Ya hace unos años publicamos un
artículo titulado “Desatinos antes de Moratinos. La Política Exterior Española” en el que hacíamos un balance de la política exterior desarrollada por
nuestro país desde el Siglo XIX hasta la muerte de Franco e indicábamos la
total ausencia de criterios fundamentales y directrices constantes en la misma
lo cual la había conducido, no solo al fracaso, sino también al ridículo. Ahora
nos proponemos intentar exponer, a nuestro juicio, cual ha sido el criterio que
han seguido los distintos gobiernos democráticos desde 1977 hasta hoy en la
política exterior y qué repercusiones ha tenido y tiene la misma en la
situación interior del país que hoy sufrimos.
Muerto el dictador Franco en 1975 y
comenzada la palaciega maniobra conocida como “La Transición” los primeros
gobiernos surgidos de las primeras elecciones de 1977 y presididos por Adolfo
Suárez se encontraron con la imperiosa necesidad de conservar la estabilidad
política interna del país a la vez que buscar una especie de homologación o
visto bueno “democrático” en el exterior. Considerando que la inestabilidad
interna en ese momento podría surgir de alguna posible, pero altamente
improbable, tendencia política extremista que pudiera ser aprovechada de algún
modo por la entonces Unión Soviética para ampliar su área de influencia, la
política exterior española se centró en un primer momento en asegurar y dar
garantías a los Estados Unidos de Norteamérica y a la Organización del Tratado
del Atlántico Norte (OTAN) de que España no cambiaría de alianzas ni permitiría
una deriva hacia una política exterior pro-soviética. Esos son los años de los
llamados “acuerdos tripartitos” que suponían un abandono del Sahara y en los
que se empieza a hablar en España de nuestra incorporación a la OTAN.
Por otra parte, en busca de la anhelada
homologación democrática, los gobiernos de Adolfo Suárez iniciaron una política
de acercamiento a las distintas potencias europeas, principalmente a Francia,
en busca de la adhesión, a toda costa y al precio que fuera, de nuestro país al
entonces Mercado Común Europeo (MCE) que, en realidad, se tradujo en un
sometimiento a cualquier indicación, solicitud o reclamo que desde las
instituciones o gobiernos Europeos pudieran hacernos. Esta tendencia en
política exterior se convirtió en un espíritu inspirador de la misma que quedo perfectamente
reflejado en el hecho de la famosa imposición del entonces Presidente de la
Republica Francesa, Valery Giscard D´estaing, al sucesor de Franco, don Juan
Carlos de Borbón, de alguna deferencia especial con él a fin de asegurar su
asistencia al ascenso al trono del delfín franquista y que consistió en un
desayuno privado negociado por su cuenta y riesgo por el representante oficioso
de don Juan Carlos ante el Presidente Francés, Manuel de Prado, que al
comunicárselo a Su Excelencia el Jefe del Estado a Título de Rey, recibió de
éste por respuesta: “Dame
un abrazo porque la presencia de Giscard bien vale un desayuno con huevos
fritos, bacón, migas o lo que quiera”.
La
política exterior tendente a la “homologación democrática” carecía de todo
sentido porque mientras España no rompiera con su alineación estratégica
pro-occidental y contraria al bloque soviético ninguna potencia europea le hubiera
negado el reconocimiento y, tras las reformas propiciadas por la Ley de Reforma
Política de 1976, también habría obtenido la “homologación democrática”. Al fin
y al cabo ninguna potencia del entorno occidental le negó el reconocimiento al
régimen franquista o al de Salazar como tampoco se lo hubieran negado en 1945
al gobierno del Almirante Doenitz de no haber sido por la intransigencia e
inflexibilidad mostrada por la Unión Soviética aunque hay que tener en cuenta
que a mediados de los años setenta del siglo pasado los soviéticos poco tenían que
decir y menos que exigir a nadie respecto a España.
Obtenida la homologación democrática
y aprobada la actual Constitución en 1978, la política exterior española ya es presa
de los errores cometidos y de los compromisos adquiridos en los primeros años
de la transición y solo le resta continuar en la misma línea. A partir de los
años ochenta, y con los gobiernos socialistas de Felipe González, la política
exterior española se convierte en la constante huída hacia delante que aún
perdura. El erróneo anhelo de “homologación democrática” se transforma en una
necesidad real de que las distintas instituciones internacionales y las más diversas
potencias extranjeras garanticen la estabilidad interna del estado español y su
seguridad exterior siendo, desde entonces, el terrorismo de ETA, los
movimientos centrífugos de los nacionalismos periféricos y el contencioso con
Marruecos quienes van a imponer a los gobiernos españoles una política exterior
fundamentada en la constante concesión.
En el año 1982, el último gobierno
de Unión de Centro Democrático presidido entonces por Leopoldo Calvo Sotelo incorpora
a España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) con la dudosa
finalidad de garantizar la unión interna del estado y disuadir a Marruecos de
plantear reivindicaciones territoriales sobre el territorio español aunque
desde el principio la Alianza Atlántica dejó muy claro que no defendería Ceuta
ni Melilla ante un ataque marroquí. Posteriormente y con el primer gobierno
socialista de Felipe González esta adhesión a la OTAN se ratifica en 1986
mediante un referéndum aprobándose supuestamente tres condiciones que hoy están
ya olvidadas por todos los ciudadanos y, por supuesto, incumplidas por todos
los gobiernos desde que en 1991 se enviaran tropas españolas a la primera
Guerra del Golfo. En cualquier caso, España se incorporó a una alianza militar
a la que está aportando dinero, hombres y material a cambio de unas vagas contraprestaciones
que si llega el caso es más que improbable que lleguen a materializarse.
Además de la incorporación a la OTAN
en 1982, también se produce la negociación de la entrada de nuestro país en el
Mercado Común Europeo, luego Comunidad Económica Europea y hoy, Unión Europea.
Esta negociación es la exclusiva actividad de la política exterior española
desde los principios de los años ochenta del siglo pasado argumentándose ante
la opinión pública española como una necesidad de modernización económica y
social del país aunque en realidad el verdadero razonamiento que se escondía en
nuestra implorante incorporación al Mercado Común era que, al meter a nuestro
país en una estructura supranacional, las redes de relaciones mercantiles que
se crearían serían tan tupidas que los intereses de las más minúsculas
entidades infraestatales se identificarían irremediablemente con el interés del
estado y más aún con un supuesto interés europeo abandonando cualquier
tentación centrífuga. No obstante, la negociación fue un desastre como no podía
ser de otro modo porque, para empezar, las actitudes de los diferentes
gobiernos no fue la de solicitar la apertura de negociaciones de igual a igual
sino la de implorar incesantemente que nos dejaran formar parte del Mercado Común
sin dar muestras de que siempre podríamos tener y explotar la opción de no
pertenecer a él.
Con esta actitud negociadora España
ingresa en el Mercado Común Europeo el 1 de Enero de 1986 y para ello tiene que
aceptar, entre otros, los siguientes dictados:
1º. Apertura de la verja de
Gibraltar el 14 de Diciembre de 1982 para peatones y el 5 de Febrero de 1985
para vehículos. Los grandes beneficiarios de esta apertura fueron la Gran
Bretaña que rebajaba el coste de mantenimiento de su colonia y el propio peñón
que disfrutó y disfruta de un buen ritmo de crecimiento económico a base de
convertirse en un paraíso fiscal y de arruinar las pequeñas economías de los
habitantes españoles del Campo de Gibraltar.
2º. La destrucción de su sector
agropecuario con levantamiento de cultivos, limitación de producción y
subvenciones comunitarias por no producir.
3º. Reestructuración de la flota
pesquera española que era la primera de Europa y la tercera del mundo
imponiéndose una fuerte reducción de la misma.
4º. Reestructuración de la industria
siderúrgica que ha terminado suponiendo la práctica desaparición de esta
industria en nuestro país.
5º. Reestructuración de la industria
naval española que ocupaba el tercer puesto en la producción mundial hasta su
mínima producción actual y su más que posible total desaparición en un futuro
no muy lejano.
6º. Construcción de ingentes
infraestructuras a cargo de los llamados fondos europeos de cohesión que ahora,
que dichos fondos se han dejado de percibir, solo podemos conservar con un desproporcionado
esfuerzo económico público que supone un lastre para nuestra economía.
7º. Privatizaciones de empresas
públicas encargadas de la explotación de sectores estratégicos de la economía
como la energía y las comunicaciones.
En definitiva, las condiciones que
España acepta (y que no debería haber aceptado jamás) para entrar en el Mercado
Común se reducen todas ellas al desmantelamiento de todo el tejido productivo
existente y llevan irremediablemente aparejadas la imposición de un modelo
económico únicamente basado en la especulación y en el sector servicios.
La política exterior española desde
la muerte del dictador hasta hoy es fruto de un grave error de origen (como era
el querer ser aceptado y reconocido a toda costa y a cualquier precio por la
comunidad internacional cuando realmente eso no constituía ningún problema) que
la ha viciado desde el principio para terminar convirtiéndose en una huída
hacia delante con la agónica intención de liberarnos de nuestros graves problemas
de cohesión interna y de defendernos de una hipotética agresión de nuestro
vecino del sur. El precio que este país ha pagado y está pagando por todo ello
resulta gravemente excesivo y lo estamos viendo y sufriendo en el presente:
inexistencia de una economía productiva capaz de reabsorber a seis millones de
parados y de generar un crecimiento económico real y sostenido en el tiempo,
constante aceptación de recortes sociales, empobrecimiento de la población y su
condena a la emigración, inexistencia de una política comercial tendente a
buscar mercados alternativos donde vender nuestros productos y adquirir
materias primas y, por supuesto, la total pérdida de soberanía la cual, a pesar
de lo que diga ese texto que cierto anuncio dice redactado en un bar y llamado
Constitución, no reside ya “en la nación española” sino en otras naciones que,
desde el extranjero o desde instituciones supranacionales, nos imponen lo que
tenemos que hacer.
Y es que la actitud, el espíritu y
la única directriz que nuestros políticos han inspirado a la política exterior
española de finales del siglo XX hasta el presente ha sido aquel “lo que quiera” de antaño.