Que la Iglesia y el Ejército se
pronuncien en halagos a favor de Juan Carlos de Borbón no es noticia
significativa. Dos rancias y seculares instituciones de la historia y de la
actual realidad social española, que detentan un poder fáctico que va más allá de
sus funciones.
Para
la Iglesia, para la Conferencia Episcopal Española, la magnitud del pecado no
radica en la conducta del pecador, se establece en función del rango y la
significación social del sujeto. Lo comprobamos con la pederastia -uno de los
vicios más nefandos para Cristo- que era tanto más encubierta, y hasta
disculpable, según se ascendía en el escalafón jerárquico eclesial. Es lógico,
por tanto, que los obispos españoles miren para otro lado ante las supuestas
prácticas corruptas y el enriquecimiento ilícito del anterior jefe del Estado,
y ensalcen sus (también supuestas) aportaciones a la convivencia y a la
democracia, es decir, la Iglesia depende económicamente del presupuesto público.
Y cualquier cambio en el sistema podría poner en peligro la generosa
financiación de la Iglesia Católica.
No
es tampoco de extrañar la actitud exculpatoria de Juan Carlos por una parte
significativa del glorioso ejército español. Una institución tan unida siempre
a pronunciamientos, golpes de estado, represiones… y tan estrechamente unida al
franquismo. Es hasta lógico y normal que defiendan la herencia institucional de
la Dictadura, les va en ello el honor -su interesado concepto del honor- su
estatus y hasta sus emolumentos. Los otros valores castrenses: la defensa de la
convivencia democrática, el respeto a la voluntad popular, la disciplina, la
lealtad, el patriotismo; aquí y ahora son referencias que no cuentan.
Que
Rodolfo Martín-Villa, José Ignacio Wert o Esperanza Aguirre salgan en defensa
del heredero del franquismo tampoco es ninguna sorpresa. Y en el caso de Martín
Villa, que tiene en su haber evidentes implicaciones por los sucesos de Vitoria
de 1976 y de los sanfermines de 1978, entre otros asesinatos, tiene una
trayectoria pública con grandes similitudes con el anterior jefe del Estado.
Comienza su carrera política en el régimen franquista, se acomoda a la
democracia y pasa, como una gran parte de la clase política, a desarrollar
negocios privados valiéndose de las “puertas giratorias”. Y con respecto a la
represión y a los asesinatos del franquismo y del postfranquismo, convendría
recordar la presencia de Juan Carlos en el balcón de la plaza de Oriente, junto
al general Franco, en aquel macabro aquelarre convocado tras las ejecuciones
del 27 de septiembre de 1975.
¿Y la defensa por parte de Alfonso
Guerra del “emérito”? Tampoco es de extrañar. Durante los años de la
Transición, el entonces números dos del PSOE, negoció la aceptación de una
parte de la herencia franquista -la monarquía en primer lugar- a cambio del
silencio y la colaboración política del PSOE. Aceptación que tuvo como
consecuencia la rendición, más o menos incondicional, del resto de los partidos
democráticos y antifranquistas: el reconocimiento por el entonces poderoso
aparato del PCE de la bandera bicolor y de la monarquía son la imagen
paradigmática de aquella rendición. Y los carlistas también nos vimos impelidos
a aceptar aquella Constitución, que ha acabado convirtiéndose, en muchos
aspectos, en una camisa de fuerza para los valores democráticos.
Un
escrito firmado el pasado 7 de agosto por una veintena de carlistas recordaba
la actitud del PSOE durante la Transición democrática: “el partido de Felipe
González y Juan Carlos de Borbón fueron los grandes beneficiarios de la
descomposición del franquismo”…/… “la monarquía franquista y el PSOE se
protegen mutuamente”. La desvergüenza de Alfonso Guerra lleva a identificar la
Constitución con la monarquía franquista: “cuando se intenta atacar al Rey se
está atacando en realidad la Constitución”, lo que lleva a convertir a la
Constitución en una Ley Fundamental del Franquismo, y no en un texto que
garantice los derechos democráticos, la convivencia ciudadana y la
transparencia institucional. La Constitución sirve como instrumento jurídico
para avalar las prácticas corruptas y el saqueo público.
Contrastan
están actitudes con las declaraciones de Iñaki Gabilondo. El veterano
periodista ha tenido la humildad y el coraje de reconocer el encubrimiento que
los medios de comunicación han tenido, durante décadas, con las presuntas
conductas delictivas de don Juan Carlos: “me siento avergonzado. Encima todo
esto ha abierto un capítulo de vergüenza que ha degradado a mi generación
públicamente”. Aun valorando la sinceridad de Gabilondo, consideramos que no
nos basta con entonar un “mea culpa”. Hay que resarcir a los ciudadanos de la
manipulación sufrida, del secuestro de la información, del engaño planificado,
de la colaboración con un sistema corrupto. Iñaki Gabilondo, junto con otros
profesionales de la información a los que suponemos honrados, deberían proceder
a desenredar los turbios manejos de la clase política i/o empresarial desde los
comienzos de la Transición, empezando por la propia jefatura del Estado. Hay
que poner en marcha un vasto proceso de periodismo de investigación y denuncia.
Por la salud democrática del país, por ética profesional y para resarcir a los
ciudadanos del engaño consentido. Pero la valentía de Gabilondo tiene también
su punto vulnerable: si se siente cómplice, que asuma sus responsabilidades, y
que no se dedique a escampar tinta, por qué no todos hemos sido cómplices del
latrocinio y de la escandalosa conducta de don Juan Carlos y de una gran parte
de la clase política. No, los carlistas no somos, junto con millones de
honrados y respetables ciudadanos, ni cómplices, ni responsables. Fuimos
marginados en su momento del banquete de la democracia. Y ahora nos sentimos
con fuerzas y con autoridad moral para reclamar el fin de la monarquía
franquista, liberal y corrupta. Y caerá.