El pasado Viernes, 22 de Julio del 2011, y siguiendo la tradición política española, por otro lado muy poco democrática, de aprobar importantes leyes en periodo estival para que la mayoría de los ciudadanos, más ocupados en sus vacaciones que en los problemas reales del país, no se enteren o no presten a la noticia la debida atención; el Consejo de Ministros presidido por don José Luis Rodríguez Zapatero aprobó el Proyecto de Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
La reforma de tan importante Ley, se pretende vender como una imperiosa necesidad legislativa para modernizar la justicia y ponernos a “nivel europeo”, pero en realidad supone una limitación de derechos a los ciudadanos españoles que verán como desaparece su participación en la Administración de la Justicia al no poder mantener la “Acusación Popular” contra el criterio del Ministerio Fiscal que será, con arreglo a la reforma que se pretende, quien dirija la investigación del delito y quien instruya las causas criminales en vez del Juez de Instrucción como ocurre actualmente.
Lo más importante de la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, es sin duda alguna, el hecho de que la instrucción penal pase de los Jueces de Instrucción al Ministerio Fiscal porque si el Juez de Instrucción obedece al principio de independencia judicial, hoy en día muy cuestionado, tal independencia dejaría de ser cuestionada para ser definitivamente enterrada y olvidada al ser la Fiscalía una institución jerarquizada en cuya cúspide se encuentra el Fiscal General del Estado que es nombrado directamente por el Gobierno con lo que, en último extremo, la instrucción de las causas estaría en manos de alguien que actúa siguiendo órdenes y quién sabe si no del mismo gobierno en virtud de determinados intereses políticos del momento.
El control gubernativo sobre el impulso procesal penal puede llevar a que grandes casos penales en los que aparezcan implicados personas situadas en los aledaños del poder queden sin esclarecerse y que nadie pague por presuntos delitos de corrupción política, máxime si, como se pretende con la reforma, la Acusación Popular, que constituye, con todas sus limitaciones, una figura de participación ciudadana en la Administración de la Justicia queda totalmente desvirtuada al no poder mantenerse dicha acusación contra el criterio del Ministerio Fiscal.
Asimismo, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, prevé que deje de existir la figura del “imputado” en cuya sustitución se crea la figura del “investigado” todo ello con la justificación de que desaparezca la llamada “Pena de Telediario”. Ahora bien, en casos de importante relevancia social o en los que existan detenidos famosos será imposible impedir que las personas detenidas e investigadas salgan en televisión y que el caso se convierta en tema de tertulia de numerosos programas televisivos salvo que lo que se pretenda sea llevar a cabo una “instrucción secreta”.
Lo verdaderamente curioso de esta reforma legal, es la desconexión con la realidad de la Administración de la Justicia penal al pretender que los Fiscales incoen e instruyan los procedimientos cuando hoy en día en la inmensa mayoría de los casos no acuden a las más mínimas prácticas de prueba o tomas de declaración a testigos e incluso a muchos imputados.
Por último hay que indicar que si lo que se pretende es homologar la justicia española al entorno económico y político que nos rodea hay que recordar que el más importante país del mundo donde los fiscales instruyen las causas es Estados Unidos de América, país éste donde no pocos fiscales utilizan su puesto en la Administración de Justicia como trampolín para pasarse a la política y donde numerosas personas son condenadas injusta e indebidamente por cierto compadreo entre la policía que investiga el delito y el fiscal que dirige la investigación.
En definitiva, la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal es un intento más, quizás el definitivo, de someter al control político y gubernativo la Administración de la Justicia y un síntoma claro de las pretensiones de los gobiernos que parecen pretender, a pesar de todos los movimientos ciudadanos de contestación, la instauración de un control estatal en todos los órdenes de la sociedad pudiendo sentenciarse que, si cuando se aprobó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional el entonces vicepresidente del Gobierno, don Alfonso Guerra, afirmó que “Montesquieu ha muerto” (se refería sin duda a la división de poderes) en caso de aprobarse este nuevo proyecto legislativo bien podría afirmarse que “muerto Montesquieu, ahora se le entierra”.