Los momentos de crisis han sido siempre el banco de
pruebas en el que se pone de manifiesto la verdadera naturaleza del ser humano:
algunos, avariciosos, aprovechan la desgracia general en su propio beneficio; otros,
consumidos por un narcisismo banal, interpretan y reinterpretan la situación
según dicten los caprichos de su ego; los hay también que, poseídos por el
temor, se lanzan a un sálvese quien pueda que ignora las necesidades ajenas;
incluso encontramos ejemplos de verdugos en potencia que se lanzan sin piedad
sobre el primer chivo expiatorio que provea la situación.
Sin
embargo, bajo este maremágnum de respuestas negativas subyace todo un conjunto
de pulsiones de cooperación protagonizadas por aquellos que se sobreponen al
sufrimiento y que saben ver en el prójimo un hermano en la necesidad. Se trata
siempre de corrientes de base que emergen por sí mismas de entre el magma
social y que, por supuesto, también han hecho acto de presencia en el contexto de
la pandemia del COVID-19. Técnicos que diseñan en tiempo récord ventiladores
pulmonares para que sean fabricados sobre el terreno mediante una impresora 3D
o vecinos que se ofrecen a hacer la compra a los ancianos que viven solos, son
tan solo algunos ejemplos de este fenómeno, por lo demás, universal.
Frente
a este compromiso espontáneo, la quiebra de los liderazgos institucionales ha
sido un fenómeno genérico; hubo quién optó, como el gobierno británico, por
buscar la “inmunidad de rebaño” a costa de la vida de los más vulnerables;
quien exclusivamente preocupado por la economía desatendió el problema, porque
cuando llegase el calor el virus desaparecería -según afirmó el presidente de
Estados Unidos, Donald Trump- y quién directamente ha dejado a sus
conciudadanos al albur de las circunstancias, actuación inmisericorde que
pesará para siempre sobre la conciencia y en el recuerdo del mandatario
brasileño Jair Bolsonaro.
Tampoco
las entidades internacionales lo han sabido hacer mejor, véase si no la incapacidad
de la Unión Europea para ofrecer soluciones dignas a una crisis económica y
social que corre el riesgo de devastar a los países miembros más afectados por
la enfermedad, y la escasa operatividad de una Organización Mundial de la
Salud, permanentemente lastrada por los intereses nacionales de potencias
enfrentadas, como China y el gigante norteamericano, que minan su autoridad y
ponen en riesgo su financiación. La única excepción en este contexto es la que
representa el Papa Francisco.
En
efecto, Jorge Bergoglio ha sido el primero entre todos en reconocer la
profundidad de una crisis humanitaria sin duda compleja, pero que en todo caso
supone un antes y un después en la trayectoria reciente de nuestras sociedades.
Así lo refleja en su reflexión publicada durante la pascua en la revista Vida
Nueva bajo el título Un plan para resucitar, una meditación. Con ella el
Santo Padre se incardina en esa marea de apoyo mutuo y de honda filiación
cristiana ya mencionada y que recorre el mundo, no en vano nos remite a quienes
«buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en
riesgo la vida de los demás».
Pero el Papa precisa aún más, incluyendo los
gestos cotidianos de los miembros de las clases populares que junto a quienes
trabajan en los sectores esenciales constituyen la primera línea de contención
frente a la enfermedad y lo hace partiendo de sus precondiciones sociales:
«fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con
esfuerzo y sacrificio para frenar su difusión. Pudimos descubrir cómo muchas
personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la
indiferencia siguieron esforzándose y sosteniéndose para que esta situación sea
(o bien fuese) menos dolorosa».
No
cabe extrañarse, por lo tanto, de que a partir de ahí recurra a toda la fuerza
redentora del Evangelio para desarrollar un programa de acción profundamente
transformador y absolutamente coherente con toda su trayectoria previa; desde
el día en que encargó un anillo de hierro, al comienzo de su pontificado, hasta
la reciente celebración del Sínodo de la Amazonía. En el texto, junto a una
llamada a la paz y a una solución definitiva al problema del hambre en el mundo
-absolutamente viable con los recursos disponibles-, el Papa Francisco nos
exhorta, como ya lo hiciera en la Carta Encíclica Laudato Si de 2015, a
promover un «desarrollo sostenible e integral», respetuoso con el medio
ambiente y equitativo en lo económico. En consonancia, se nos pide también «una
vida más austera y humana», un cambio de los «estilos de vida que sumergen a
tantos en la pobreza» y la adopción de «las medidas necesarias para frenar la
devastación del medio ambiente».
Desde
el punto de vista estrictamente social, el Papa Francisco aún ha sido más explícito
en su carta a los movimientos populares del pasado 12 de abril. En ella se
remite a los que «han sido excluidos de los beneficios de la globalización», a
los que «siempre tienen que sufrir sus perjuicios». Se refiere con ello a los
sectores laborales «informales» sometidos a un empobrecimiento cada vez mayor,
que son quienes más sufren la presente situación, porque carecen de recursos
para soportar la cuarentena. Para ellos se propone un mecanismo largamente
reclamado desde aquellas instituciones más conscientes de la problemática
estructural que aqueja al mercado de trabajo del capitalismo tardío: «un
salario universal que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas
que realizan; capaz de garantizar y hacer realidad esta consigna tan humana y
tan cristiana: ningún trabajador sin derechos».
El
mensaje de Su Santidad es, por lo tanto, claro y meridiano y supone la
confirmación de un líder mundial que ha sabido estar a la altura de las
circunstancias en uno de los momentos más duros de nuestra historia reciente.
Un líder que da por amortizados «todos los discursos integristas» que
«se disuelven ante una presencia imperceptible que manifiesta la fragilidad de
la que estamos hechos». Un líder que aboga por una salida comunitaria y
socialmente justa a la crisis que afrontamos. Un líder, en definitiva, que ya
ha puesto en marcha un equipo de trabajo destinado a hacer frente a esta
situación de emergencia.
Se
trata, sin duda alguna, de un proyecto ambicioso y transversal, que trasciende
todo marco confesional, puesto que no es privativo de la catolicidad latina; un
proyecto que implica un terreno de trabajo compartido, capaz de unir a hombres
y mujeres de todas partes en la búsqueda del bien común; un proyecto ante el
cual los carlistas, defensores de un socialismo humanista, no debemos ser
indiferentes. La llamada ha sido hecha y sería cuando menos irresponsable no
escucharla ni seguirla, con independencia de que se compartan o no las
creencias religiosas de la Iglesia Católica. Yo lo haré, está en juego nuestro
futuro y el de la humanidad en su conjunto. Respecto a los demás, solo puedo
decir una cosa: allá cada cual con su conciencia.