Aquel Maestro, llamado Jesús de Nazaret, enseñaba con autoridad propia. No dependía de los dichos de los sabios, ni de los escribas. Se atrevía a ir más allá de ley judía, llevándola a su radicalidad, con lo que la trascendía. Rompía su esquema retributivo y se situaba en otra esfera. Se dijo “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, os digo: “Amad a vuestro enemigos”. La ley del talión, el ojo por ojo y diente por diente, resulta desbordada.
¿Los seguidores de Jesús habremos de poner la otra mejilla, tendremos que renunciar a hacer frente a quien nos agravia, nos estará vedado el resistir al mal?. Y aquí los exégetas empiezan a discutir, a razonar sobre lo que dijo o quiso decir, sobre si la traducción es fiel a las palabras recogidas por el evangelista. ¿Dónde quedaría la justicia o la legítima defensa?... Lo que realmente rompen las palabras de Jesús es la distinción opositora entre los míos y los otros, entre los amigos y los enemigos. A los nuestros los calificamos de buenos, de los extraños solemos sospechar su maldad. Cuando ocurre un crimen en un lugar, lo primero que dicen las gentes, es si habrá sido alguien que vino de fuera. Y recelamos de forasteros y extranjeros, sobre todo si son pobres. El horror nos paraliza y angustia, si resulta que el criminal es alguien de dentro, de nuestro pueblo, de nuestra casa.
El mal moral existe, producido por los seres humanos, desde los principios de la historia. Hoy lo seguimos cometiendo en formas mucho más refinadas y agigantadas. Y todo mal tiene autor o autores, a menudo cómplices, y siempre víctimas. El sufrimiento de las víctimas clama al cielo y golpea a toda conciencia recta. No podemos permanecer impasibles ante ese llanto, ante esas heridas físicas o morales. Hemos de atender, consolar, cuidar a las víctimas. Pero más aún: hemos de tratar de impedir que ese daño se siga produciendo. No podemos callar, ni mirar hacia otro lado, aunque no hayamos participado en la comisión inicial, nuestro silencio cobarde, nuestro pasotismo inmoral nos convertiría en cómplices. La exigencia de verdad ante las injusticias, ante los crímenes, ante las violaciones de Derechos Humanos es el primer escalón de la justicia.
Luego viene el deber de reparar el daño causado. La impunidad del mal es el mejor caldo de cultivo para que se siga produciendo. Cuando alguien atropella, arrasa, esclaviza, violenta a otros seres humanos, los emplea de instrumento para conseguir sus fines, la equidad exige que repare, en lo posible, el daño causado. Pero, ¿quién puede devolver la vida a los asesinados, quién podrá secar las lágrimas de las víctimas, quién podrá restituir el honor a los vilipendiados?. Los vencidos no suelen tener más consuelo que el recobrar la memoria de la injusticia cometida, pero la historia suele estar escrita por los vencedores o por mercenarios a su servicio. La reparación sería el segundo escalón para una justicia humana. Lo difícil es no traspasar la línea tenue que separa la justicia de la venganza. En ese sentido, la ley del talión representó un avance histórico: una cierta proporción entre el daño causado y la pena impuesta por él. Era la familia, el clan de los agraviados, quienes la aplicaban. El derecho de las víctimas a juzgar y castigar a los ofensores fue universal, cuando podían ejercerlo.
Un paso siguiente en el avance civilizador fue la exigencia de que no se podía ser juez y parte al mismo tiempo. El juzgador debía ser imparcial, alguien ajeno a la víctima y al ofensor. Los jueces eran elegidos por la comunidad o designados directamente por quien ejercía el poder político. Las reglas reguladoras de la pena podían seguir siendo las mismas: el ojo por ojo. Claro que con la invención del dinero podía convertirse en pecuniaria. Y se dio con frecuencia una tasación en función de la calidad de la víctimas: cuando la víctima era un notable, la sanción era mucho más elevada que cuando se trataba de un villano.
Otro avance de calado mucho mayor se produjo cuando se introdujo la distinción entre el crimen involuntario, la culpa objetiva, de aquel provocado con intencionalidad. A lo hora de juzgar, la apreciación de lo que hoy llamamos circunstancias agravantes, atenuantes y eximentes condujo a un aquilatamiento mucho más equitativo de la responsabilidad. Y otra conquista fue la superación de la responsabilidad familiar o colectiva. Ni los descendientes, ni el clan fueron ya sancionados por delitos cometidos por un antecesor u otros miembros de la comunidad.
En el mundo occidental, la llegada de la modernidad se tradujo en este campo en tres conquistas: la exigencia de la tipificación previa del delito en una ley o código; las garantías jurídicas en el proceso penal para evitar la comisión de arbitrariedades, con la presunción de inocencia de todo acusado y su derecho a un abogado defensor. Y recaída la pena, la superación de ésta como mero castigo o efecto disuasorio en la sociedad, para tratar de conseguir a través de ella, un efecto rehabilitador en la persona del delincuente. Varias críticas pueden hacerse hoy a la práctica penal y penitenciaria: la pervivencia de la pena muerte (esa forma de asesinato legal) en varios Estados; el olvido muchas veces de las víctimas; el escaso efecto rehabilitador de las sanciones: y la discriminación real, en función de la clase social o etnia, en el castigo de los delitos.
Desgraciadamente, se sigue dando la impunidad en delitos cometidos directamente por el propio poder político o por bandas delictivas, con cierto apoyo social. La llamada razón de Estado juega en estos casos para favorecer la no persecución de estos crímenes. La negativa de Estados poderosos a aceptar la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia es el ejemplo más grave de la arrogancia de quienes se sitúan por encima de las leyes. Pero hay otras prácticas muy graves que lesionan Derechos Fundamentales de las personas, amparadas por los ordenamientos jurídicos que están condenando a millones de seres al hambre, la sed, la enfermedad, al destierro, en definitiva; a la muerte.
¿Cuál debe ser la conducta de los seguidores de Jesús ante esta realidad tan dramática?. Es ineludible que resistamos al mal, lo mismo que cualquier persona honesta, sean cuáles fueren sus creencias o increencias, con ellas y codo a codo con ellas. Cerrar los ojos y los oídos ante el sufrimiento de tantos hermanos es injusto, nos convierte en cómplices del mal. Claro que una resistencia que incremente el dolor de otras personas no puede ser legítima. La violencia, el devolver mal por mal, la venganza, aparte de incrementarlo, no resuelve el problema. Existen formas de resistencia no-violenta, algunas de ellas ya probadas en la historia, que deben utilizarse. Tienen sus riesgos indudables, desconocerlo sería suicida. Exigen superar el propio miedo y enfrentarse cara a cara con los malhechores, denunciar sus abusos, negarse a consentir sus desmanes...
Pero las palabras inquietantes de Jesús nos piden bastante más. Amar a los enemigos nos sitúa en otro nivel, más allá del estrictamente retributivo. Para ello, tenemos que renunciar a juzgar, no podemos conocer el interior de las personas. Hay resistir al mal, pero reprimiendo el afán de convertirnos en enemigos de quienes lo cometen. Para ello, hemos de reconocer el mal que existe en nuestro interior, el daño que también nosotros hemos cometido contra nuestros prójimos. Y al sabernos perdonados por el Amor incondicional nos ayudará a dar nuestro perdón. Como decían las líneas finales, dirigidas a quien le iba a asesinar, en la carta póstuma del superior de los monjes asesinados en Argelia, recogida en la película “De dioses y hombres”: “Y a ti, también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también GRACIAS y este A-DIOS en cuyo rostro te contemplo y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío”. Sí, son las palabras de nuestro Hermano mayor en la Cruz :”Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Pedro Zabala