que esta revolución tenía que ser violenta y no pacífica. Las fuerzas
contrarrevolucionarias se estaban organizando. El fascismo en Italia había
resuelto el problema del orden público y del desarrollo económico, en base a la
represión, y se les ha antojaba a muchos que también en España podía oponerse
al empuje revolucionario de los movimientos de izquierda. El hitlerismo lo
había conseguido en Alemania de la misma manera. En Francia había amañado el
empuje revolucionario y se buscaban en el mundo político parlamentario unas
soluciones pactadas. Portugal, por su parte, había logrado con Salazar más o
menos una solución de orden también aparentemente pacífica.
Las izquierdas en España
debían optar entre volver al sistema anterior odiado, o hacer frente al
autoritarismo naciente.
El Frente Popular no tenía
en realidad otra meta que ser la alternativa revolucionaria y la apertura de
las compuertas para aquellas fuerzas capaces de arrasar el pasado y engendrar
un mundo nuevo. Les parecía que retrasar este momento era condenarse a sufrir
la violencia del otro bando. Para ello era evidentemente indispensable la
previa unión de las izquierdas y esto era lo que pretendía el Frente Popular.
Pero era no menos evidente que el golpe de fuerza, la dictadura de la izquierda
era probablemente indispensable, ya que la II República había
fracasado en el intento pacífico por culpa de las derechas. Por otra parte,
como hemos visto ya, el hecho mismo de la unión de las izquierdas en un frente
común hacía inviable una república, y por lo tanto una solución parlamentaria.
En todo esto ¿qué paso con el Carlismo?
El Carlismo
Perdidas las tres guerras
carlistas, la de 1833 a
1836, la de los Matiners en 1846-1849, y luego la de 1872 a 1876, el Carlismo ya
había sido dado por muerto tres veces. Pero el Carlismo había sobrevivido en el
corazón de muchos hombres en las principales provincias españolas. Por dos
motivos: el primero era su adhesión dinástica que, de generación en generación,
permitía una continuidad histórica, mientras permanecía una autoridad moral que
jamás había desaparecido. El segundo, que está vinculación histórica era
profundamente popular. No era una vaga simpatía o una popularidad electoral
momentánea en torno a un líder político. Era una vinculación a una dinastía que
representaba una concepción de la sociedad, amparo de la dignidad humana
individual, y de la dignidad colectiva de los pueblos, atenta al valor de los
estamentos intermedios entre el hombre y el Estado. Era una doctrina o una
filosofía política marcada por el cristianismo, profundamente ligada al
concepto comunitario de una sociedad.
Por ello no se pudo
entender nunca con la burguesía del Estado nuevo, profundamente individualista,
socialmente egoísta y sostenedora de cualquier poder establecido, con tal que
no fuera anticlerical para no enfrentarse a la Iglesia , cuyo apoyo
necesitaba, ni anticapitalista, por supuesto, pues del mismo capitalismo
exacerbado obtenía sus privilegios.
Pero los conceptos de
libertades forales o sindicales o de partidos políticos populares, sobre todo
cuando eran capaces de movilización popular militar, eran peligrosos. Rompían
la "unidad nacional" por reconocer que entre el Estado y el ciudadano
podía haber organizaciones intermedias territoriales (forales), o sociales
(sindicales), o ideológicas (partidos de masas), o revolucionarias (capaces de
sublevación en armas).
El Carlismo tenía
todas estas potencialidades; por ello
fue el principal blanco del poder burgués por una parte y hubo siempre una
vinculación popular profunda entre dinastía y el pueblo carlista por otra. Las
luchas carlistas no eran solamente luchas dinásticas, aunque se presentaran
como tales. Eran, además, ideológicas. Buscaban una concepción del poder
totalmente diferente de la que tenían los movimientos liberales. No era un
problema de programa de gobierno ni tampoco de legitimidad histórica, era un
problema de proyecto de sociedad. De la misma manera que la monarquía liberal
era el instrumento de la revolución burguesa y de la concepción individualista
de la sociedad, la monarquía carlista era una concepción societaria de la
sociedad.
Tan clara era en la
opinión pública la diferencia entre la concepción carlista del poder y la liberal
que cuando se hablaba de los partidarios de una u otra opción se llamaban por
su hombre a los " carlistas ",
mientras que se llamaban a los partidarios de la dinastía liberal los
"monárquicos". En otras palabras, para el carlista la monarquía no
era simplemente una forma de gobierno. Se podría incluso decir que siendo
dinásticos, al límite no eran monárquicos, o dicho de otra manera, el lazo
entre el carlista y su dinastía no tenía como meta una "forma de gobierno" sino un
concepto de sociedad y este vínculo, que no se había roto en todo un siglo, era
aún vigente en 1936.
El Carlismo en 1936, la
sucesión dinástica
y el integrismo
Una de las grandes
dificultades que encontró el Carlismo en el primer tercio del siglo XX fue el
problema de la sucesión. Don Alfonso Carlos, hermano de Carlos VII y antiguo
comandante de los ejércitos carlistas en Cataluña, busca angustiosamente a un
miembro de la dinastía que pueda asumir la responsabilidad de Carlismo. Su
angustia crece sobre todo con la conciencia que tenía de la posible dramática
evolución de la situación en España. A la muerte de Don Jaime pide a nuestro
padre que acepte la regencia del Carlismo, sin que esto le privara de sus
derechos a la sucesión. Nuestro padre aceptó con una sola condición: que en el
futuro se realizara por un procedimiento democrático la confirmación de la
sucesión. Empezó la preparación del Carlismo junto a don Alfonso Carlos por lo
que, ya preveía, iba a ser una guerra civil. El esfuerzo organizativo lo hace
en este sentido, convencido de que había que prepararse para lo peor y que el
Carlismo tenía que actuar e intentar mediar, en lo posible, en el conflicto.
Sería necesario el uso de la fuerza; por ello todo se centró en la preparación
de una organización militar y en el armamento de aquella fuerza.
Pero quien ostentó hasta
el mismo comienzo de la guerra la responsabilidad del Carlismo fue don Alfonso
Carlos. En la tormenta que se avecinaba,
D. Alfonso Carlos temía más la impotencia militar del Carlismo para participar
en una contienda inevitable que su poca preparación política. Esto explica su
debilidad. Su percepción de la inevitabilidad del conflicto llega al máximo con
las actividades antirreligiosas y anticlericales de la República. Se
incrementó aún más con el Frente Popular, al ver que entonces los dos campos se
hacen irreconciliables, y se le aparece una victoria de las izquierdas como el
preludio a una sovietización de España. Era un hombre profundamente religioso y
amante de las libertades individuales y sociales y todas le parecían estar en
peligro con una victoria de las izquierdas. Ve "un todo o nada"; o
se ganaba la futura contienda y habría
esperanza, o se perdía y se caía en la dictadura soviética. Esta visión, que
era además la de amplios sectores españoles, hizo que aceptara la vuelta al
Carlismo de los sectores integristas expulsados del mismo al final del siglo
XIX por su hermano Carlos VII; expulsión que luego fue confirmada por Don
Jaime. Pero fue un error de don Alfonso Carlos.
El Integrismo
Mi tío don Alfonso Carlos
discrepaba en esto de mi padre e incluso de su esposa Doña María de las Nieves,
que verán con sospecha entrar en los mandos del Partido Carlista a hombres
cuyas metas políticas eran distintas, cuando no opuestas, a las del Carlismo.
Don Alfonso Carlos tenía flexibilidad en la táctica pero no tenía ductilidad en
el análisis de las situaciones. La meta era preparar una guerra. Para una
guerra todo hombre vale. Todos los voluntarios son aceptados. Fue un error,
porque la guerra es un acto político. La meta de toda guerra es política, y los
integristas lo verán así. La guerra que se acercaba era para ellos la ocasión
de una revancha de sus ideales sobre los del Carlismo. Y veremos cómo no
dudarán algunos de sus representantes en traicionar al Carlismo desde el
principio del alzamiento. Pero los textos de los autores de este libro son
suficientemente ilustrativos para que no sea necesario extenderse ahora sobre
este aspecto.
Tengo que hacer aquí una
salvedad para un hombre extraordinario por su valentía y honestidad, que
provenía del integrismo, pero fue en
todo momento lo que se podía esperar de un organizador, un líder político y un
gran cristiano. Su nombre era Manuel Fal Conde que, en contra de muchos de sus
amigos de antes, sirvió al Carlismo con toda honestidad y generosidad. Y se
puede decir que el error de don Alfonso Carlos fue en parte compensado en el
campo de la acción por su acierto en nombrar a Fal Conde jefe delegado suyo en
España. Su incansable labor hizo de él el más eficaz colaborador, primero de
don Alfonso Carlos y luego de nuestro padre. Quiero testimoniar que para él
nunca tuvo mi padre más que palabras de admiración y aprecio. En el campo
político, el error de Don Alfonso Carlos será compensado por la visión
futurista de mi padre, que fija para el Carlismo un " después de la
guerra".
La marginación del Carlismo
Si el Carlismo fue la
pieza clave del alzamiento, ¿Cómo es que a los tres meses de empezar la guerra
y ya con éxitos militares espectaculares pudo ser marginado? A decir verdad,
todos los factores políticos jugaron en su contra. Ni la democracia cristiana,
que era republicana, ni los sectores alfonsinos que por supuesto eran
monárquicos y querían restablecer la Monarquía de Alfonso XIII, ni Falange Española,
que era fascista, tenían interés en el Carlismo o, mejor dicho, tenían un gran
interés en que el Carlismo desapareciera. Franco en persona mantenía
íntimamente una fidelidad a la
Monarquía de Alfonso XIII, y también Inglaterra, que deseaba
la restauración en la
Monarquía en la persona de Alfonso XIII por su vinculación
familiar con la familia real inglesa, le apoyaba. Pero Franco habían logrado
establecer contactos con el régimen de Mussolini y, a través de éste, con
Hitler. Ambos estaban interesados en una victoria del campo nacional en España,
que les daba una indudable patente de solución política europea, ya que el
hitlerismo aparecía entonces como una copia de su sistema fascista. Hitler
tenía los mismos motivos políticos que Mussolini. Además España representaba un
campo de experimentación para su nueva fuerza aérea y su arma blindada. Pero
Hitler y Mussolini tenían también un evidente interés en que se eliminará el
Carlismo, dirigido por un príncipe que había luchado contra Alemania en la Primera Guerra
Mundial y no había ocultado su actitud totalmente opuesta al nazismo, que
consideraba junto al comunismo como el mayor peligro del mundo occidental.
Franco se dio cuenta de
que si lograba unificar todos los grupos políticos del campo nacional podía
construir un poder único totalitario. Por ello, promulgo el Decreto de
Unificación, y suprimió todo los partidos políticos y organizaciones del campo
nacional. Este mismo decreto serviría además para someter el Carlismo o para
eliminarlo.
Así, el Carlismo aislado
políticamente desde el planteamiento internacional de Inglaterra, de Alemania y
de Italia, podía ser tranquilamente destruido. Tenía que pasar por el aro de
aceptar el Decreto de Unificación y por ende el sistema fascista. Todos los
partidos políticos del campo nacional lo aceptaban, salvo uno, precisamente el
Partido Carlista. Fue una sorpresa para Franco y su reacción inmediata fue
intentar suprimir el Carlismo. El aplastamiento del Partido Carlista se hizo
desde el planteamiento político con el destierro, empezando por mi padre, o la
cárcel, de jefes influyentes y fieles a nuestro padre, y en lo militar con el
nombramiento, siempre que fuera posible, al frente de los Tercios de Requetés,
de oficiales del ejército nacional que no tuviesen origen carlista.
La posibilidad de que el
Carlismo se retirase de la guerra era evidentemente excluida. El Carlismo no
había ido a la guerra para conseguir sus metas históricas sino para realizar un
servicio a España. El que se retirase el Partido Carlista y los cincuenta
Tercios que en luchaban en el frente de la contienda a los tres meses de
iniciarse el conflicto hubiese significado el derrumbamiento del frente
nacional. El Carlismo prefirió el sacrificio gratuito y salvarse como fuerza
beligerante para el futuro. Su permanencia en la guerra seguramente fue la
clave para la victoria del campo nacional. Sin él la victoria hubiera sido
imposible y Franco lo reconocía así, pero también quedó muy claro que los requetés
no morían por este sistema que odiaban y creían pasajero.
Es interesante constatar
a posteriori que con la aceptación del Decreto de Unificación se suicidaron
todos los partidos o movimientos del campo nacional. ¿Qué quedó de ellos
cuarenta años más tarde? Ni siquiera la Democracia Cristiana ,
el más grande de todos los partidos de la preguerra logró levantar cabeza.
El rebelde al franquismo,
el machacado por el Régimen, se salvo con su personalidad y sus ideales, y
logró en parte sus fines cuarenta años más tarde, en particular por el proceso
autonómico y las libertades políticas, gracias a mi padre y a los que lucharon
entonces junto a él, y luego junto a mí y a nuestros militantes. Así llega el
Carlismo al final de la guerra como un gran vencido en el campo del vencedor,
pero el vencido que no se rindió a Franco fue aplastado por él, y por eso pudo
sobrevivir al régimen. Tal fue la saña contra el Carlismo que, incluso con la
llegada de la Monarquía a la muerte
del dictador, el único partido que no se legalizó, y sólo lo fue pasadas las
primeras elecciones, fue el Carlismo.
Juntos, pudimos preparar y
llevar a cabo la lenta gestación de la transición democrática. Pero no se acaba
aquí el papel del Carlismo. Permanece latente con sus propuestas políticas y
sociales, con su capacidad de animación a nivel social, porque en su tiempo, y
gracias a mi padre, no renunció al futuro.
El Carlismo y el futuro
Había encima de la mesa
tres fotos de Burgos, y se podía ver que estaban tomadas desde el mismo lugar,
con la catedral al fondo y la avenida que conducía hasta ella, en tres épocas
distintas:1900, con carros de caballo y señoras tocadas con grandes sombreros y
vestidos largos; 1930, ya aparecen algunos automóviles de aquella época y las
señoras visten más corto; 1970, con automóviles más modernos y con vestidos aún
más cortos. Las fotos parecen algo pasadas de moda. ¿Qué es lo más moderno?, me
preguntó el hombre que había puesto las fotos sobre la mesa. Equivocado por el
término y confundiendo la palabra moderno con el sentido cronológico del
tiempo, pensé que era la última foto, porque era la más próxima al momento
actual. "Las tres fotos son igualmente modernas ", dijo este hombre.
Lo que es viejo y pasado de moda son los vestidos y los coches. Pero en las
tres fotos hay algo moderno, la catedral. No había pasado ni pasaría de moda.
Así, hay en la vida de los pueblos valores que no pasan de moda porque son
siempre actuales. Pero antes de ver cómo el Carlismo representa estos valores,
echaremos una mirada al presente y el futuro del mundo.
El futuro
El mundo va hacia la
unidad a marcha forzada por una urgente necesidad. No podemos permitirnos el
lujo de una guerra nuclear ni bacteriológica. El peligro radical que pesa sobre
la humanidad y los conflictos que se dejan entrever imponen un mecanismo
político arbitral y un monopolio de la fuerza por un poder político. Un poder
promotor, además, de la justicia intercomunitaría y del desarrollo armónico
como condición de paz general. No existe paz sin justicia, por imperfecta que
sea. Sin justicia o progreso hacia ella puede haber orden público pero no paz.
Lo que busca el hombre es otro orden, el que le dé los dos bienes que todos
ansían: la justicia y la libertad. La problemática, por ello, no es Monarquía o
República como formas de poder, sino como la ha planteado el Carlismo en más de
siglo y medio: el contenido de poder que debería tener en este Estado mundial
cuya constitución vemos como necesaria.
La necesidad evidente de
resolución de conflictos, del desarrollo económico coherente, de transferencia
de riquezas, de justicia internacional, nos lleva a la fuerza a considerar unas
necesidades subyacentes, ¿Qué contenido de gobierno tendrá el nuevo "gobierno mundial" cuando exista?
No hay en realidad planteamiento macropolítico sin consideración de una base
micropolítica. Por ello conviene empezar por está o por las realidades
nacionales actuales, antes de considerar el planteamiento macropolítico que
abarque la visión del futuro a nivel mundial.
La dinámica occidental
muestra en el seno de los Estados nacionales desarrollados una lenta pero
profunda evolución hacia la desaparición de la tensión dialéctica entre derecha
e izquierda. La sociedad sin clases pierde parte de su capacidad revolucionaria
que había heredado de la revolución burguesa. Simultáneamente los sindicatos
pierden también su garra revolucionaria dialéctica, por haber desaparecido su
base sociológica. Hoy en día no hay en el mundo occidental un sindicato
revolucionario, todos son sindicatos de colaboración de clase que en el siglo
pasado o al principio de éste se hubieran tachado de amarillos. El resultado es
que se desdibujan los antiguos partidos de masas populares. Es casi imposible
distinguirlos hoy de los partidos de cuadros conservadores. Los dos tienen un
aparato de partido de masas pero su filosofía es de partido conservador cada
vez marcado no por la lucha de ideas sino por la simple lucha electoral. El
resultado es que los programas políticos de ambos se pueden incluso considerar
intercambiables. Cada partido intenta ganarse el centro donde los electores
indecisos del otro campo se pueden conquistar.
La característica de
estos sistemas es que la sociedad vive entregada a una constante crítica y al
desprecio de "los políticos" por sus promesas incumplidas, por sus
programas incomprensibles y por la manipulación de la opinión pública. La
opinión pública se ve a sí misma víctima, o se cree tal, de un fraude general que
no logra a analizar. Además, la llamada partitocracia, es decir, la invasión
por parte de los partidos de todos los aspectos de la vida ciudadana, agrava
esta percepción. El municipio, la comarca, las autonomías, los sindicatos, la
administración pública, todos parecen regirse por la organización de estos
partidos, que aparecen como simples máquinas electorales al servicio de las
ambiciones políticas de unos pocos. Así, el partido político, el aparato
moderno más poderoso de la democracia, el que ha permitido los avances sociales
más espectaculares hacía la justicia y políticos hacia la libertad, está ya en
crisis.
Ha logrado superar la
revolución burguesa y la revolución proletaria, ahorrando al mundo occidental
muchos traumas y permitiendo que se abra en todos los países, incluso en los
más lejanos o atrasados, una esperanza de progreso hacia el respeto de las
personas, el progreso de las libertades y el desarrollo económico pacífico.
Pero hoy los partidos
políticos criticados en su propia cuna occidental, y despreciados, no parecen
ser portadores de esta esperanza. Sobreviven porque no existe otra alternativa
para organizar un debate político o una decisión política. A nivel mundial, es
muy posible que el sistema de partidos que conocemos no sea tampoco válido. En
otras palabras, las diferencias culturales, económicas, históricas hacen un sistema de partido político a nivel
mundial inadecuado para representar un conglomerado de más de 125 países. Es
probable, además que lo que vale en unos sistemas de cultura occidental no sea
válido en otros. El gran resurgir en algunos países del sentimiento nacional
beligerante puede invalidar el sistema occidental a la hora de representar al
conjunto de las naciones. Las Naciones Unidas son un primer intento de crear
una república mundial, una República que curiosamente tendrá probablemente algo
del contenido de las viejas monarquías, al necesitar un poder arbitral que
equilibre un gobierno nacional universal. La evolución de la unidad mundial
pasará probablemente por un sistema federal. La imposibilidad de reducir a una
representación de pocos partido unas realidades humanas tan diversas hace
problemática al nivel macropolítico la constitución de un Estado-Nación
mundial.
Sí volvemos al nivel de
los Estados nacionales, vemos también renacer, a la sombra de la crítica de los
partidos políticos actuales, la necesidad de reconstruir ó simplemente respetar
unas realidades históricas para dar respuesta a lo que tanto anhela el hombre
moderno: el pertenecer a una comunidad. El ser de un pueblo, de una ciudad, de
una región o de una nación no es actualmente más que un atributo geográfico que
se añade al carné de identidad. Lo que anhela el hombre moderno masificado y
bien organizado por la sociedad impersonal, burocrática y paternalista es ser
parte de una comunidad, tener algo que decir en ella. Pero este pertenecer no
es sólo una pertenencia administrativa; es de algún modo exactamente lo
opuesto. Es el hacer que estos pueblos, ciudades, Estados, sean propios y
tengan propiedad de estos bienes comunes, por ser responsables de ellos. Lo
mismo podemos decir de las organizaciones políticas o partidos; si son tan
criticados, se debe en gran parte a que no son "de" los ciudadanos
sino “para" los ciudadanos. Así, el hombre moderno está cada vez más
deseoso de ser algo más que un buen administrado; la evolución de empresas, de
los sistemas educacionales o culturales, incluso de los ejércitos y de los
organismos religiosos, va exactamente en este sentido: buscar cómo hacer
participar a sus miembros en sus comunidades respectivas. Cómo ser activo y
creativo en el organismo social.
El hombre moderno busca
cómo compaginar una libertad creadora con una sociedad protectora, sabe que tiene que escoger entre la pasividad
de la decadencia o la actividad del crecimiento, sobre todo en un mundo
marcado, a nivel continental, por tremendas injusticias.
No es casual que, incluso
en las empresas modernas, el cargo de jefe de personal se considere el más
importante de todos. La empresa capitalista ha comprendido, antes quizás que
otras instituciones, que sin la participación, comprensión, adhesión y
colaboración de sus empleados no puede haber éxito duradero.
Frente a la sociedad del
bienestar pasiva nacen por todas partes las corrientes del bienestar humano
activo, responsable, creador, consciente de su responsabilidad mundial, y por
ello mismo seguramente la nueva sociedad sin clase, llega a lo que el Carlismo
ha defendido desde hace más de siglo y medio: un pueblo que con una dinastía
comprometida al frente ha intentado servir a la sociedad en la que crear un
nuevo mundo de comunidad de comunidades.
CONCLUSIÓN
¿Qué forma de gobierno?
La problemática política
en cuanto al futuro se refiere tanto a la monarquía o la república como forma
de gobierno como al contenido de gobiernos que tendrán dimensiones y
responsabilidades mundiales.
El sentido de nuestra
lucha secular es así referido mucho más al contenido de un gobierno que a su
forma. Y lo que ha motivado este largo empeño histórico, rubricado por guerras
civiles no era sólo el reclamo de una legitimidad dinástica sino la razón
última de la legitimidad de un poder soberano en el ejercicio de su función.
A nivel mundial, tanto la
urgencia de resolver los conflictos en curso, de organizar un desarrollo
económico coherente y la transferencia de riquezas, como la justicia
internacional, nos lleva a analizar los requerimientos necesarios para el
funcionamiento de un gobierno de esta índole. Y no podemos hablar de las
categorías de lo macropolítico si no nos acercamos antes a la organización que
rige el Estado moderno a nivel micropolítico.
Evolución del Estado Moderno
La dinámica que conduce
al Estado-Nación del mundo altamente desarrollado pone en evidencia la
progresiva pero ineludible desaparición de muchas de las características que
presidieron su desarrollo. En efecto, el Estado-Nación era fundamentalmente a
su vez el resultado de la inevitable desaparición de las estructuras de poder
que caracterizan la Edad
Media. La Revolución Francesa inventa el concepto de
nación. Desbarata así estructuras que, andando el tiempo, se habían
transformado en privilegios inútiles.
Al tiempo, divide el
espacio político entre el Estado por una parte, y el ciudadano por otra.
Desaparecen así los cuerpos intermedios. He aquí la lógica que presidió al
nacimiento del Estado Moderno.
La consecuencia fue el
lento e inevitable crecimiento de un poder cuyo basamento era el dinero, y su
resultado las luchas de clases, las guerras civiles y las guerras mundiales. Al
tiempo nacen estructuras políticas nuevas: son los partidos políticos, los
sindicatos y hasta cierto punto los entes de gobierno regional para poder
responder a la problemática de la gestión a
nivel local por una parte, y de la lucha de clases por otra. De hecho,
han permitido, al menos, su progresivo desdibujamiento.
Hoy la sociedad está
estructurada según un esquema que no muestra clara diferenciación de clases, y
de esta manera ha ido perdiendo su pulso revolucionario, al perder gran parte
de su base proletaria. Los sindicatos han corrido la misma suerte y por las
mismas razones. Los antaño partidos de masas apenas se pueden diferenciar
actualmente de los partidos conservadores. Ambos apuntan a un mundo alejado de
la perspectiva de la lucha de clases o de la consecución de un ideal, y su
realidad cotidiana se cifra en el proceso electoral propiamente dicho.
Finalmente, sus programas políticos son casi susceptibles de ser
intercambiados.
La crisis arranca también
del resurgimiento de la voluntad autonómica, tanto a nivel municipal como
regional, y el reclamó se proyectará mañana a nivel continental. En efecto, el
Estado-Nación ya no puede recabar la adhesión de los ciudadanos desde el
momento en que su propia dimensión le hace perder el contacto con su base, que
es la condición de su marchamo democrático. Es lo que hace al Estado-Nación
capaz de tener una proyección continental o mundial.
A las razones referidas
más arriba hay que añadir el que las culturas estén diferenciadas e impidan que
se puedan identificar con el sistema regido por la cultura occidental. El
Estado-Nación es una realidad del pasado. Y es así porque de la propia dinámica
democrática deslegitima su monopolio del poder como única expresión legítima de
la voluntad popular.
El Carlismo en su perspectiva del universalismo
La acción de nuestro padre
al iniciar en 1964 la evolución del partido no obedecía sólo a motivaciones
estrictamente españolas; también contemplaba una perspectiva más universal.
Tenía puesta su fe en el Carlismo no sólo por su fidelidad dinástica sino
también por su fidelidad a una trayectoria política donde el poder rector de la
sociedad estaba basado en, y estrechamente conectado, con las comunidades
históricas. En el caso del Carlismo, la referencia y poder moderador lo
ostentaba el rey. Pero el rey no era para el Carlismo un mero símbolo, tampoco
encabezaba una dictadura institucionalizada. El poder político se concebía como
referencia que actuaba como garantía de la relación pacífica entre las
comunidades por una parte, y por otra del funcionamiento democrático de éstas.
Para él era factible en
España un régimen así, de corte federal, opuesto tanto a la dictadura como al
centralismo. Sería una manera de promover la democratización de la sociedad
toda, desarrollándose a partir de una gestión de base a manos de los
sindicatos, los partidos y la
Administración regional. El poder político arbitral haría del
Estado federal una comunidad de comunidades. Sería la manera de resolver muchos
de los problemas pendientes de nuestra sociedad y serviría de paradigma en la
perspectiva futura de una sociedad mundial.
Mi padre había
experimentado en su propia carne dos largas guerras mundiales y la más
dramática y cruel contienda civil de la
historia contemporánea europea. Pensaba que el Estado-Nación, burocrático y
centralizado, era incapaz de resolver eficaz y democráticamente las tensiones y
los conflictos internacionales. Creía que la propia globalización de los
problemas imponía formas políticas capaces de enfrentarse a ellos de manera
eficaz administrativamente, y satisfactoria humanamente, desde la exigencia
participativa.
En su opinión, el valor
formal de las estructuras democráticas no era suficiente. Aún era necesario que
los mecanismos de la participación funcionaran, que permitieran llenar una
democracia formal de contenido real y de vida, hacerla humana.
Naturalmente, la comunidad
de naciones dependía en su configuración de las estructuras infrasoberanas de
las naciones partícipes. Su visión comunitaria de Naciones Unidas estaba lejos
de enmarcarse en la utopía de un gobierno mundial al frente de un
Estado-Nación, amén de una gigantesca burocracia centralizada y de una
democracia formal nada participativa.
En realidad su propuesta
estaba inspirada en lo que el Carlismo anhelaba en su propio marco nacional. Un
poder arbitral mundial (poco importa si monárquico o republicano) que
garantizara la libertad de cada una de las naciones partícipes, capaz de eludir
las guerras mediante un sistema de resolución de los conflictos.
Esta utopía pacifista y
participativa de una sociedad de naciones organizada según un modelo
federativo, respetuosa de las culturas, religiones y tradiciones históricas de
cada una de ellas, en su afán de construir juntas la historia futura, descansa
en una opción filosófica: ¿Cuál es la reivindicación fundamental del ser
humano? La justicia como garante de la paz. Pero quiere también desplegar una
libertad creativa en el marco de una sociedad que le ampare. Debe ser libre
para optar y decidirse entre la pasividad que conduce a la decadencia o la
capacidad creativa de inventar su destino.
El liderazgo de mi padre y la activa
participación de los militantes de nuestro partido permitió que intentáramos
para nuestra sociedad este progreso y avance desde su realidad histórica hacía
una ideología de futuro, interesante para España. Interesante también de cara a
la integración mundial venidera.
En conclusión, el
Carlismo, la fuerza política con mayor capacidad de movilización popular que
participó de una manera tan decisiva en la contienda civil, fue reprimido en el
campo vencedor. Y del movimiento militar nació una dictadura fascista en todos
los aspectos, no solamente opuesta a las libertades sino directamente
anticarlista.
Si las metas del Carlismo
histórico no pudieron llevarse a cabo, salvo en parte en lo referente al
proceso autonómico, hay valores suyos que son hoy más que nunca modernos, como
la búsqueda de una sociedad humanizada. Al hombre robotizado y encasillado en
una burocracia, defraudado por partidos que son máquinas electorales, le
propone una sociedad societaria donde pueda gozar de unos valores democráticos
comunitarios. Hay valores que, como la catedral de Burgos, son siempre modernos
porque son universales.
No eran otras las
libertades forales, sindicales o empresariales. Una sociedad cristiana pero no
clerical, una sociedad española pero no nacionalista, unas libertades políticas
pero no simplemente partidistas, y por encima de ésta la construcción de abajo
arriba de un poder arbitral y no arbitrario. En un mundo en fase de rápida
unión podemos ver cómo el concepto societario, federativo y religioso del
hombre cobra su entera y esperanzadora dimensión.
El gran drama histórico
que vivió España con la guerra civil fue preludio al que viviría muy poco
después el mundo con la
Segunda Guerra Mundial. Desde niño he vivido y presenciado,
fascinado, el papel de mi padre, inmerso en este drama, haciendo frente a su
responsabilidad histórica. A lo largo de dos años, y en las más diversas
circunstancias, no he dejado nunca de hablar de todo con él, volviendo una y
otra vez sobre este tema difícil, doloroso y apasionante por todo lo que
significaba. En más de una ocasión Josep Carles Clemente nos acompañaba en
nuestras tertulias, tanto en París como en Arbonne, cerca de la frontera
española, donde manteníamos el contacto con los militantes del Carlismo,
después de nuestra expulsión por Franco en el 68 murmuraba al final de estas
tertulias: "Un día tendré que escribir esta historia."
Y lo ha hecho. Ha arrojado
luz, junto a mi hermana María Teresa y Joaquín Cubero, sobre un fenómeno
histórico apenas conocido, el papel del Carlismo en la preguerra y en la época
posterior, ha arrojado luz sobre el hombre que mayor responsabilidad tuvo,
aunque fuera una responsabilidad muy condicionada, en este proceso: mi padre.
Lo hacen con una claridad y una objetividad que no impiden la pasión por la
causa y el respeto por el que los Carlistas llaman su Viejo Rey.
Pienso, además, que era
una obra necesaria para la memoria colectiva española y europea, y expreso aquí
mi hondo agradecimiento a Josep Carles Clemente, este gran historiador del
Carlismo y entrañable amigo, y a los demás autores. Les dejo, a él, a María
Teresa y a Joaquín Cubero contar, con el apoyo de los textos de la época, lo
que fue nuestra guerra civil y la trayectoria vital de mi padre.
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