Reconozco sin problemas que mis
artículos son poco originales. Contienen reflexiones surgidas de múltiples
lecturas y de su rumia posterior, en solitario conmigo mismo y en diálogo con amigos.
Pero éste tiene un sólo referente. Va a ser la glosa, por ende imperfecta y a
la vez infiel, de ideas contenidas en el sugerente libro PERSONAS POR AMOR,
obra de una excelente cura andaluz Luis Mari Salazar, a quien tuve el gozo y el
honor de escuchar y conocer en la
XX Aula del Instituto Mounier, recientemente celebrada en
Burgos.
Los humanos somos criaturas. Seres
contingentes, como todos los que componen el conjunto de los entes existentes.
Tenemos una estrecha relación con todos ellos. Estamos formados del mismo polvo
de estrellas. Fuimos llamados a la existencia por un proceso creador del único
Ser necesario. Proceso que hoy la ciencia describe como evolución. Pero si
existe el ser y no la nada es porque ese Absoluto misterio al que llamamos
Dios, quiso, en volición pura y gratuita, poner en marcha la creación a la que
sigue sosteniendo desde dentro. Los humanos somos creaturas, ese es el primer
escalón de nuestra dignidad que compartimos con todos los demás seres. En
comunión fraternal con todos ellos disfrutamos
de la existencia, como tan bella y exactamente expresara Francisco de Asís,
calificando de hermanos a todos los seres inertes y vivos.
Pero formando parte de la naturaleza
que constituye una pluralidad jerarquizada, nos hemos distanciado constitutivamente
de ella. El ser humano es una unidad psico-física, un compuesto de mente y
materia, dotado de una inteligencia, con sus tres niveles racional, emocional y
espiritual que nos permite distanciarnos del resto de la creación y ser capaces
de analizarla y tratar de desentrañarla. Hemos emergido de la naturaleza y constituimos
su vértice evolutivo. Disponemos de un sistema de comunicación propio, el
lenguaje que sirve para comunicarnos y pensar hasta la abstracción y el
simbolismo. Somos seres que nos
interrogamos sobre las cuestiones básicas de la existencia y su sentido
y tratamos de encontrar respuestas satisfactorias. Alcanzamos este escalón, el
segundo de nuestra dignidad, porque, según sabemos los creyentes, en nuestra
emergencia hemos llegado a ser imagen y semejanza del Creador por encima de los
demás entes creados. Mas esta preeminencia no significa que podamos explotarlos
y destruirlos sino que tenemos unas obligaciones respecto a ellos en orden a
conservarlos y preservarlos.
Pero existe un tercer escalón en la
dignidad humana que la convierte en incondicional. Se aplica tanto a toda
nuestra especie en virtud de su común naturaleza, como a todos y cada uno de
sus miembros, cualesquiera que fueren sus circunstancias particulares. Somos
personas. ¿Qué es ser persona? ¿Cuál es la nota característica de la
personalidad?. Es la relación. Somos personas, nos constituimos como tales,
empezamos a ser un yo, en virtud de nuestra relación con otros tus. Y, desde
nuestra perspectiva creyente, el primer Tú que nos conforma en nuestra
identidad, es la relación con Dios. Relación que parte de su gratuidad amorosa.
Existimos y llegamos a ser personas porque somos amados por Él desde nuestro
mismo origen. Y desarrollamos nuestra personalidad ya que mantenemos
constantemente encuentros con otros tus. Si son
de amor, nuestro desarrollo será positivo. En cambio, en la medida en
que sean de dominación o de explotación, recibida o practicada, estropearemos
ese crecimiento personal.
Por ser personas, por haber alcanzado
este tercer nivel de nuestra dignidad, todos y cada uno de los seres humanos
gozamos de unos Derechos Fundamentales, con sus correlativos Deberes, que deben
ser positividados en todos los ordenamientos jurídicos. La dignidad de las personas
es incondicional y ha de predicarse de todos los seres humanos. Nunca puede
perderse, por graves que sean los actos injustos que lleguemos a cometer. El
criminal más encanallado por sus actos inhumanos tiene derecho al respeto de su
dignidad, aunque deba sufrir las condenas impuestas por la justicia. De ahí el
error del razonamiento escolástico pretendiendo justificar la pena de muerte
–asesinato legal- aduciendo que la gravedad del delito le hace perder su
dignidad.
De la dignidad de la persona derivan
directamente los dos Derechos básicos: a la vida y la libertad. Podemos
sacrificar nuestra vida entregarla
voluntariamente, día a día o de golpe, al servicio de otras personas. Pero no
podemos disponer de ella ni de la ajena, arbitrariamente, por egoísmo o por frivolidad.
La calidad de una civilización se ha de medir precisamente por el respeto
cuidadoso que ponga en la conservación y protección de la vida de todos los seres
humanos, extensiva a los demás entes con los que compartimos la existencia.
Vivir no es, naturalmente, sólo sobrevivir, entraña la posibilidad de
desarrollar la existencia en unas condiciones mínimas de bien-ser. Y la cultura
dominante actual no responde precisamente a este criterio, más bien podemos
calificarla de cultura de muerte por la facilidad con que menosprecia, ningunea
o aplasta la existencia de tantos seres humanos y de toda la naturaleza.
Junto ella, la libertad. Es un don
que hemos recibido, pero, como toda cualidad humana, limitado. Aunque la
concepción dominante, individualista, se confunda sobre cuáles sean esos límites.
No es la libertad de los otros la que me contiene. Los otros, la relación con
ellos, sostienen y afirman, mi libertad, si se desarrolla en un marco de
respeto mutuo, en encuentros positivos donde nuestra cualidad relacional de
personas se afiance y profundice. A
través de su ejercicio, si nos atrevemos a liberarme de las jaulas visibles e
invisibles que nos aprisionan es como voy avanzando en la conquista de nuestra libertad. Para que sea completamente
humana y de acuerdo con lo más hondo de nuestra vocación existencial, ha de
volcarse en la entrega comprometida hacia esos tus con los que transcurre
nuestra vida. Ser guardianes de nuestros
prójimos, especialmente de los más necesitados, es la manera más auténtica de
vivir la libertad. Y teniendo claro ese hondón fundamental conquistar y
realizar unas libertades concretas, de índole jurídico-político-económico-cultural
será hacedero.
Claro que hay una cuestión grave:
¿cómo convivir en nuestras sociedades heterogéneas con concepciones ideológicas
que no ven el carácter incondicional de la dignidad de la persona humana o que
no la reconocen en todos los humanos, mientras que a la par, en algunas
corrientes, la extienden a nuestras especies animales más próximas?. Debemos
dialogar civilizada y razonablemente dentro de la sociedad, pero, desde una
diferencia tan abismal, ¿es posible construir una ética mínima para todos?.
Pedro Zabala