Cuando nuestros “geniales” políticos (sea dicho con todo el sarcasmo del mundo), hablan con cierta pompa de garantizar las pensiones futuras, realmente están hablando simplemente de garantizar las pensiones presentes y las que, de forma inmediata se vayan generando en los próximos diez o quince años pues resulta claramente manifiesto que el sistema público de pensiones no podrá garantizarse en ningún caso más de cuarenta años.
Dentro de esta “reforma de las pensiones” se habla de aumentar la edad de jubilación hasta los sesenta y siete años y de aumentar el cómputo de años trabajados para tener derecho a cobrar la pensión máxima hasta una horquilla que se encontraría entre los treinta y siete años de cotización y los cuarenta y uno. Con la primera medida el estado conseguiría teóricamente que cada trabajador cotizase dos años más y, ciertamente, que cobrará la pensión de jubilación durante dos años menos mientras que con la segunda medida resultaría que mucha menos gente tendría derecho a cobrar la pensión máxima de jubilación existiendo una disminución generalizada en las cuantías de dichas pensiones, pues la realidad del mercado laboral español indica que los jóvenes españoles empiezan a trabajar muy tarde (sobre los treinta años edad) existiendo durante toda su vida laboral periodos de no cotización, bien por ser víctimas del paro de larga duración exento de protección y de cotización, bien por tener que suspender su actividad laboral para dedicarse al cuidado de la familia, como es el caso de muchas mujeres; o, simplemente por tener que sobrevivir en la “economía sumergida”.
Por otro lado también se está planteando la posibilidad de que los ciudadanos incrementen la cuantía de la pensión pública de jubilación mediante la contratación de planes privados de pensiones, lo cual plantea el problema de que, considerando los salarios medios existentes en nuestro país, muy poca gente podrá completar dignamente las pensiones públicas con la contratación de dichos planes ya que los mismos generarán un nuevo gasto fijo y periódico, como si fuera un consumo más, que no todas las familias están en condiciones de afrontar.
El problema real que afecta al sistema público de pensiones y que, a la larga, lo hace insostenible no se encuentra, como durante años nos han pretendido hacer creer, en la llamada “inversión de la pirámide demográfica” sino en la “inversión de la pirámide de cotizantes”. La “inversión de la pirámide demográfica” constituye un problema coyuntural al que se podría hacer frente, bien mediante “la importación de habitantes” o, bien mediante el desplazamiento puntual de medios económicos de determinados departamentos ministeriales hacia la financiación del Sistema Público de Pensiones al no ser una situación de duración indefinida porque, si bien es cierto, que la falta de relevo generacional provocaría que durante unos años existiera mayor numero de pensionistas que cotizantes, con el paso del tiempo el número de pensionistas se iría reduciendo al incorporarse al sistema público de pensiones generaciones menos numerosas y al salir del mismo, por la inexorable ley biológica, las generaciones más numerosas. No obstante, la “inversión de la pirámide de cotizantes” constituye el grave, verdadero y único problema del sistema público de pensiones pues dicha inversión, que implica que cada vez existen menos cotizantes y que los periodos de cotización sean menores, es una situación infinita en el tiempo forzada por un mercado laboral y por una economía poco o nada productiva que de forma progresiva requiere de menos mano de obra. En definitiva, el problema fundamental que amenaza con acabar con el Sistema Público de Pensiones español se encuentra en el modelo económico basado en el turismo, en la especulación y en el sector servicios por el que la casta política española optó decididamente a mediados de los años ochenta del siglo pasado para conseguir, entre otras cosas, nuestra incorporación a la entonces Comunidad Económica Europea.
Así pues, la finalidad de la llamada “Reforma de las Pensiones” será prolongar la agónica existencia del sistema público de pensiones unas décadas más mediante la pérdida del poder adquisitivo de los futuros pensionistas no garantizando el mencionado sistema “in aeternum” y sacrificando una vez más a las generaciones de españoles nacidas a partir de la década de los sesenta del Siglo XX, las cuales padecerán en su vejez de un nivel de vida y de una protección social menor que la que disfrutaron sus padres y abuelos.