Desde
hace unos meses se encuentra a la venta en las librerías de nuestro país un libro
llamativamente titulado "Como mueren las democracias", publicado por
la editorial Ariel y escrito por dos luminarias norteamericanas que deben su
prestigio exclusivamente a ser profesores de la Universidad de Harvard y que
han aprovechado la coyuntura política norteamericana e internacional para poner
en negro sobre blanco una serie de obviedades y, de paso, cargar tintas sobre
los llamados "populismos". Desde los años veinte y treinta del pasado
Siglo XX, han sido numerosos los estudios sobre la "crisis de la
democracia" que se han realizado en todo el mundo por lo que este libro
solo incide en lo que ya han dicho otros con anterioridad resultando
sobradamente prescindible y habiendo sido beneficioso para los esquilmados
bosques del planeta que no se hubiera publicado.
Los llamados populismos,
denominación tan genérica y abstracta como la del fascismo con la que se
pretende definirlo todo y no se define nada, no son, como se pretende, una
enfermedad de las democracias y por lo tanto no las matan. Los populismos son
tan solo un grave síntoma, tal vez el último y definitivo, de la verdadera
enfermedad que, lenta y silenciosamente, mata a la democracia; porque se ha de
saber que las democracias no mueren, a las democracias se las mata.
La enfermedad que mata a la
democracia es una enfermedad genética y congénita, es decir, que se encuentra
desde el origen en el propio cuerpo del régimen democrático y puede,
dependiendo de las condiciones ambientales del entorno, no desarrollarse jamás
o desarrollarse en unas sociedades antes que en otras. Esta enfermedad pasa por al menos cuatro fases,
siendo las dos primeras latentes, es decir la enfermedad está pero no genera
síntoma alguno o no genera síntomas masivamente molestos al limitarse
prácticamente a la filosofía que inspira a las estructuras e instituciones
políticas; mientras que las dos últimas fases son visibles y evidentes
generando numerosos y variados síntomas cada vez más graves y molestos al
infectar y transferirse el mal a la propia sociedad.
La primera fase es el gen intrínseco
y anómalo provocador de la enfermedad y que puede o no irse desarrollando. Es
la fase de "la contradicción y la
hipocresía" en la que la democracia muestra sutiles contradicciones
que se manifiestan en imperceptibles actos de hipocresía. Es el momento en que
proclamadas todas las libertades en los grandes textos legales, se las niega o
se las recorta en los desarrollos reglamentarios y en el que declaradas todas
las igualdades de derecho se las niega fáctica y prácticamente. La contradicción
más grave de la democracia radica en que a pesar de la proclamación de que
todos pueden ser elegidos para cualquier cargo público en realidad tal
posibilidad se reducen drásticamente a determinadas personas o grupos que
cuentan con el apoyo de determinados poderes o medios. Si la democracia quedó
definida por Lincoln como “El gobierno del pueblo,
por el pueblo y para el pueblo” (1), lo cierto es
que a ese pueblo se le pide periódicamente que decline su libertad en unos
parlamentos sobre los que, una vez constituidos pierde cualquier posibilidad de
control y que, por muy electos que sean, no dejan de ser y funcionar como una
institución aristocrática entendida en el sentido estricto de ser pocos pero no
necesariamente los mejores. En esta primera fase, la inmensa mayoría de
la ciudadanía no percibe que exista enfermedad alguna al no detectar las
sutiles contradicciones y solo una minoría muy minoritaria, próxima al poder, se percata de la misma, lo que
proporciona a esa minoría una información privilegiada que terminará
aprovechando en beneficio propio.
Esta primera fase se desarrolla posteriormente
al agudizarse las contradicciones del régimen político y se pasa a la segunda
fase de la enfermedad que es la fase de la "mentira
manifiesta", algo más perceptible pero no mayoritaria ni masivamente
perceptible. Los poderes públicos niegan y reniegan de sus contradicciones y
empiezan a justificarla con sofismas que son mentiras con apariencia de verdad.
Es el momento en que desde el poder se asegura que todo va bien cuando la gente
percibe que algo va mal, es el momento en que las estadísticas justifican un
país ideal que no coincide con el país real, es el momento donde algunos
vaticinan como van a desarrollarse peligrosamente los acontecimientos futuros
pero se les llama agoreros y se les margina. En esta segunda fase, los
ciudadanos y las sociedades no tienen la percepción de que algo esté fallando y
mantienen su identificación con los gobernantes y las instituciones pues, a
pesar de la igualdad proclamada, el pueblo no ha dejado aún de considerar y
creer que existe cierta superioridad natural, intelectual y moral, en los
dirigentes elegidos que, de alguna manera, les hace mejores que al pueblo al
que dicen representar y hace que éste no les considere tan malos o
incompetentes como se dice o parece.
La
tercera fase de la enfermedad muestra ya síntomas externos, visibles y
fácilmente perceptibles por la ciudadanía; es la fase de la "corrupción". Las
contradicciones y las mentiras han seguido creciendo y se han ido haciendo cada
vez más evidentes para la población al tiempo que se hacen públicas y salen a
la luz, posiblemente por motivos espurios que tienen su origen en la lucha por
el poder de las facciones políticas en liza, casos de enriquecimiento ilícito
de dirigentes políticos o de ciertos actos de dudosa moralidad y rectitud legal
cometidos por los representantes políticos. En esta fase la enfermedad se
trasmite a la sociedad quien pierde la confianza en los propios representantes
que elige, lo que supone en sí misma una contradicción en el seno del pueblo
pues ¿Por qué continuar votando a aquel en quien ya no se confía? (2). En esta
tercera fase, la "corrupción" política e institucional termina
siempre saltando e infectando a la sociedad porque es potestad propia de los
dirigentes democráticos de un estado influir con su ejemplo, bueno o malo, en
la sociedad que los ha elegido; este es el momento en que los dirigentes
consideran que "a un pueblo se le
gobierna mejor por sus vicios que por sus virtudes" (Napoleón) y
actúan en consecuencia fomentando debates superfluos y todo tipo de
distracciones. Evidentemente la sociedad, por muy corrupta que sea, jamás lo
será tanto como sus dirigentes y su corrupción se limitará a guiarse por un mal
entendido "carpe diem" y a decantarse hacia la picaresca que supone
el buscar resarcirse, en la medida de lo posible, de las cargas y exacciones
que se le exigen desde el poder ocultando por aquí unos pocos miles y sacando
por allá algunos cientos.
Finalmente, la última fase de la
enfermedad que termina con la democracia es una fase que se manifiesta clara.
públicamente y sin pudor, es la fase de la "pérdida
del sentido común" o de la "degeneración".
En esta fase los dirigentes políticos pretenden autojustificarse exacerbando
los sentimientos de los ciudadanos y apelando a lo más bajo y visceral del ser
humano porque con ello obtienen adhesiones inquebrantables a sus respectivas
personas, las contradicciones y las mentiras carecen por completo de
importancia porque la coherencia y la verdad, simplemente, han dejado de ser
importantes y a muy pocos les interesan, lo que ayer estaba mal hoy se
considera bueno y viceversa. Los desencuentros políticos, se convierten en
tensiones extremas que se transmiten a la sociedad que se bipolariza cada vez
más acusadamente en bloques irreconciliables, las instituciones del estado sobre
las que recae la obligación elemental de mantener la paz, la legalidad y el
sosiego se muestran incapaces de hacerlo porque desertaron de su autoridad y se
negaron a estar vigilantes, desde un primer momento, dedicándose a mirar hacia
otro lado ante una enfermedad aun asintomática y tolerando lo que en privado o
en público consideraban "un mal
menor". Y todo ello por no enemistarse con el poder político y
financiero con el que compadreaban en secreto guiados por el deseo o "el miedo a perder su puesto" (3)
en la estructura del poder.
En definitiva, lo que mata a la
democracia son sus contradicciones internas las cuales le son consustanciales y
padece desde su origen y nacimiento así como la incapacidad de los dirigentes políticos
de asumirlas mitigando en lo posible sus efectos. Es precisamente esa capacidad
o incapacidad de los dirigentes políticos para gestionar las contradicciones,
unida a la pronta reacción de las instituciones estatales contra las mentiras
de esos dirigentes la que define los parámetros de salud de una democracia impidiendo
y/o retrasando el desarrollo de una enfermedad que le es crónica pero con la
que puede vivir perfectamente si se la atiende correcta y constantemente.
(1)
Frase que forma parte del llamado Discurso de Gettysburg pronunciado por
Lincoln el 19 de noviembre de 1963 en el lugar donde se produjo la batalla
homónima y donde, se mire por donde se mire, una parte de ese pueblo pisoteo
los derechos y libertades de otra parte de ese mismo pueblo.
(2)
"Votar tapándose la nariz" lo suelen llamar algunos.
(3)
Respuesta atribuida a Hans Frank durante el proceso de Nüremberg cuando fue
preguntado el por qué un jurista de su talla había colaborado y cometido los crímenes
que se le imputaban.
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