La figura más representativa de la negación de la libertad es la de un preso, encerrado tras los barrotes de una celda. Quien de verdad quiere ser libre, tiene que empezar por reconocer que está encerrado en una prisión tras unos muros. Y esos muros son de dos clases, unos externos y otros internos. Hay quienes tan confortablemente están instalados en su prisión, que ni siquiera advierten la existencia de esos muros que coartan no sólo su libertad, sino su capacidad de optar por ella.
Muros externos son:
1º. La pobreza impuesta, con todas sus consecuencias: la malnutrición, la dificultad o la imposibilidad de acceder a agua potable, las enfermedades, la privación de enseñanza...
2º. Las crecientes desigualdades en el acceso a la riqueza, a la información y al poder que se da tanto en Norte como en el Sur.
3º. La falta de libertades civiles y políticas.
4º. La carencia de una vivienda digna.
5º. La ausencia de un empleo estable y digno.
6º. Las discriminaciones por cualquier motivación.
7º.El neoliberalismo capitalista.
8º. La ausencia de medios informativos independientes del poder económico.
10º. La subordinación incluso en los países de democracia formal, del poder político a los intereses de los lobbies económicos.
Y muros internos:
1º. El miedo a los poderosos.
2º. El miedo al futuro.
3º. La falta de seguridad personal y colectiva.
4º. La carencia de un pensamiento crítico.
5º.La aceptación del individualismo insolidario como único horizonte de vida.
7º. El miedo al diferente: social, étnico, ideológico o religioso.
8º. Escapar de la percepción de la realidad a través de las adicciones que el sistema pone a nuestra disposición...
En una cárcel hay reglas y carceleros. Si intentas evadirte, sentirás el peso del la coacción. Unas veces, a través de los propios compañeros de prisión que te tacharán de loco o incluso ayudarán a los carceleros en su función represiva. Quien intenta liberarse remueve la tranquilidad de los sometidos de buen grado.
Sabemos, y la historia está llena de grandes fracasos, que muchos intentos de fuga acaban mal y la situación subsiguiente puede llegar a ser peor que la anterior. Y lo más grave es que en ocasiones, ha habido fugados que han logrado evadirse para sustituir o hacerse cómplices de los antiguos carceleros y hacer más opresiva la condiciones de los encadenados.
La liberación auténtica exige reconocer los muros que aherrojan nuestra libertad. No sólo los externos, sino, para empezar los internos, los que tenemos interiorizados. Romper esos muros nos llevará a conquistar nuestra libertad interior. Sólo personas libres pueden realmente iniciar el derribo de un sistema opresor, de esos muros exteriores que mutilan la personalidad de la mayoría del género humano. Y cuando uno empieza a conquistar esa libertad interior, su vida cambiará. Descubrirá qué actitudes suyas, qué conductas sirven a los intereses de los carceleros y podrá empezar a rebelarse.
En estos principios del siglo XXI una rebelión liberadora ha de basarse en la no-violencia. El atajo de la agresividad no es tal atajo, aunque pudiera parecerlo en principio. Refuerza el poder de los privilegiados que emplearán el temor al terrorismo para anular aún más las libertades. Y la masa que tiene miedo a despertar, pedirá más controles y mano dura, porque tienen pavor a perder las migajas que caen de la mesa de los privilegiados. Es curiosa la conexión, no tan invisible como ellos quisieran, establecida entre los poderosos y los radicales antisistema. Unos y otros se necesitan mutuamente para prolongar su poder.
Soñar con la libertad y la justicia es una utopía, pero es precisamente el luchar por ella, lo único que nos convierte en personas auténticas. Liberarse de los muros, derribarlos, cambiar la sociedad es una exigencia moral. Rendirse, esperar lentamente a que el ansia acaparadora de unos pocos acabe cargándose la posibilidad de vida de nuestra especie en el planeta sería suicida. Derribar esta prisión global es el imperativo ético que nos obliga. Mientras haya un sólo esclavo en la tierra, no podremos ser libres.
Pedro Zabala