No ha mucho que habían callado los cañones y se habían apagado las últimas fogatas de la guerra civil. Los campesinos volvían a sus campos, los artesanos a sus talleres y aquellos que no se mostraban conformes con el nuevo estado de cosas marchaban al exilio.
No lejos de la frontera había fijado su residencia, junto con unos pocos leales que constituían su personal servicio, uno de esos emigrados que obligados por el espíritu del idealismo y no por las necesidades de la materia trascienden los límites de su país y hacen de sus ideas su patria. Había sido oficial en la pasada guerra y habiendo perdido su causa, descontento con los que todo prometían y nada realizaban, abandonó su país para pasar sus días alejado de los agitados mares de la política y dedicarse sobre todo a amar en secreto.
Vivía el emigrado, cuyo nombre guardaremos en secreto por el momento refiriéndonos a él por las iniciales DE., en un gran caserón desvencijado que tan solo guardaba las apariencias de un brillante pasado. Junto a él vivían un anciano coronel viudo, antiguo ordenanza durante la guerra, que en las nuevas circunstancias le servía de mayordomo y las dos hijas de éste que atendían el mantenimiento de la casa así como a sus moradores. Además de éstas personas es justo mencionar la existencia discreta en el viejo caserón de un pequeño perrillo de pocos años de edad y abundante pelo blanco que camino al exilio fue encontrado al borde del camino por DE. quien lo recogió en sus brazos haciéndolo, desde ese momento, prácticamente inseparable de su persona.
Transcurría la vida tranquila y sin sobresaltos en ese microcosmos en que se había convertido el exilio, cuando la atmósfera europea comenzó a agitarse, se cubrió con esas negras nubes que anuncian terribles tormentas guerreras y alguien, al otro lado de la frontera, reparó en la ya olvidada existencia de DE. Ese alguien, guiado por su temor a perder su puesto y sus prebendas, difundió falsos rumores, magnificó los peligros que podría representar el emigrado y finalmente convenció a sus superiores de la conveniencia de hacer justicia rápida con el que ya no era más que un antiguo adversario.
Así pues se organizó una gran operación policial y militar que movilizó a una gran fuerza que contrastaba con la persona única a detener. Se violó la frontera de un país con el que aun no se estaba en guerra, se rodeó el gran caserón y se asediándolo se intimó a sus moradores a rendirse.
Viendo toda resistencia inútil, DE. inició breves conversaciones con los bandidos pues tal es la condición que ostentan los que obedeciendo leyes de un estado ignoran las leyes que impone el Derecho Natural y asegurando la vida y hacienda de sus servidores, se dio por preso más su detención debería producirse sin que el inocente reo abriera su vivienda, convertida en fortín, a sus apresadores quienes tuvieron que forzar puertas y ventanas dejando las cerraduras desvencijadas como primera protesta de injusticia para la posterioridad.
Apartados los miembros del leal servicio de DE. subió éste al vehículo que debía conducirle al otro lado de la frontera y comenzó el viaje sin que nadie se percatase que detrás, con un muy bonito galope y salido a gran velocidad por una de las ventanas del viejo caserón iba el único servidor leal en quien nadie había reparado: el pequeño perrillo de abundante pelo blanco. Tras varias horas agotadoras de viaje, llegó el vehículo a un gran castillo que en aquel entonces servía de prisión y mientras el detenido era registrado, reseñado y dotado de una manta y una escudilla para pasar la noche repararon en la presencia del perrillo, que burlando a los guardias había penetrado hasta el interior de la fortaleza para situarse al lado de su amo y compartir con él la oscuridad del calabozo.
Hizo uso el preso de la escudilla, pero apenas pudo hacerlo de la manta pues de forma inmediata, tras la cena, fue requerido por los guardianes y conducido a una habitación contigua donde varios generales sentados se disponían a juzgarle sumariamente. Breve fue el número de preguntas, inexistentes los testigos e inconsistentes las pruebas lo que no impidió que los jueces dictasen una sentencia de muerte que sin apelación posible debía ser inmediatamente cumplida.
Unos escasos minutos le fueron concedidos al condenado para ponerse a bien con Dios en la solo aparente soledad de su calabozo pues en el mismo seguía acompañando a DE. el blanco perrillo quien, ignorante de lo sucedido y de lo que iba a suceder, jugaba a los pies de amo dando graciosas volteretas. Puesto en Gracia de Dios, la puerta del calabozo se abrió y entraron dos guardias, uno de los cuales puso la mano sobre el hombro del condenado indicándole que ya era la hora y que debía acompañarlos, atravesaron los tres la puerta aunque solo uno de ellos caminaba hacia la libertad eterna dejándola entreabierta y comenzaron a descender por una escalera interior hacia el foso del castillo que en los días festivos servía de lugar de paseo para los paisanos de la población. Una vez allí, situaron al reo de espaldas a un muro en el que se observaban orificios recientes de primitivos actos, frente a él se había tenido la precaución de cavar una fosa que debía servirle de última y anónima morada.
Poco fue el tiempo que hubo que esperar hasta que se vio aparecer al pelotón de soldados que debía ejecutar la sentencia. El pelotón formó frente al reo, el oficial al mando le ofreció cubrir sus ojos con una venda a lo cual se negó y por lo cual pudo observar como aquel perrillo que tiempo atrás había recogido al borde de un camino trotaba hacia él resaltando su blancura con la oscuridad de la noche, el can llegó a sus pies, poniéndose sobre sus patas traseras requería de su amo que lo abrazara por última vez y una vez realizada la acción reclamada y ubicado nuevamente sobre el suelo, se situó a los pies de quien le había dado cariño y se encaró al pelotón. Este era el cuadro cuando se oyó la voz de “¡Fuego!” y sonó una descarga de fusilería. Todo había terminado.
El cadáver del ajusticiado fue enterrado tan en secreto como en secreto había sido secuestrado, juzgado y ejecutado. Más el secreto no pudo sostenerse ni un día y la población se enteró del hecho acaecido calificándolo de lo que realmente era: un asesinato. El pueblo hizo pronto del lugar donde estaba la anónima fosa lugar de peregrinación colocando siempre flores que hacían perder al lugar el anonimato exigido por las autoridades y aunque la diligencia de la policía era grande ya que constantemente hacía desaparecer las flores y devolvía la fosa al anonimato, el lugar siempre era reconocible para los lugareños porque en sus proximidades siempre se encontraba un pequeño perro de un largo pelaje blanco que se ponía sobre sus patas traseras llamando la atención de los transeúntes a los que conducía hasta un lugar sin aparente interés donde el leal can se tumbaba, escarbaba y lloraba.
Esta Historia no es fruto de la imaginación, ocurrió realmente y el hecho esta históricamente documentado. El emigrado era el Duque de Enghien y el perro se llamaba, como no podía ser de otra forma, Fedêle, cuyo equivalente en castellano es Fidel, que significa FIEL.
No lejos de la frontera había fijado su residencia, junto con unos pocos leales que constituían su personal servicio, uno de esos emigrados que obligados por el espíritu del idealismo y no por las necesidades de la materia trascienden los límites de su país y hacen de sus ideas su patria. Había sido oficial en la pasada guerra y habiendo perdido su causa, descontento con los que todo prometían y nada realizaban, abandonó su país para pasar sus días alejado de los agitados mares de la política y dedicarse sobre todo a amar en secreto.
Vivía el emigrado, cuyo nombre guardaremos en secreto por el momento refiriéndonos a él por las iniciales DE., en un gran caserón desvencijado que tan solo guardaba las apariencias de un brillante pasado. Junto a él vivían un anciano coronel viudo, antiguo ordenanza durante la guerra, que en las nuevas circunstancias le servía de mayordomo y las dos hijas de éste que atendían el mantenimiento de la casa así como a sus moradores. Además de éstas personas es justo mencionar la existencia discreta en el viejo caserón de un pequeño perrillo de pocos años de edad y abundante pelo blanco que camino al exilio fue encontrado al borde del camino por DE. quien lo recogió en sus brazos haciéndolo, desde ese momento, prácticamente inseparable de su persona.
Transcurría la vida tranquila y sin sobresaltos en ese microcosmos en que se había convertido el exilio, cuando la atmósfera europea comenzó a agitarse, se cubrió con esas negras nubes que anuncian terribles tormentas guerreras y alguien, al otro lado de la frontera, reparó en la ya olvidada existencia de DE. Ese alguien, guiado por su temor a perder su puesto y sus prebendas, difundió falsos rumores, magnificó los peligros que podría representar el emigrado y finalmente convenció a sus superiores de la conveniencia de hacer justicia rápida con el que ya no era más que un antiguo adversario.
Así pues se organizó una gran operación policial y militar que movilizó a una gran fuerza que contrastaba con la persona única a detener. Se violó la frontera de un país con el que aun no se estaba en guerra, se rodeó el gran caserón y se asediándolo se intimó a sus moradores a rendirse.
Viendo toda resistencia inútil, DE. inició breves conversaciones con los bandidos pues tal es la condición que ostentan los que obedeciendo leyes de un estado ignoran las leyes que impone el Derecho Natural y asegurando la vida y hacienda de sus servidores, se dio por preso más su detención debería producirse sin que el inocente reo abriera su vivienda, convertida en fortín, a sus apresadores quienes tuvieron que forzar puertas y ventanas dejando las cerraduras desvencijadas como primera protesta de injusticia para la posterioridad.
Apartados los miembros del leal servicio de DE. subió éste al vehículo que debía conducirle al otro lado de la frontera y comenzó el viaje sin que nadie se percatase que detrás, con un muy bonito galope y salido a gran velocidad por una de las ventanas del viejo caserón iba el único servidor leal en quien nadie había reparado: el pequeño perrillo de abundante pelo blanco. Tras varias horas agotadoras de viaje, llegó el vehículo a un gran castillo que en aquel entonces servía de prisión y mientras el detenido era registrado, reseñado y dotado de una manta y una escudilla para pasar la noche repararon en la presencia del perrillo, que burlando a los guardias había penetrado hasta el interior de la fortaleza para situarse al lado de su amo y compartir con él la oscuridad del calabozo.
Hizo uso el preso de la escudilla, pero apenas pudo hacerlo de la manta pues de forma inmediata, tras la cena, fue requerido por los guardianes y conducido a una habitación contigua donde varios generales sentados se disponían a juzgarle sumariamente. Breve fue el número de preguntas, inexistentes los testigos e inconsistentes las pruebas lo que no impidió que los jueces dictasen una sentencia de muerte que sin apelación posible debía ser inmediatamente cumplida.
Unos escasos minutos le fueron concedidos al condenado para ponerse a bien con Dios en la solo aparente soledad de su calabozo pues en el mismo seguía acompañando a DE. el blanco perrillo quien, ignorante de lo sucedido y de lo que iba a suceder, jugaba a los pies de amo dando graciosas volteretas. Puesto en Gracia de Dios, la puerta del calabozo se abrió y entraron dos guardias, uno de los cuales puso la mano sobre el hombro del condenado indicándole que ya era la hora y que debía acompañarlos, atravesaron los tres la puerta aunque solo uno de ellos caminaba hacia la libertad eterna dejándola entreabierta y comenzaron a descender por una escalera interior hacia el foso del castillo que en los días festivos servía de lugar de paseo para los paisanos de la población. Una vez allí, situaron al reo de espaldas a un muro en el que se observaban orificios recientes de primitivos actos, frente a él se había tenido la precaución de cavar una fosa que debía servirle de última y anónima morada.
Poco fue el tiempo que hubo que esperar hasta que se vio aparecer al pelotón de soldados que debía ejecutar la sentencia. El pelotón formó frente al reo, el oficial al mando le ofreció cubrir sus ojos con una venda a lo cual se negó y por lo cual pudo observar como aquel perrillo que tiempo atrás había recogido al borde de un camino trotaba hacia él resaltando su blancura con la oscuridad de la noche, el can llegó a sus pies, poniéndose sobre sus patas traseras requería de su amo que lo abrazara por última vez y una vez realizada la acción reclamada y ubicado nuevamente sobre el suelo, se situó a los pies de quien le había dado cariño y se encaró al pelotón. Este era el cuadro cuando se oyó la voz de “¡Fuego!” y sonó una descarga de fusilería. Todo había terminado.
El cadáver del ajusticiado fue enterrado tan en secreto como en secreto había sido secuestrado, juzgado y ejecutado. Más el secreto no pudo sostenerse ni un día y la población se enteró del hecho acaecido calificándolo de lo que realmente era: un asesinato. El pueblo hizo pronto del lugar donde estaba la anónima fosa lugar de peregrinación colocando siempre flores que hacían perder al lugar el anonimato exigido por las autoridades y aunque la diligencia de la policía era grande ya que constantemente hacía desaparecer las flores y devolvía la fosa al anonimato, el lugar siempre era reconocible para los lugareños porque en sus proximidades siempre se encontraba un pequeño perro de un largo pelaje blanco que se ponía sobre sus patas traseras llamando la atención de los transeúntes a los que conducía hasta un lugar sin aparente interés donde el leal can se tumbaba, escarbaba y lloraba.
Esta Historia no es fruto de la imaginación, ocurrió realmente y el hecho esta históricamente documentado. El emigrado era el Duque de Enghien y el perro se llamaba, como no podía ser de otra forma, Fedêle, cuyo equivalente en castellano es Fidel, que significa FIEL.